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“Leyes y leyendas”: un capítulo de muestra, una probada del juicio del ron cubano

Siete juicios que cambiaron el mundo, transformados en crónicas que buscan provocar curiosidad por la historia y por los giros insospechados que el derecho y las pasiones humanas generan, eso es Leyes y leyendas, el libro de Víctor Cabezas Albán, abogado y periodista.

Víctor Cabezas Albán- @victordcabezas
05 de diciembre de 2023 - 08:01 p. m.
"Leyes y Leyendas" recorre siete procesos que han cambiado la forma en la que abordamos grandes preguntas como el valor de la vida humana, el peso de la dignidad, las relaciones entre capitalismo, ambientalismo y derechos de los pueblos indígenas, las preguntas sobre la igualdad de género y las diversidades sexuales.
"Leyes y Leyendas" recorre siete procesos que han cambiado la forma en la que abordamos grandes preguntas como el valor de la vida humana, el peso de la dignidad, las relaciones entre capitalismo, ambientalismo y derechos de los pueblos indígenas, las preguntas sobre la igualdad de género y las diversidades sexuales.
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“Hasta perder el juicio: Havana Club, Bacardí y los periplos del ron expropiado por Fidel Castro”

“La prohibición”

La noche del 7 de septiembre de 1934, el capitán Robert Wilmott asistió a la farewell dinner del crucero Morro Castle —un evento especial ofrecido a los pasajeros durante la última noche en alta mar—. Acabada la cena, Wilmott regresó a su habitación y nada más se supo de él. La mañana siguiente fue hallado sin vida por la tripulación. Los reportes dan cuenta de que el capitán Wilmott habría sido víctima de un fulminante paro cardiaco causado, aparentemente, por una severa indigestión. Pero eso nunca se comprobó. Horas después de la muerte del capitán, el Morro Castle ardió en llamas mientras se aproximaba a la costa de Nueva Jersey, a escasas horas de culminar su trayecto y anclar en Nueva York.

Dos días antes del desastre, el Morro Castle partió desde el puerto de La Habana, repleto de turistas que huían al paraíso tropical cubano en búsqueda de sol, música, playas, cabarets y alcohol. Los modernos motores eléctricos del Morro Castle transportaban unas setecientas personas. Había una gran sala de baile, un teatro y una buena variedad de cafés y restaurantes a bordo. La ceremonia de botadura del buque ocurrió en marzo de 1930 y, desde entonces, solo anclaba para los chequeos mecánicos y para recoger nuevos pasajeros, tripulación y provisiones. Sus viajes entre Nueva York y La Habana no paraban.

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Estamos en una época compleja para Estados Unidos. Entre 1929 y 1939, la Gran Depresión sacudía la economía de una clase media que creció como nunca en la historia de la humanidad. Fue el periodo de mayor debacle económico. El sistema bancario se hundió, casi el 25 % de la población activa estaba en desempleo y la productividad cayó a un tercio de sus niveles de 1929.

Además, la debacle se soportaba sin siquiera poder comprar una botella de cerveza fría en el supermercado, pues desde 1920 entró en vigor la enmienda xviii a la Constitución, que instauró la Era de la Prohibición. Desde entonces, la comercialización de alcohol fue ilegal. Esto despedazó la boyante industria de espirituosos de Estados Unidos, pero propulsó otras como, por ejemplo, los cruceros de lujo donde no aplicaba la ley, y donde sí se podía beber. La prohibición fue el combustible para que el Morro Castle no parara de zarpar de Nueva York —tierra restringida para la bebida— a La Habana, una suerte de tierra libre y prometida para quienes gustaban de la copa.

Como todo en la historia se conecta, la saga judicial del ron inicia en la época en que Estados Unidos se quedó sin tragos. El 16 de enero de 1920 se sirvieron las últimas copas legales en los populares y congestionados bares de Nueva York, Chicago, Miami y Los Ángeles. Un último trago sin romper la ley, una última visita a la barra sin mirar atrás, sin temer una multa o, peor, un arresto. Ese corto paraíso de la cerveza fría, burbujeante; ese color, ese olor, esos sabores que acompañaban las tardes después de una jornada extenuante, todo eso que era una cerveza tenía su fecha de expiración, y no estaba dada, precisamente, inscrita la botella, sino en la ley. Los periódicos lo reportaban con un aire de apocalipsis: «Ha llegado el último día, la hora inevitable», escribió The Chronicle. «A medianoche todo lo que era lícito sobre el espíritu que alegra pasó a mejor vida». «Nadie creía que fuera a ocurrir», le cuenta el historiador David Wondrich al New York Times: «La Ley Seca fue un movimiento rural y pueblerino, y la gente de las ciudades estaba resentida. Hasta el final pensaron que habría una salida, y de repente quedó claro que no»[1]. Finalmente, llegó el 17 de enero de 1920. Vender una cerveza en suelo estadounidense era ilegal[2].

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Los movimientos sociales detrás de la prohibición lograron dos cosas impensables: primero, reformar la Constitución de Estados Unidos, que está repleta de candados y necesita que al menos dos tercios de los congresistas se pongan de acuerdo, lo que es muy difícil de lograr por el sistema bipartidista. Pero, además, la enmienda constitucional atacaba una fibra sensible para la sociedad moderna: la embriaguez, la fiesta, el desenfreno. Si en una reunión entre amigos es difícil cortar la provisión de espirituosos, imagine el reto de convencer a un grupo de políticos poderosos, ricos y afines a la parranda de que el alcohol debía ser prohibido.

Detrás de la prohibición estaban mujeres, grupos religiosos y políticos conservadores. Los cristianos, los evangélicos protestantes y ciertos sectores católicos apoyaban la prohibición argumentando que el consumo de alcohol degradaba al ser humano y lo transformaba en un ser con menor capacidad de seguir la palabra de Dios. Los políticos conservadores seguían los lineamientos religiosos, pero además argumentaban motivos de salud pública, impacto en la productividad, accidentalidad, etc. Las mujeres, por su parte, se anotaron una victoria política importante con la prohibición. Ellas visibilizaron una problemática creciente en la sociedad americana de fines del siglo xix e inicios del xx: la violencia doméstica, el abuso sexual, el maltrato infantil y las tensiones económicas que ocasionaba el alcohol en los hombres. La Unión Cristiana de Mujeres por la Templanza —una de las primeras organizaciones feministas religiosas, fundada en 1874— apoyó la prohibición y, con ello, entró con fuerza en el debate público. Un año después, la Unión ya era un grupo fundamental en la búsqueda por instaurar el sufragio femenino.

