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Lecciones de fe para gallinas estúpidas (Cuentos de sábado en la tarde)

Como parte de nuestra serie “Cuentos de sábado en la tarde”, presentamos el cuento “Lecciones de fe para gallinas estúpidas”.

Víctor García-Perdomo
27 de octubre de 2024 - 12:00 a. m.
"Nada enojaba más a la vieja que escuchar herejías. Abui puso el plato vacío sobre sus piernas y desató el lazo que anudaba su cabello con una dignidad fingida".
"Nada enojaba más a la vieja que escuchar herejías. Abui puso el plato vacío sobre sus piernas y desató el lazo que anudaba su cabello con una dignidad fingida".
Foto: Pixabay

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—Le faltaba la pierna izquierda, era bajo, de ojos rasgados y cara india. Conservaba sus uñas largas, que le servían de agujas para tejer. Contaba sus historias desde una hamaca de tela. Mentía mientras narraba historias con la sagacidad de un ciego.

Al oírlo, Abui echó su cuerpo hacia atrás y abrió los ojos, incrédula.

—Contó que cuando trabajaba rozando potreros donde los Trujillo había trozado con sus dientes a una culebra de setenta y cinco cuartas utilizando solo un poncho de lana– le aclaré a la vieja para reducir un poco su asombro.

Abui rio mostrando la base de su dentadura postiza.

— ¡Qué condenado tan mentiroso, ah! Pero de verdad es que yo trato, cierro mis ojos y no recuerdo nada. ¿Qué más sabe usted de ese tal Bartolomé?—preguntó la vieja.

—Otra vez dijo que una de las Mamás originarias se había arrojado desde una roca a la corriente del Tungurahua.

—Pobre mujer, ¿por qué haría algo así?

—Acosada por Pedro de Añasco, asolador de ciudades, quien deseaba quitarle la flor y el metal.

— ¿Cuál flor? ¿Qué metal?

—No sé, pero la mujer se ahogó con el peso de ambos, dejándonos huérfanos, según contó Bartolomé.

—Yo trato y trato, pero nada me viene de él. De lo que sí, es que pocos días atrás vino a visitarme uno de mis hijos. Conversó mucho. A la media hora dijo: ‘Vuelvo mañana, Má’ y arrancó con dirección al puerto… Y este es el sol que no lo he vuelto a ver.

—Debió ser Antonio, que tiene negocios de alcohol y pescado en las orillas y se ausenta por semanas enteras revisando las atarrayas tendidas sobre la laguna de Betania.

—Yo creo más bien que era mi hijo Elí, el profeta de tierra fría, porque soñé con unas sandalias salpicadas de escarcha. Es difícil describir su cara o las ropas que llevaba, aunque pienso en una túnica de amarrar al cinto, con una Flor de Lis bordada a la altura del pecho, a lo san Luis Gonzaga. De todas maneras, no es importante. Total, ya nadie se acuerda de una. Me aburro mucho arrastrando esta vejez, ¿sabe?

Hubo un momento en el que Abui dejó de hablar y clavó su mirada turbia en el fondo de la casa. Disgustada, hucheó al perro contra las gallinas que, con pasos calculados, ensuciaban las baldosas recién trapeadas del corredor. El sonido representaba una orden de ataque. Darius, el pastor alemán, saltó desde donde permanecía echado y con ladridos y dentelladas las dispersó. Enloquecidas en su vuelo corto hacia todas las direcciones, las gallinas aterrizaron torpemente sobre sus buches, embadurnándose con el barro del patio. Después de aderezar sus alas atrofiadas, olvidaron la molestia y comenzaron de nuevo a picotear la tierra en busca de larvas, semillas y piedritas de colores, como si la persecución hubiera sido un mal sueño. La vieja volvió a sonreír.

— ¿Cuál era su origen entonces? A ver si le viene una luz a esta mente mía en blanco –inquirió de repente, como recuperada del reguero feliz de plumas rotas.