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Los días anteriores al 17 de enero de 1919, la gente se volcó a las tiendas para abastecerse como mejor pudieran de alcohol. Beber no estaba prohibido. Un bar en casa bien provisionado era legal, siempre que no hubiera comercialización de por medio. Las licorerías vendían lotes enteros de whisky, vodka, champaña y prosecco. La cerveza se agotó. «Era imposible comprar licor suficiente para toda la vida, pero la gente lo intentaba», reseñaba Daniel Okrent, uno de los grandes cronistas de la época de la prohibición[3].

Sin embargo, la ley no doblegó la sed de los norteamericanos. Los cristales se seguían chocando, pero en secreto, bajo tierra. Enormes y sofisticadas estructuras criminales se formaron para contrabandear licor de Canadá, de México y del Caribe. Del vecino del norte se traían botellas europeas. De México, tequila y anisados. Y de las Antillas, ron —la mítica bebida de corsarios y piratas que entraba con fuerza a Estados Unidos—. Las ciudades fueron cooptadas por redes de bares subterráneos a los que los bebedores de confianza entraban diciendo una clave. Estos lugares cuidaban a su clientela y la mantenían hermética para evitar que el cuerpo de agentes federales —prohibition agents— que controlaban el cumplimiento de la xviii enmienda, los aprehendieran. La prohibición quebró casi el 60 % de la próspera industria del alcohol. Yuengling —la más antigua cervecería de Estados Unidos— pasó de las lagers a los helados. Lo mismo hizo Anheuser-Busch. Miller transitó hacia las bebidas gasificadas. Otras hicieron alcohol antiséptico. La mayoría quebró.

Así como hoy ocurre con el narcotráfico, la prohibición del alcohol fue el combustible para el crecimiento vertiginoso de organizaciones criminales. Desde que haya demanda, habrá oferta, dicen los economistas. Y eso pasó, pues vaya que los estadounidenses buscaban un trago. Grandes nombres como Al Capone, Lucky Luciano o Bill Dwyer emergieron en esta era. Diseñaron verdaderas corporaciones alrededor del tráfico de alcohol. Controlaban todo el trayecto: desde la compra en los mercados legales hasta su dispendio en los bares clandestinos de las grandes urbes. En medio, se desató una atroz ola de violencia solo comparable a la que vivió Estados Unidos durante la Guerra Civil. El contrabando golpeó la seguridad de las ciudades y la confianza en la policía cooptada por las mafias. Los índices de criminalidad por el consumo de alcohol bajaron mientras subían los asesinatos y los atentados relacionados con el tráfico de licor.

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Aquí volvemos al Morro Castle. Para quienes preferían tomar un whisky sin regresar a ver quién estaba detrás y sin mirar el reloj, el mercado también adaptó una oferta de cruceros para viajar a lo que un afín al licor bien podía considerar «tierra libre, tierra santa». Los viajes se hacían a México y al Caribe. Sin embargo, por su cercanía con los estadounidenses, sus nexos históricos, su cultura musical, su ron y su fama de pueblo parrandero, el lugar predilecto de la época para el escape era la mayor de las Antillas, Cuba. Nacientes emporios del licor, como Bacardí, invirtieron cientos de miles de dólares en publicidad para atraer a los sedientos estadounidenses a la isla. Aunque la planta embotelladora de Nueva York cerró, Bacardí se reinventó y sacó provecho a la dura época al promocionar su ron como una especie de escape hacia la libertad y con un lema fantástico: «Prohibidos, pero no vencidos».

La Habana se convirtió en el sueño americano durante la Prohibición. Para inicios del siglo xx estamos frente a una de las grandes metrópolis del continente. Una ciudad pujante y cosmopolita, rica, con bares, discotecas, hoteles, restaurantes de primer nivel. Además, la potencia musical de la isla producto de la infusión de ritmos africanos, españoles, ingleses y nativos era un propulsor de la parranda y del derroche de felicidad. Durante la prohibición, La Habana se estaba construyendo como el lugar del desenfreno. Los bares que cerraron en las grandes ciudades de Estados Unidos y sus camareros se instalaron en Cuba, reabriendo con el mismo nombre y mobiliario.

Pero el país donde los bares, casinos y cabarets no cerraban era solo una fachada. Detrás, por supuesto, la isla seguía en manos de regímenes totalitarios, la pobreza extrema era rampante y la gran mayoría de cubanos eran no más que soldados para el mantenimiento de la fiesta perpetua de La Habana.

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Hacia esa isla se dirigía el Morro Castle. El crucero ofrecía viajes semanales entre la capital cubana y Nueva York. Dos días y medio tardaba en el trayecto. Tan pronto el buque zarpaba, la fiesta empezaba. Bien aprovisionado desde Cuba, el Morro Castle traía la mejor gama de licores de la isla. En el catálogo resaltaban dos rones: el Havana Club y el Bacardí, símbolos de lo mejor de la industria licorera cubana y protagonistas de la batalla que trataremos en este capítulo.

El 5 de septiembre de 1934, el Morro Castle partió desde el puerto de La Habana hacia Nueva York. A cargo, el capitán Robert Wilmott. El trayecto era rutinario para la tripulación y para el moderno crucero. Desde que salió del astillero en 1930 —en los años finales de la Prohibición— el buque mantuvo esta ruta a un ritmo casi ininterrumpido. Dos días después de zarpar, llegaría el desastre que aún hoy, después de casi noventa años, se mantiene indescifrado.

La noche del 7 de septiembre debía ser la última que los pasajeros durmieran en el crucero. Para festejarlo, la tripulación del Morro Castle preparó una cena especial. Todos se congregaron en el gran salón para comer, bailar y tomar antes de llegar a Nueva York. Allí estuvo el capitán Robert Wilmott. Cenó y regresó a su habitación. Allí, como ya sabemos, murió. De aquí en adelante, empiezan una serie de eventos curiosos y desafortunados que marcan la tragedia del Morro Castle. Horas después de que Wilmott fuera hallado muerto, se reportó un incendio que se esparcía rápidamente. Nunca se supo dónde se dio o qué o quién activó la chispa inicial que arrasó con uno de los cruceros más modernos de la época.

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Sin capitán y con un incendio expandiéndose rápidamente, la tripulación luchaba por mantener el control del buque, dar las alertas de emergencia y coordinar un eventual desembarque. Todo recrudeció la mañana siguiente. Una tormenta imprevista se interponía en el trayecto del buque malherido. La tripulación —y en particular el subcomandante que tomó el puesto de capitán— no estaban entrenados para afrontar una situación de este calibre. Ni siquiera habían entrenado a los pasajeros en qué hacer frente a un incendio ni a cómo actuar en un desembarque de emergencia. Por si no fuera suficiente, una buena parte de ellos aún veían el fuego externo como una acrobacia mental derivada de la magnífica fiesta y los hartos tragos de la farewell dinner del Morro Castle. La gente estaba borracha o con una aguda resaca. Ya se imaginarán cómo lucía ese desembarque de emergencia.

Finalmente, el fuego consumió al crucero. El desembarque de emergencia de los al menos setecientos pasajeros fue desastroso. Digo «al menos» porque en aquella época los cruceros que iban de Cuba hacia Estados Unidos escondían a polizones en las bodegas de carga que huían de la pobreza y la injusticia reinante en la isla. Los pasajeros saltaban medio calcinados al mar o se tiraban usando tarabitas improvisadas por los cuerpos de rescate. La tripulación no estaba entrenada para una operación de este calibre. Tampoco había suficientes equipos. Mejor dicho, sálvese quien pueda. Tiempo después, se sabría que la mediocridad de la tripulación no era fortuita. Vivían años de explotación a bordo. Escaso o nulo entrenamiento. Insignificantes salarios, inhumanas jornadas y paupérrimas condiciones de vida dentro del buque.

Sobre el capitán Wilmott y su asesinato sabemos muy poco, pero lo que sabemos es asombroso. Años después varios miembros de la tripulación declararon que el capitán sospechaba que alguien planeaba asesinarlo y destruir el crucero. Aunque nunca apuntó a alguien en concretó, sí mencionó que George Rodgers era un «radical peligroso». George White Rodgers, el sospechoso operador de radio del Morro Castle.

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Rodgers estaba encargado de emitir la alarma de emergencia al puerto. Lo hizo treinta minutos tarde, ignorando la urgencia y prácticamente condenando al buque. Pero, además, al operador de radio le gustaba la pirotecnia. En 1929 trabajó en una compañía de cableado en Nueva York que fue severamente afectada por un misterioso incendio que habría sido causado deliberadamente. Después del desastre del Morro Castle, Rodgers fue contratado en el Departamento de Policía del Condado de Bayonne. Allí trabajó con Vincent Doyle, un empleado que permanentemente le increpaba sobre lo ocurrido en el crucero.

Doyle parecía estar acercándose peligrosamente a la verdad. Rodgers atacó. Le envió una caja con un calefactor supuestamente averiado pidiéndole que lo reparase. Cuando Vincent Doyle la abrió, el calefactor explotó. Sobrevivió por pura suerte. George Rodgers fue hallado culpable de tentativa de asesinato. Cumplida su sentencia, salió libre y trató de rehacer su vida. Le pidió un préstamo a William Hummel, un amigo cercano, y cuando tuvo que pagarlo, prefirió asesinarlo a él y a su hija. Por eso volvió a la cárcel en 1954. George White Rodgers murió en la prisión de una hemorragia cerebral. Junto a él, también se esfumó la posibilidad de saber qué pasó con el Morro Castle.

Bacardí, Havana Club y los años dorados

El hundimiento del Morro Castle coincide con la época del fin de la Prohibición, se conecta con el desarrollo industrial del ron en Cuba y con el mantenimiento de su apelativo del cabaret a cielo abierto más grande del mundo. Aunque la Prohibición terminó el 5 de diciembre de 1933, las travesías de los estadounidenses a la isla se mantenían igual de activas. Cuba estaba consolidada. El nivel de inversiones e infraestructura alrededor de la fiesta la blindó más allá de la enmienda xviii. Además, la débil institucionalidad cubana sumada a la corrupción y a la captación del Estado por parte de las mafias estadounidenses hizo que la isla se convirtiera en tierra de nadie y, con eso, un paraíso para todo lo prohibido.

Aquí llegamos al ron. En el siglo xviii los españoles empezaron a cultivar caña de azúcar en las Antillas. Los involucrados en la cosecha del azúcar experimentaron con la melaza y descubrieron que al añejar esa miel negra fermentada en barriles de madera se obtenía un destilado sensacional.

La evolución de la técnica de producción del ron es fascinante. Se nutrió del dominio de las variedades del roble —usado para fabricar las barricas que, a su vez, otorgan firmeza, color, equilibrio—. También implicó que el productor estudiara y entendiera el efecto del paso del tiempo en la bebida, o sea, qué hacían los años en la textura, la fortaleza, la acidez y la dulzura.

El Caribe no tiene la patente de propiedad sobre el ron. Hay un largo debate sobre su origen. Al ser un destilado de caña, sus rastros parecen indicar su origen en la antigua Grecia. Lo que nadie le quita al Caribe es la patente de propiedad sobre el significado social del ron, sobre las leyendas alrededor de esas botellas de cristal. Nadie disputa que el misticismo de la bebida viene de corsarios, piratas y bandidos. Hoy, la industria del ron es fina y portentosa en Venezuela, Colombia, Panamá, Guatemala, Nicaragua, República Dominicana, Puerto Rico, Jamaica. Sin embargo, hay un país que cultivó su tradición con mayor peso histórico: Cuba.