—Un día, muy anciano ya –comencé a contarle– Bartolomé despertó en el chinchorro relatando esa historia enmarañada en la que las mujeres, preocupadas por la muerte consecutiva de sus hombres, se hallaban bañándose en la laguna de Betania, maquinando fórmulas para procrear sin la ayuda de los machos. Contó que Pinón, el viejo chamán, uno de los únicos varones del clan sobrevivientes a la peste, escuchó la conversación, oculto entre los troncos, e indignado por sus trazas, se transformó en un pez y las fecundó a todas, caldeando el agua del lago con un esperma proveniente de su espina dorsal. Dijo que de esa extraña unión nació Seucy, réplica de las Pléyades, y que, en solo dos días, la niña creció y su pecho plano se ramificó en dos botones oscuros y erectos. Relató que al tercer día, Seucy fue atraída por el vaho de una anaconda enroscada entre las raíces del árbol sagrado del Pijacán, en las profundidades de la selva, y que bajo la sombra de las ramas, la adolescente sintió un hambre y una sed incontrolables. Devoró entonces los frutos maduros del Pijacán con tal ansiedad que el jugo rodó por sus senos, mojándole el ombligo y el sexo, preñándola sin dolor. (Usted, Abui, debería acordarse de cómo él miraba hacia la pared vacía, descansando su pierna buena en la muleta, bruñendo al viento la forma de los animales, de los árboles y del rumor húmedo de la tierra, mientras su muñón bailaba en la tela de la hamaca como la cola de un perro feliz; pero me dice, perdón, que nada de eso viene a su memoria). Seucy dio a luz a Yuruparí, semidiós de naturaleza animal, vegetal y celeste, instaurador de la religión del Sol, aniquilador de un matriarcado de años, dador del poder sobre la música y el fuego, predicador de ritos en los que se usan instrumentos musicales hechos de sus propios huesos y que son vedados a las mujeres. Todo eso contó entre sueños como poseído por la fuerza del yagé.

— ¿Seguro que dijo Seucy, y no María o Eva? —interrogó Abui. Al menos hubiera invocado a Santa Ana. Si mencionó otro nombre, fue el demonio quien le hizo hablar de dientes para afuera y le revolvió la historia sagrada con herejías populares. A ese Pinón, por ejemplo, Bartolomé debió haberle puesto un par de alas y una espada de fuego por arma en la mano derecha. Pero dejemos esas brujerías aparte. Tráigame más bien el libro de oraciones que está sobre el poyo de la ventana y recemos juntos por el alma de ese pobre, no sea que Dios lo haya estacionado en el Purgatorio entre la oscuridad y el quejido, privándolo de su Divino Rostro y necesite de nuestra ayuda para escalar hasta su Sagrada Presencia.

Sin discutir, dejé la mecedora metálica de cordeles plásticos y me encaminé hacia el cuarto de la vieja, castigando el suelo con mis zapatos de charol. El libro no estaba en la ventana, ni debajo de la almohada, ni encima de la cama. Lo encontré con dificultad en uno de los cajones del chifonier. Mis movimientos parecían entorpecidos por la oscuridad del cuarto y la clausura de los muebles. Un olor a ropa guardada, una caricia de tela, golpearon mi memoria. El ropero, donde solía ocultarme en mi niñez para huir de algún castigo y al que me costaba subir, parecía ahora de juguete y las puertas se hallaban atascadas por la deformación de la humedad proveniente del río. El revólver recortado se hallaba intacto como un fósil –aceitado y cargado– dentro de una gaveta falsa incrustada en una de las paredes del armario. La imagen de una liebre estaba esculpida en la cacha de madera del arma. El anhelo de disparar contra la corteza de un árbol me golpeó en arcadas, pero el 32 corto representaba uno de esos objetos prohibidos de la casa a los que nadie tenía acceso y solo el acto de descubrirlo significaba una falta. Lo mismo con los libros de aventuras sobre Ulises y Afrodita en el baúl de remaches, o con el ataúd de ébano que Abui había comprado desde el 58, en plena época de la Violencia, y en el que deseaba ser enterrada una vez Jesús de Nazaret viniera por ella. El cuadro del Juicio Final que colgaba en la cabecera de la cama de la vieja se interpuso entonces como un coágulo de hielo. Deteriorada por el tiempo, la litografía continuaba ahí: La Virgen en la parte superior, con el Niño entre sus brazos, rodeada por una cohorte de ángeles que empujaban al vacío a pecadores desde la nube-trono del Cielo hasta el abismo-fuego-roca del Infierno. Abajo, demonios arrastraban por el cabello a varios condenados que comenzaban a probar el poder abrasador de las llamas sobre sus carnes, mientras en un risco lejano, tres machos cabríos tocaban sus flautas de guadua. La escena no encerraba ni una sola pincelada de Purgatorio o Limbo. No había punto medio en esa condenación: todo era abismo. Ni siquiera una barca donde descansar los huesos en una de las orillas antes de entrar en la niebla total. Con el libro en la mano y un olor a vinagre pegado al cuerpo, salí atemorizado de ese estanque de imágenes. Abui yacía adormecida en la mecedora con un brazo como almohada. Al sentir el taconeo aproximándose, abrió los ojos y se quedó mirando hacia el solar, en donde a esa hora de la tarde las albercas de curtiembres y las cocheras comenzaban a heder bajo el sol perpendicular. No había viento. Los tábanos, insaciables de amoníaco, acosaban a los cerdos contra los barandales, haciéndolos emitir chillidos agudos que parecían de hambre. Abui así lo entendió porque comenzó a calzarse las alpargatas con esa resignación que precedía a sus deberes del hogar.