Es la tierra del Havana Club y de Bacardí. Es la sala de invención del Daiquirí, del Cuba Libre y del Mojito. Además, es la bebida oficial de la Revolución Cubana y de la fascinante política que enredó a la pequeña isla con la mayor potencia mundial. Hasta mediados del siglo xix, en Cuba el ron era rudimentario y producido para el consumo interno en los ingenios de azúcar. La historia cambió para siempre en 1862 de la mano de un inmigrante español, Don Facundo Bacardí Masso.

Bacardí

Facundo Bacardí Masso era originario de Barcelona. Junto a sus hermanos, se instaló en Santiago de Cuba, en el sureste de la isla. Allí abrieron una tienda donde vendían de todo: ropa, artículos de ferretería, víveres y licores. Pronto, vieron que la bebida vendía muy bien. Que el calor, la música y la vitalidad cubana se completaban y casi cohabitaban con la bebida.

Con buen olfato, Facundo Bacardí compró una pequeña y semidestartalada destilería habitada por murciélagos —de ahí el distintivo logo de la empresa—. Bacardí la transformó en una pequeña industria del ron. Su objetivo era sofisticarlo y encontrar un método para producirlo con mayor control sobre las variables de color, textura, aroma, fortaleza, notas de sabores, etc. Desarrolló una técnica sin precedentes. Fue pionero en filtrar el ron con carbón vegetal para eliminar impurezas, logró separar dos tipos de destilados con lo que pudo producir una bebida con más carácter y equilibrio. Además, añejó el ron en barricas de roble blanco —de ahí su producto estrella, el ron blanco—.

Bacardí, además, construyó la cultura del ron. La visión de la empresa no se limitaba a producir una bebida, sino a diseñar un estilo de vida alrededor del producto. Podrían ser los precursores del marketing del ron: desde su logotipo, el cuidado de los detalles en la descripción del producto, hasta la construcción del imponente Edificio Bacardí en La Habana, por años el ícono del art déco de América Latina, símbolo del imperio alzado por la familia española en Santiago de Cuba.

Después del fallecimiento de Don Facundo Bacardí en 1886, la historia de la casa mayor del ron mundial está permanentemente influenciada por dos factores: el crecimiento industrial y comercial impresionante que se conjuga con una tensión constante y turbulenta con el poder político.

Y es que los Bacardí tenían vena política. Entre 1880 y 1890, durante los albores del crecimiento de la empresa, Emilio Bacardí —hijo del fundador— fue encarcelado por financiar a los rebeldes en la Guerra de Independencia de Cuba. A fines del siglo xix grupos insurgentes atacaban la autoridad de la Corona Española que mantenía a la isla como un territorio de ultramar, sujeto a las decisiones de Madrid. En 1898, Estados Unidos intervino en apoyo de los insurgentes cubanos y España fue derrotada. Finalmente, con la firma del Tratado de París, la Corona renunció a sus aspiraciones de soberanía sobre Cuba, dando paso a la creación de una nación independiente. Emilio Bacardí fue liberado. Su madre y otros familiares exiliados por la guerra regresaron a una Cuba distinta, lejos del dominio español, pero aún lejos de ser independiente. El apoyo estadounidense no fue gratuito.

La Constitución de la naciente república tendría una cláusula redactada por el mismo Congreso de Estados Unidos y popularmente conocida como la Enmienda Platt. En esencia, Cuba era independiente de todos, menos de Estados Unidos. En lo que fue considerado como un vejamen y casi una humillación para la isla, la Enmienda Platt decía: «(…) el Gobierno de Cuba consiente que los Estados Unidos pueden ejercitar el derecho de intervenir para la conservación de la independencia cubana, el mantenimiento de un Gobierno adecuado para la protección de vidas, propiedad y libertad individual y para cumplir las obligaciones que, con respecto a Cuba, han sido impuestas a los EE. UU.»[4].

Estados Unidos era el motor de la isla y era el hogar del mayor mercado de ron del mundo. Bacardí tenía inversiones allí. De hecho, abrieron una embotelladora en Nueva York. No obstante, la vena política de la familia, sus orígenes y su patriotismo los colocaron en el bando de quienes rechazaban la intervención y abogaban por una independencia plena. En 1901, Emilio Bacardí fue electo alcalde de su ciudad natal, Santiago de Cuba. Sus movimientos en el poder estuvieron marcados por su agenda de liberación definitiva.

A inicios del siglo xx la isla estaba repleta de militares estadounidenses que, acabada la guerra, vigilaban el desarrollo de la nación en un acto intimidatorio y casi premonitorio del rol servil que Washington planificaba para Cuba. Hay leyendas y leyendas sobre el origen del famoso coctel Cuba Libre. Una de ellas dice que en esta época dos estadounidenses abrieron el American Bar en La Habana. Allí se congregaban decenas de militares para terminar el día con un trago de ron. Una de esas tardes, un camarero cubano que estaba experimentando un coctel con Coca Cola, limón y ron Bacardí, se lo ofreció a un oficial. Pruébelo, lo he creado con la nueva bebida gasificada. Pronto, toda la sala lo pidió. Uno de los soldados propuso brindar con el grito de los rebeldes “por Cuba libre”. Esa habría sido la primera ronda de millones que vendrían.

De vuelta a Emilio Bacardí. A pesar de que los rebeldes ganaron y derrotaron a España, en la isla no soplaban aires de libertad. Como alcalde, Emilio prácticamente tenía que compartir el poder con un oficial del ejército estadounidense que cuidaba el orden en la ciudad. Bacardí se enfrentó a los soldados y oficiales que contrariaban su liderazgo en Santiago de Cuba. Cuando terminó su periodo como alcalde, pasó al senado donde fue una figura notable en los esfuerzos por limitar la omnipresencia gringa que, para entonces, ya se veía como un nuevo imperio colonial.

Tan plena e intensa sería su lucha por la liberación de Cuba que, años más tarde, apoyarían a un grupo de rebeldes barbudos que buscaban derrocar a un dictador y traer justicia social y verdadera independencia a la isla.