—Esta es la parte más fresca de la casa –comentó la vieja. El techo es alto, de teja de arcilla, y permite que el aire circule libremente. Las paredes de bahareque, paja y barro pisado retienen el frío de la mañana. El otro corredor, en cambio, está cubierto por láminas de cinc mal dispuestas que multiplican el calor y lo reflejan íntegro sobre la piel. Esos bloques de arena en los muros también ayudan para que la estancia se convierta en un horno de achiras.

Después de anudar su cabello con una cinta, Abui se levantó y caminó hasta el fondo de la casa, en donde se hallaban los baldes del suero, las cáscaras de plátano y los bultos de pelusa. Vertió un poco de los tres en una vasija de peltre y revolvió los ingredientes con sus brazos fláccidos hasta formar una lavaza pardusca. Al olfatear su comida, los chanchos se abalanzaron sobre las canoas a hozar los desperdicios, emitiendo gruñidos cortos de dicha y olvidando la reciente tortura de los insectos. Las pezuñas finas divididas en cuatro, dos uñas calcáreas delanteras y sus dos traseras atrofiadas, no guardaban proporción con el tamaño grasoso de los cuerpos. Así que cuando uno de ellos trataba de tomar ventaja sobre una cáscara, el otro deslizaba estrepitosamente en medio de la porquería del corral, salpicando de excrementos las paredes de la cochera con el impacto de sus costillares contra el cemento. Darius seguía a la vieja en esta labor a cierta distancia, temeroso de recibir un golpe por entrometido, pero confiado en recordarle a Abui que también había llegado la hora de su cena. La mujer se arrastró penosamente hasta una manguera conectada a un estanque elevado. Obtuvo agua succionando un extremo barroso. Lavó la vasija y roció los espinazos y las cabezas de los cerdos, los cuales permanecieron quietos, con sus jetas abiertas hacia el cielo para atrapar algunas gotas en el aire. Al rato, la vieja abandonó la manguera dejando rodar el agua en las raíces de un limonar y se devolvió hasta la cocina para calentar la sopa de hueso del perro. Darius permanecía al acecho con una mezcla de sigilo y ansiedad, como midiendo la distancia que lo separaba del brazo implacable de su ama. La vieja vertió el menjurje en un platón. Cuando la mujer se alejó lo suficiente, el perro se lanzó a lamer a fondo la vasija. Finalizadas las labores, la vieja se sirvió a sí misma una colada de guineo dulce y regresó a la silla mecedora que había dejado minutos atrás.

-- Me gusta este libro. Tiene la letra grande. Es hecho para gente vieja, ¿sabe? Trae salmos cortos y oraciones, y puedo no usar mis gafas rotas, que de todas maneras veo. Quisiera aprovechar, ya que usted está aquí para que me lea en voz alta el 109, que es tan bello.  Abui comenzó a mecerse y a tomar su colada a cucharadas.

Oh, Dios de mi alabanza, no calles; 

Porque boca de impío y boca de engañador se han abierto contra mí; 

Han hablado de mí con lengua mentirosa; 

Con palabras de odio me han rodeado, 

Y pelearon contra mí sin causa. 

En pago de mi amor me han sido adversarios; 

Mas yo oraba. 

Me devuelven mal por bien, 

Y odio por amor. 

Pon sobre él al impío, 

Y Satanás esté a su diestra. 

Cuando fuere juzgado, salga culpable; 

Y su oración sea para pecado. 

Sean sus días pocos; 

Tome otro su oficio. 

Sean sus hijos huérfanos, 

Y su mujer viuda. 