Havana Club

José Arechabala es el nombre detrás de Havana Club. Él, un inmigrante español, era panadero en el municipio de Gordejuela, en el país vasco antes de llegar a Cuba. Un trabajador tenaz y creativo, Arechabala pasó por la industria del azúcar y por el mundo del comercio. En 1878 fundó una pequeña destilería en honor a su tierra. La Vizcaya, la llamó. Allí desarrolló una receta para destilar ron con éxito rotundo. Encontró su nicho en los rones añejos, por lo que no competía con la bebida blanca que su coterráneo Facundo Bacardí masivamente producía en Santiago de Cuba.

La visión de Arechabala era perfeccionar un ron para un público distinto del que bebía Bacardí. Se trataba de un producto más fino y artesanal, pensado para disfrutar, puro o en las rocas, no en mezclas herbales o gaseosas. Arechabala le introdujo un toque de elegancia y sofisticación a una bebida que, hasta entonces, era de combate popular o, en la versión de Bacardí, un buen trago para esconderse en un coctel.

El crecimiento fue vertiginoso. El pequeño puerto de Cárdenas en la provincia de Matanzas —al otro extremo de Santiago de Cuba— se transformó. A inicios del siglo xx la boyante industria trajo el ferrocarril al pueblo, el puerto se desarrolló, y Arechabala era conocido por ser un empleador justo y preocupado por el bienestar social de la comunidad que influenciaba el naciente emporio. Paulatinamente, Arechabala controló casi todos los insumos necesarios para su ron. Tuvo ingenios azucareros, madereras y hasta una planta de procesamiento de combustible que, curiosamente, fue uno de los mejores negocios, pues durante la Segunda Guerra Mundial, José Arechabala S. A., se convirtió en un importante proveedor de combustible y etanol para el ejército de Estados Unidos.

Aunque la compañía José Arechabala S. A. venía produciendo rones de calidad desde la misma fundación de la destilería La Vizcaya, no es hasta 1934 que en los bares se empiezan a distribuir las botellas de la mítica marca Havana Club. Así, en inglés —porque en español es La Habana—. Una marca triunfadora que evoca la noche y el misticismo de la capital.

En lo político, Arechabala nunca tuvo participación ni en el proceso de independencia ni en las luchas posteriores para la liberación definitiva, como sí ocurrió con los Bacardí. Hay reportes que apuntan a que los Arechabala era afines a Fulgencio Batista, el dictador funcional a las mafias estadounidenses que reinaban en la isla durante la primera mitad del siglo xx. El alejamiento de la política, sin embargo, no los eximiría de jugar un rol en la revolución que estaba por venir. A los nuevos rebeldes les fascinaba el ron Havana Club.

Las rebeldes

La Revolución Cubana solo fue posible gracias al ingenio y a la astucia de las mujeres. Después de estudiar los días en la Sierra Maestra, no me queda ninguna duda de que Fidel Castro y su combo no habrían podido sobrevivir y triunfar sin las estrategias diseñadas por la inteligencia militar femenina. Y eso ocurrió desde el inicio.[5]

La historia me absolverá es, probablemente, la frase insignia de Fidel. Este discurso, que en realidad es alegato judicial, fue presentado por el mismo Castro en un juicio que se le siguió en 1953 por el fallido atentado al Cuartel Moncada —una de las primeras acciones de las nacientes guerrillas revolucionarias que falló—. Pues, el histórico alegato fue escrito por Melba Hernández y Haydee Santamaría, dos rebeldes que asesoraban a Fidel desde los albores de la revolución.

Años después, Fidel Castro y su tropa guerrillera regresaron a Cuba con el plan de tomar el poder mediante una avanzada progresiva por las montañas de la Sierra Maestra. El proyecto era casi suicida. Sin armas, sin equipos entrenados, sin suficientes guerrilleros, la idea de liberar a Cuba mediante ataques a cuarteles del ejército en la Sierra Maestra parecía una locura.

Lo lograron. La estrategia —diseñada en buena medida por las rebeldes— era fantástica. Aprovechando que la región estaba abandonada por el Estado y que los guajiros de oriente padecían toda clase de necesidades, la guerrilla adoptó una conducta intachable frente a ellos. Se ganó su confianza. Cuando había un combate contra el ejército cubano, los protegían; al terminar, casi limpiaban el reguero y trabajaban en minga con el pueblo. Eso hizo que toda una región los estimara y los apoyara con alimentos e información sobre el enemigo.

Otro de los aspectos clave para el triunfo en la Sierra Maestra fue el tratamiento que los rebeldes le dieron a los soldados del ejército. Parte de la estrategia era respetarlos y tratarlos con humanidad, casi con deferencia, al terminar un combate. No los humillaban ni los torturaban, los invitaban a unirse. Sabían que la tropa era pueblo y que ese pueblo estaba descontento con el gobierno pandillero de Batista. Eso aumentó la popularidad de los guerrilleros y facilitó las avanzadas.

Finalmente, un grupo de brillantes mujeres en Santiago de Cuba y en la Sierra Maestra estaban a cargo de las relaciones internacionales y del mercadeo de la revolución —una innovación magnífica en la guerra de guerrillas—. Ellas coordinaban con Nueva York que los mensajes y la misión de la revolución se escucharan entre los jóvenes estudiantes de Columbia o de la Universidad de Nueva York que, en medio de los convulsos años de la posguerra, buscaban venir a luchar por el ideal de justicia social y la paz en Cuba. Lo mismo hacían con París. Así conseguían legitimar la lucha y, de paso, unos dólares que no venían nada mal en medio de la economía de guerra.

Por último, eran unas maestras en el arte del aprovisionamiento. En la clandestinidad cerraban acuerdos con grandes empresas que apoyaban la causa rebelde, transportaban alimentos y municiones clandestinamente a lo más profundo de las montañas; eran la mente detrás de la cadena de suministros de la revolución.

Y también estaban en el campo. El pelotón Mariana Grijales —Las Marianas, como se las conocía— fue uno de los convoyes más estratégicos y trascendentales de la revolución. Con decir que estaban a cargo de la seguridad de Fidel y del círculo más cercano. Esas mujeres que instauraron la inteligencia militar detrás de la guerrilla son muchas: Celia Sánchez, Haydeé Santamaría, Teté Puebla, Melba Hernández, muchas Marianas y Vilma Espín. Ella nos lleva a Bacardí.