Anden sus hijos vagabundos, y mendiguen; 

Y procuren su pan lejos de sus desolados hogares. 

Que el acreedor se apodere de todo lo que tiene, 

Y extraños saqueen su trabajo. 

No tenga quien le haga misericordia, 

Ni haya quien tenga compasión de sus huérfanos. 

Su posteridad sea destruida; 

En la segunda generación sea borrado su nombre. 

Venga en memoria ante Jehová la maldad de sus padres, 

Y el pecado de su madre no sea borrado. 

Estén siempre delante de Jehová, 

Y él corte de la tierra su memoria, 

Por cuanto no se acordó de hacer misericordia, 

Y persiguió al hombre afligido y menesteroso, 

Al quebrantado de corazón, para darle muerte. 

Amó la maldición, y ésta le sobrevino; 

Y no quiso la bendición, y ella se alejó de él. 

Se vistió de maldición como de su vestido, 

Y entró como agua en sus entrañas, 

Y como aceite en sus huesos. 

Séale como vestido con que se cubra, 

Y en lugar de cinto con que se ciña siempre. 

Sea este el pago de parte de Jehová a los que me calumnian, 

Y a los que hablan mal contra mi alma. 

Y tú, Jehová, Señor mío, favoréceme por amor de tu nombre; 

Líbrame, porque tu misericordia es buena. 

Porque yo estoy afligido y necesitado, 

Y mi corazón está herido dentro de mí.

El clamor de venganza salía del salmo, como el calor recalcitrante que brota de la boca del horno a la hora del bizcocho de achiras. Como para compensar esas palabras abrasadoras dije:

– El proverbio también reza: si tu enemigo cae, no te alegres; si tropieza, no se goce tu corazón.

– Pendejadas, dijo la vieja, tendrán gozo los justos de haber visto venganza. ¡Júzgame Dios acorde a tu justicia! Mis salmos preferidos son los que claman por la destrucción de mis enemigos quienes, aunque numerosos, siempre han resultado invisibles.

Luego la vieja recapacitó y cambió de tema:

– Pero me decía que Bartolomé hablaba constantemente de ellos. Por fortuna está usted aquí para recrearlos en detalle, envueltos en ese pasado que presiento violento.

– Claro, fue muy violento. Es la historia del desplazamiento de los siglos. La ambición por la posesión de la tierra deja muerte. El frijol, la labranza de cacao, el trapiche y las vacas de lechería del Diamante se quedaron atrás cuando vino la violencia. Bartolomé tuvo que huir a caballo con los niños en brazos y algunas gallinas amarradas a las ancas de las bestias. Horas después de haber iniciado el viaje, a Crispín, el hermano de Bartolomé, le dio por devolverse por un saco de maíz que había olvidado en el pilón. Lo atraparon cuando amarraba el grano en su zurrón y le cortaron la cabeza de un tajo. Cuatro días de viaje, la familia lloró aterrorizada por la muerte de Crispín. En algunos trayectos escuchaban ruidos extraños y tenían que desviarse de la trocha. Luego, Bartolomé y usted se refugiaron en este pueblo. Tía Estanislaa les regaló una casita maltrecha en uno de los barrios periféricos para que vivieran. Usted tuvo que enviar a Má y a las niñas a vivir a la casa de Estanislaa para que sobrevivieran al hambre. No había nada que comer en la mesa y nadie le daba trabajo al viejo porque le faltaba una pierna. El orgullo le impedía pedir limosna. Así que se puso a hacer atarrayas en el patio de la casa. Ganó fama de pulido artesano entre los pescadores. Sus uñas creaban redes preciosas. El espacio de los rombos era fino, el cáñamo grueso y la plomada ajustada. Buen pescado caía en ellas.

–- No recuerdo que hiciera chiles de pescar. He visto un cuarto lleno de plomadas tubulares e hilos y pensé que era el dueño anterior de la casa que los había olvidado, dijo la vieja con alivio, como descifrando un enigma que la había mantenido confundida durante años.

–- ¿En qué creía el tal Bartolomé?, preguntó.

–- Adoraba a la Rana, a la Serpiente y al Búho del Alto de los Ídolos. Creía en la resurrección después de la muerte y en la vida del mundo futuro. Purificaba su cuerpo en el Lavapatas. Deseaba que lo enterraran en posición fetal, a siete metros bajo tierra, con una totuma de chicha al lado y con su sombrero de fieltro puesto. Decía que la Anaconda se había librado a su pueblo del hambre, vomitando los frutos acumulados en sus entrañas. Evitaba mirar a los ojos a los bufeos rosados del Río Grande por temor a que le robaran el alma.

– Aclaremos una cosa, antes de que siga sacando esa sarta de barbaridades de la bolsa del recuerdo, interrumpió de nuevo Abui. Hay animales perjudiciales y hay otros de gran estimación y utilidad. Usted me dirá que las gallinas son brutas y representan la estupidez, pero un sancocho sin ellas no es sancocho. La mula puede ser testadura y negligente, pero el arriero no puede arrumar los sacos sin ella. Aunque asociado con lo sucio, del cerdo sale el asado para las fiestas de San Pedro. Pero no es lo mismo respecto a los reptiles y batracios, pues tienen que ver con lo maligno y demoníaco. Las culebras, sapos, renacuajos y aves de rapiña son animales para las supersticiones y ocupan su lugar en las prácticas de brujería, dirigidas a hacerles mal a las personas. Estas y otras inmundicias, símbolo de lo pútrido y de las formas pervertidas, hacen parte de los ungüentos brujiles. Son proporcionados a alguien con la intención de causarle mal en el cuerpo o en el alma. Las culebras pican a los que rozan potreros. La equis, con su color amarillo veteado de negro y uno por en la frente, pudre el pedazo donde clava sus colmillos. La mapaná, ceniza con pintas negras, es tan brava que hay que arrancarle la cabeza para que suelte la carne del cristiano al que ataca. La cobra, de anillos rojos y negros, se atraviesa en los caminos para matar a las crías de las mujeres preñadas. La boa tritura a los terneros en las lagunas, ahogando con sus nudos el berrido. La única buena es la cazadora, porque de ella las otras culebras huyen. De las ranas, tampoco, porque supuran veneno por los poros y causan alucinaciones cuando se lame su espalda. De las hormigas ni hablar. Hay unas a las que les dicen arrieras, de color colorado y su tamaño como un grano de arroz de Castilla. Para espantarlas es necesario poner platones con agua y jabón en las esquinas de la casa al comienzo de las lluvias del verano; de lo contrario, se llevan en filita la carne seca extendida en el perchero de la cocina. Esas y otras lacras son achacadas a esos animales perjudiciales. Así que déjese de ofrendas a divinidades ficticias e inmundas.

Nada enojaba más a la vieja que escuchar herejías. Abui puso el plato vacío sobre sus piernas y desató el lazo que anudaba su cabello con una dignidad fingida. Acarició sus mechones blancos y luego formó con ellos una trenza. Tenía puesto un vestido de tela fina estampado con orquídeas y calzaba unas alpargatas de fique. Sus piernas exhibían las protuberancias de las venas várices como una red de líquenes alimentándose sobre un tronco seco. Su cara era un campo arado.

– Cuénteme más bien cómo perdió el tal Bartolomé la pierna, dijo Abui cambiando el rumbo de una conversación que amenazaba con ser tensa.

– Talando un árbol de caucho negro durante el boom del Putumayo. Los Hermanos Reyes reclutaron una cuadrilla del Huila para explotar el caucho y entre los trabajadores iba Bartolomé. Le hicieron promesas falsas. El sueldo parecía bueno, pero una vez en la selva, los capataces le vendieron a precios altísimos la comida, las herramientas y las municiones. Un machete Collins para hacer las incisiones sobre el tronco del árbol y sacar la savia costaba dos pesos oro. Un hacha podía pasar de los cuatro. Una carabina Winchester, veinte. Y, en cambio, las bolas de caucho recolectadas por los peones eran compradas en las estaciones caucheras a precios irrisorios. Al final, el libro de deudas crecía tanto que los recolectores terminaban siendo esclavos, atrapados en los pagos. Bartolomé entró pronto al círculo de los deudores. Todos los días salía a buscar bosques de Castilla, caminando en medio de un infierno de culebras y mosquitos. Cuando encontraba los árboles, los talaba y les abría grandes incisiones en el tronco con el machete. Dejaba que su savia blanca sangrara sobre una cama de hojas verdes. Después, formaba bolas alargadas de caucho que lavaba en el río. El látex recolectado no cubría la comida, ni los anzuelos de pescar. Bartolomé trató de esforzarse para salir de la deuda. Su ritmo de trabajo se duplicó. El cansancio amenazaba con vencerlo. En una mañana de sol bajo, talaba un jebe. El tronco no cedía. Tiró el hacha con más fuerza. El tallo se reventó en pedazos, lanzando astillas filudas que lo enceguecieron por un instante. Cerrar los ojos le vino bien después de tantos desvelos. El agotamiento hizo lentos sus reflejos. Cuando abrió de nuevo los ojos, el tronco se había venido hacia su lado y casi descansaba sobre su pierna izquierda. La savia del jebe se mezcló con su sangre, formando una viscosidad rosada. Los peones de El Encanto lo encontraron moribundo y lo trasladaron en mantas hasta Florencia. El médico le amputó la pierna.  No pudo nunca más volver a talar. La compañía de Caucho le saldó la deuda y lo envió a casa poco antes de la guerra contra el Perú. Fue tal vez uno de los únicos que salió vivo del sistema de terror de la región. Regresó en muletas a la finca. Luego vino la violencia y lo despojó de los suyos.