La relación entre los revolucionarios y los Bacardí era sólida, cercana, casi de camaradería. La empresa tenía un espíritu rebelde, demostrado en la Guerra de Independencia y consolidado en las luchas de Fidel en la Sierra Maestra.

La boda real

El 1 de enero de 1959 triunfó la Revolución Cubana. El dictador Fulgencio Batista huyó a la República Dominicana y un nuevo orden se instaló en la isla. Durante esos días, Fidel Castro empezó una suerte de caravana nacional desde su natal Santiago de Cuba, hasta La Habana, donde oficializaría la toma del poder. Durante su recorrido, la gente salía a las calles de los pueblos a festejar y esperar el tránsito de Fidel. Había un regocijo nacional. Y en Bacardí también alistaban las botellas para la celebración. Querían mostrar al mundo que eran parte de la revolución: «Gracias al pueblo de Cuba y a la Revolución Cubana. Gracias a vuestro esfuerzo y sacrificio, una vez más se puede decir: «¡Qué suerte tiene el cubano!»», publicarían en muchos periódicos cubanos días después de la victoria. Los giros de la vida. Lo que vendría para Bacardí no se lo habrían creído ni en la peor borrachera.

Regresamos a Vilma Espín. No es difícil imaginar cómo pudo surgir un amor romántico en medio de la revolución. Los días enteros en vigilia, las noches sin dormir, la muerte y la tortura siguiéndoles los pasos, el hambre, los ideales, la montaña. Eso, quizás, hizo que se desarrollare una relación sentimental entre Vilma y Raúl Castro —otro joven revolucionario, hermano de Fidel—. Tampoco es difícil imaginar cómo el júbilo del triunfo y la liberación de Cuba aupó los ánimos de lo eterno e hizo que ambos decidieran casarse días después de la entrada de las tropas guerrilleras a La Habana.

El 26 de enero de 1959 fue el día para la boda, la boda rebelde, como la llamaron los periódicos. Ese día, según reporta el gran estudioso del caso Bacardí, Tom Gjelten,

Santiago acogió el mayor acontecimiento social de la nueva era: Vilma Espín y Raúl Castro, la primera pareja de la revolución, contrajo matrimonio por lo civil en el Rancho Club, un restaurante de moda fundado y copropiedad de Pepín Bosch (un alto ejecutivo de Bacardí). José Espín, ejecutivo y accionista de Bacardí desde hace muchos años, organizó un gran banquete de bodas para su hija y su nuevo marido, adornando el lugar con cientos de flores frescas y suministrando cuarenta cajas de champán. Asistió prácticamente todo el clan Bacardí, incluida la cuñada de Emilio Bacardí, Herminia Cape, de 94 años, hermana menor de su esposa Elvira Cape (…) Cientos de santiagueros acudieron a la cita, al igual que muchos de los compañeros revolucionarios de Raúl, a excepción de su hermano Fidel, que se encontraba en Venezuela en su primer viaje al extranjero desde que asumió el poder. Raúl llegó con su uniforme de guerrillero, boina negra y brazalete del M-26-7, cargado con su pistola 45. (…) La boda fue el punto culminante de la relación entre los Bacardí y los Castro: una hija de la élite santiaguera, profundamente arraigada en el círculo de los Bacardí, unida al propio hermano de Fidel, el hombre que éste designaría como su heredero y sucesor. Los Bacardí y los Castro compartían entonces no sólo sus raíces de clase alta en la provincia de Oriente, sino también su compromiso con una nueva Cuba[6].

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La boda entre Vilma Espín —parte de la dinastía Bacardí— y Raúl Castro marcó el inicio de un periodo problemático y paradójico en el que, por un lado, la empresa y la revolución vivían la cúspide del triunfo del proyecto de liberación de la isla y, por otro, la identidad de ambos estaba por revelarse; nadie sabía, aún, cuál era el plan de Fidel Castro para el ron de Cuba.

Días después de la boda rebelde, José «Pepín» Bosch, gerente general de Bacardí, acudió a La Habana para reunirse con el ministro de Finanzas y entregarle personalmente un pago anticipado de impuestos que bordeaba el medio millón de dólares de la época —una cifra considerable—. Pepín Bosch sabía que los rebeldes estarían cortos de dinero y necesitarían fondos para empezar a gobernar. Al tiempo, Fidel Castro asumió completamente el poder y no cedió ante el pedido de muchos camaradas de tener una transición democrática y empezar la nueva era con elecciones libres. Él quedó encargado mientras arreglaban el país y veían cómo es que lo iban a gobernar, después ya se vería.

Muchos eventos empezaron a quebrar la confianza y el entusiasmo de los Bacardí con la Revolución Cubana: primero, el temple despiadado que demostraron frente a quienes consideraban el enemigo una vez que triunfaron. Los rebeldes, otrora respetuosos del otro, asesinaron extrajudicialmente a cientos de personas acusadas de atentar contra la revolución. Luego, la resistencia a abrir las urnas y tener un juego político limpio. Finalmente, la indefinición del talante democrático del proyecto de Fidel.

Es curioso, pero en un inicio la Revolución no era comunista. Durante los meses siguientes al triunfo, Castro se cansó de repetir una y otra vez que él no era socialista ni comunista y que para allá no iba Cuba. Que Estados Unidos debía alinearse con ellos, aliarse, porque se trataba de la primera revolución no comunista del siglo xx. Y ese mismo discurso lo mantenía con la robusta clase empresarial cubana: «Castro jugó un juego cínico con muchos empresarios cubanos, alentándoles tácitamente a creer que una actitud de colaboración por su parte haría menos probable que el gobierno revolucionario avanzara hacia el socialismo»[7].

Sin embargo, algo en él no cuadraba. El culto a su imagen, su vanidad y la idea de construir un país alrededor de sí mismo era aterrador. Bacardí mantuvo su apoyo al régimen durante los primeros meses de gestión. La ruptura no oficial se dio en un misterioso oficial a Estados Unidos. Tratando de legitimarse en la tierra del capitalismo y de disipar las sospechas alrededor de sus intenciones comunistas, Fidel Castro invitó a Pepín Bosch —el más respetado industrial cubano— a acompañarlo a una visita a Washington. Él primer se negó, pero luego aceptó. Algo pasó en el vuelo, algo vio en Castro que lo hizo fingir un agudo malestar estomacal y huir de la comitiva en cuanto pudo. Luego, vendría lo peor.

Cómo perderlo todo

El giro más abrupto del régimen de Castro, el que definió su carácter y selló su destino, fue la nacionalización de la propiedad privada que empezó en mayo de 1959 —es decir, a cortos cinco meses del triunfo—.

El paso de los años nos ha mostrado que nada distinto se podía esperar del comandante. Cuba vivía una situación profundamente conflictiva con la propiedad privada que solo podía cortarse por dos extremos: una redefinición democrática y participativa del rol de la propiedad privada en la sociedad o una nacionalización sin anestesia. Objetivamente los años de colonia sumados al dominio estadounidense durante la primera mitad del siglo xx convirtieron a Cuba en un feudo. Más de la mitad de las tierras agrícolas estaban a cargo de compañías extranjeras. Casi nueve de cada diez cubanos trabajaban en tierras que no poseían. Esto resultaba en un fraccionamiento social profundo y generaba una injusticia estructural. La tierra agrícola en la isla era especialmente importante, porque el Estado era y es dependiente del cultivo de la caña. Entonces, la economía y el sustento real del gobierno estaba en manos de los ingenios productores del azúcar. Eso no era una democracia ni era una república.

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La ruta de la nacionalización en Cuba fue gradual. A medida que pasaban los meses, las intenciones reales del régimen se develaban[8]. La Ley de Reforma Agraria fue expedida el 17 de mayo de 1959. Esta norma fijó una cuota máxima de cuatrocientas seis hectáreas de tierra por propietario. Cualquier empresa o persona que tuviera más, tendría que cederla al Gobierno. Esa fue la chispa que iluminó el camino que tomaría Fidel. Pronto, los propietarios extranjeros de los ingenios azucareros —que tenían mucho más de cuatrocientas hectáreas de plantaciones— empezaron a gestionar asistencia con sus gobiernos por lo que consideraban un simple y llano asalto a mano armada a su propiedad —nada distinto de un delincuente a mano armada asaltando un banco, eso era, según ellos, el gobierno de Castro—.

Las nacionalizaciones, en general, son aceptables bajo el derecho internacional y ocurren todos los días en todas las sociedades del mundo, incluido Estados Unidos. El interés general prevalece sobre el particular. Si el gobierno necesita construir una carretera para conectar el municipio A con el municipio B y, en medio se encuentra una hacienda ganadera, se puede expropiar la parte proporcional para que la carretera siga su curso. Así se desarrollan los países. Las personas y empresas privadas ceden para el bien del público.

Pero la justificación de los objetivos comunes no es un cheque en blanco para que el Estado robe la propiedad privada. El Derecho Internacional ha desarrollado tres elementos que diferencian una expropiación válida de una expropiación inválida. El primero es la existencia de una ley que avale la incautación y que defina cómo se ejecutará, cuáles serán los criterios de selección de la expropiación, qué derechos tiene el propietario, cuál es el trámite, los plazos, etc. El segundo es la no discriminación. Una expropiación solo es válida si se hace a partir de criterios objetivos. Si se expropia la propiedad judía, o la propiedad de mexicanos o colombianos, la expropiación es ilegal porque parte de un criterio discriminatorio. El tercer elemento para distinguir una expropiación de un robo es la justa, equitativa y oportuna compensación. Si una hacienda es expropiada para que se construya una carretera, el gobierno debe pagarle al dueño el valor razonable y justo de su propiedad. Debe hacerlo rápido y debe hacerlo bien. Si el gobierno toma la hacienda y no paga lo justo —o no paga rápido— la expropiación inmediatamente es inválida bajo el Derecho Internacional.

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En el caso cubano los dos primeros elementos se cumplían. Había una ley —la Ley de Reforma Agraria— y, además, no había, en principio, discriminación. Lo que condenó al proyecto de Castro fue el elemento más crítico de una expropiación: la compensación. Aunque la norma reconocía que los propietarios tenían derecho a ser compensados por la pérdida, la determinación del valor debido era irrisoria: se les pagaría a través de bonos de reforma agraria que serían amortizables a veinte años. En las condiciones de la economía cubana, con el aislamiento, el descalabro de la economía, la devaluación del peso cubano y la dictadura de Castro, esos bonos eran papeles servilleta.

Así, se empezó a escribir la historia de una masiva nacionalización. Después de las tierras, llegó el turno de los medios de comunicación. La Revolución tomó control de la cadena de televisión cmq. Abrir los periódicos se convirtió en un pequeño calvario matutino para los dueños de las compañías cubanas. Cada semana se publicaban nuevas empresas que debían pasar a manos del gobierno. Entre agosto y octubre de 1960, las corporaciones azucareras, de seguros, químicas, mineras, las importadoras de maquinaria y las metalúrgicas fueron expropiadas. Pronto llegó la resolución que nacionalizaba a las refinerías de Shell y Exxon Mobil, después de que se negaran a refinar crudo soviético.

Bacardí y José Arechabala no tardaron en darse cuenta de que Fidel Castro vendría por ellos. En abril de 1960, el Instituto Nacional de Reforma Agraria —la entidad que administraba la expropiación— les pidió una lista de los productos que fabricaban, el volumen de ventas, número de trabajadores y capacidades industriales.

Este es un punto crucial en la historia que marcará la diferencia en el futuro y en los juicios que vendrán: la protección de las marcas. Pepín Bosch sabía que, ante una inminente expropiación, lo único que podrían salvar era ese intangible tesoro que era la palabra Bacardí y el murciélago negro de alas abiertas sobre un fondo rojo, símbolos mundialmente conocidos. Si perdían la planta de ron, pero no la marca, no todo estaba perdido. Por eso, Bosch empezó una labor sin cuartel y sin descanso para asegurar que las marcas se salvaran en Estados Unidos. Para ese punto, estaba vigilado y sabía que ya no era un hombre libre. Mediante una discreta correspondencia, envió los documentos marcarios de Bacardí a sus abogados en Nueva York para que adelantaran todos los trámites de resguardo, que no quedara duda del nombre del dueño de la marca en el mundo. Asegurada la propiedad intelectual, Pepín Bosch preparó sus maletas sabiendo que, probablemente, nunca más regresaría a Cuba. Visitó a su abogado en las oficinas del icónico edificio de la empresa en La Habana. «Seguimos nosotros», le dijo. Luego partió hacia Miami con su esposa.