– De veras que no recuerdo eso del Putumayo. ¿Dice usted que por entonces yo ya estaba casada con él?

– Sí, eran jóvenes y Bartolomé creía que podía hacer una pequeña fortuna en la selva mientras usted se encargaba de las cosas de la finca. Volvió más miserable que nunca y sin una pierna.

– Pobre hombre. ¿Cuénteme cómo fue su vejez luego de tantas vicisitudes?

– Cuando la virtud es grande, el cuerpo parece agua inmóvil. El viejo era un estanque en calma perfecta cuando hilaba las redes. Tejer los hacía sabios y pacientes. Pero cuando comenzó a enceguecer perdió esa quietud del espíritu que lo mantenía cuerdo. Hacer tantos nudos pequeños de tantas redes de pescar nubló su vista. Invidente, entró despacio en un mundo lleno de marañas y miedos que terminó por enloquecerlo.  Rodeado de tinieblas, no le sabía igual el arroz con manteca que usted hacía y dejaba el sancocho de plátano intacto sobre la mesa. Comenzó a hablar con personas imaginarias y a lanzar insultos contra enemigos invisibles que aparecían en su cabeza. Peleaba con la lora del patio. Él le gritaba: “Pájaro de mierda”, y la lora le respondía: “Viejo puerco, hijueputa”. Bartolomé no era el mismo hombre vigoroso de antes. Miraba su pierna perdida como a un montón de ceniza. Cambió sus muletas de palo por una silla de ruedas. Sus brazos, endurecidos por arrastrar a pulso su muñón durante tantos años, se volvieron flácidos. Su sonrisa de abuelo se llenó de tristeza. Se fue encogiendo como una fruta seca. Su espalda era un rosario de vértebras y huesos. No reconocía a sus hijos cuando iban a visitarlo y no podía entablar una conversación coherente. Un día lo empujé hasta la casa de Samuel, al otro lado del pueblo, por estas calles polvorientas. Hubo un momento en el que una de las ruedas de la silla se atascó en una piedra. El viejo volteó su cabeza, como si me viera, y me dijo, ‘¡Va a matarme o qué! Empújeme con cuidado, pero rápido que me gusta el viento’. Y arrancamos en una sola carrera. Desde atrás alcanzaba a ver que reía. En el éxtasis del paseo, su cabeza se desplomó. Bartolomé murió en la calle sin la unción de los enfermos, pobres y demente, pero en medio de una pequeña explosión de alegría. Lo enterramos como a buen cristiano en un ataúd de roble a menos de dos metros de tierra, sin su sombrero y sin la tinaja. Usted, claro, no debe acordarse de eso, Abui, le dije mirándola a los ojos.

Abui había caído de nuevo, adormecida con el plato vacío en medio de sus piernas. No escuchó el taconeo de mis zapatos de charol, ni la promesa que le hice de regresar mañana. Tampoco percibió la ansiedad enloquecida de Darius. Echado bajo la mesa, el perro esperaba con las orejas en punta el silbido de su ama para atacar de nuevo a las gallinas. Las estúpidas volvían a ensuciar las baldosas recién trapeadas de la casa. Giraban la cabeza para todos los lados, nerviosas, avanzando con una pata congelada en el aire después de la otra, como en cámara lenta.

Por Víctor García-Perdomo

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Eduardo(52171)Hace 14 horas
Extraña pero agradable sensación deja éste escrito.
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