Llegó la mañana del 14 de octubre de 1960. En la radio, un locutor leía: «Grupo A: Compañía Azucarera Yatefas, Compañía Azucarera Fidelidad, S. A., Azucarera Oriental San Ramón, S. A. (…). Grupo B: Compañía Destiladora San Nicolás, S. A., José Arechabala, S. A.». [9]

Como si nada, la orden que era un segundo en radio terminó la historia de décadas de los Bacardí y los Arechabala. Después solo vino la violencia. Militares armados acudieron a las fábricas y oficinas en Santiago de Cuba, La Habana y Cárdenas. Se presentaron con el papel que anunciaba la expropiación, pedían las llaves y a punta de pistola expulsaban a los ejecutivos. En contados minutos, se perdió todo.

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Salvar lo que queda

El destierro llegó y llevó a los Bacardí y a los Arechabala por caminos distintos. Desde mucho antes de la Revolución, la compañía de ron Bacardí se expandió por fuera de las fronteras cubanas. Tenía un liderazgo más sofisticado y ambicioso. Tenían plantas en México y en las Bahamas, así como oficinas en Estados Unidos. Eso le daba un temple global que le ayudó a recuperarse con relativa rapidez de los cañones mortales de la revolución que ellos mismos ayudaron a cargar. Bacardí despegó, finalmente, construyendo una mega planta productora de ron en el municipio de Cataño, Puerto Rico. Esa isla fue el lugar perfecto para reconstruir el futuro de la marca. Tenía el misticismo del Caribey la seguridad de Estados Unidos. Una expropiación en Puerto Rico difícilmente sucedería.

Los Arechabala, en cambio, manejaron su industria sin ambiciones más allá de Havana Club. Era una empresa más pequeña y parroquial, a pesar de la grandeza de su marca. Eso marcó la diferencia con Bacardí. Como José Arechabala S. A. no tenía operaciones en el extranjero, sus conexiones con abogados y financieros de fuera era limitada. Esto hizo que no estuvieran listos para una partida medianamente organizada que, en cambio, Pepín Bosch —un industrial de mundo— sí previó. El punto más crítico, las valiosas marcas de Havana Club, fueron abandonadas. Esto ocasionó que ningún Arechabala continuará la producción de ron. Sin fondos y sin un aliado estratégico, la marca quedó en el olvido. Eso, obviamente, fue aprovechado por el nuevo dueño: Fidel quería que la mítica Havana Club saliera de los puertos cubanos hacia Europa, esta vez, como una marca completamente revolucionaria.

Sin marca y sin fondos, los Arechabala se dispersaron. Algunos fueron a España, otros a Filadelfia. Finalmente, varios se reencontraron en Miami donde se dedicaron al negocio de la compraventa de vehículos. Havana Club, para ellos, era historia. Eso, hasta que veinte años después se reencontraron con Fidel Castro a quien hoy acusarían de haberles robado su patrimonio. Se reencontrarían, además, en las cortes del paraíso tropical del capitalismo: Miami. Allí, Fidel sería forzado a litigar sobre la propiedad del Ron, el premio mayor del patrimonio gastronómico cubano.

[1] Harlan, J. (1.° de enero del 2020). «100 Years Ago, the Booziest January Suddenly Dried Up

In 1920, Prohibition went into effect, but America partied on». New York Times. Consultado el 3 de agosto del 2023. Disponible en: https://www.nytimes.com/2020/01/01/us/100–years–ago–the–booziest–january–suddenly–dried–up.html (El aparte citado es una traducción del autor).

[2] Véase Rumbarger, J.J. (1989). Profits, Power, and Prohibition: Alcohol Reform and the Industrializing of America, 1800-1930. Albany: State University of New York Press. Miron, J. A. & Zwiebel, J. (1991). Alcohol Consumption During Prohibition. Cambridge: National Bureau of Economic Research. Blocker, J.S.,Jr. (2006). «Did prohibition really work? Alcohol prohibition as a public health innovation». American journal of public health 96(2): 233-243.

[3] Harlan, J. (1.° de enero del 2020). «100 Years Ago, the Booziest January Suddenly Dried Up. In 1920, Prohibition went into effect, but America partied on». New York Times. Consultado el 3 de agosto del 2023. Disponible en: https://www.nytimes.com/2020/01/01/us/100–years–ago–the–booziest–january–suddenly–dried–up.html

[4] National Archives. «Platt Amendment (1903)», 15 de septiembre de 2021. https://www.archives.gov/milestone-documents/platt-amendment.

[5]Perrottet, T. (2020). Cuba Libre: Cómo una banda de guerrilleros autoentrenados derrocó a un dictador y cambio la historia del mundo. Estados Unidos: Dreamscape Media.

[6]Gjelten,T. (2009). Bacardi and the Long Fight for Cuba. Estados Unidos: Penguin Books. p. 209. (El aparte citado es una traducción del autor)

[7] Ibid. p. 221. (El aparte citado es una traducción del autor).

[8] Véase Allison, R. C. (1961). «Cuba’s Seizures of American Business». American Bar Association Journal 47(1): 48-51. Rodriguez, J. (2018). «Resolving Legal Claims Between the United States And Cuba: Applying International Law Where Diplomacy Alone Falls Short». South Carolina Journal of International Law and Business 14(2):143-248. Travieso-Diaz, M.F.(1995). «Some Legal and Practical Issues in the Resolution of Cuban Nationals’ Expropriation Claims Against Cuba». University of Pennsylvania Journal of International Law 16(2):217-258.

[9] Gjelten,T. (2009). Bacardi and the Long Fight for Cuba. Estados Unidos: Penguin Books. p. 209. (El aparte citado es una traducción del autor)

Por Víctor Cabezas Albán- @victordcabezas

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