Libro “Decapitados”: Colombia, el puño que resiste
Fragmento sobre nuestro país en la nueva obra del historiador español Peio Riaño, que analiza el movimiento global contra los monumentos a racistas, esclavistas e invasores. En librerías bajo el sello Ediciones B.
Peio H. Riaño * / Especial para El Espectador
La reclamación siempre es la misma: más justicia, menos monumentos. Pronto descubriremos lo que escribió, en 1940, Walter Benjamin y abriremos los ojos a quienes no quieren ver. En “Sobre el concepto de historia”, en la tesis séptima, aclara que los bienes culturales no pueden contemplarse “sin espanto”. Benjamin propone una mirada histórica a contrapelo, que desvele que la existencia de cualquier creación cultural “debe su existencia no sólo al esfuerzo de los grandes genios que los han creado, sino a la servidumbre anónima de sus contemporáneos”. Y concluye: “No hay un solo documento de cultura que no sea a la vez de barbarie”. (Recomendamos: En Bogotá la mayoría de los ciudadanos piensa que los monumentos no los representan).
Ante el patrimonio monumental impuesto, la ciudadanía colombiana reclama un relato en el que las sociedades del presente y del futuro eviten menospreciar la dignidad de los pueblos agredidos ni faltar a la verdad de la historia. La memoria impuesta no es un patrimonio común. Tanto una como otro son espacios en disputa que se resignifican continuamente, porque la cultura es una construcción social en permanente cambio. El pasado no se puede modificar, pero se puede leer desde puntos de vista muy variados. Los vencedores no lo leen como los vencidos y estos no son los que se apropian de las calles para lanzar su mensaje. (Más: Las razones de los indígenas para derribar la estatua de Gonzalo Jiménez de Quesada, el fundador de Bogotá).
En 2021 la población colombiana ha derribado muchos monumentos en varias protestas. La mayoría de los caídos son conquistadores españoles. Los misak se plantaron ante la estatua del sangriento militar español Sebastián de Belalcázar para reconocerse y reivindicarse como los herederos de los que no pudo matar hace más de cinco siglos. El pueblo originario fue convertido en pueblo superviviente, y su legado, extirpado y estigmatizado. Quinientos años después, en Colombia ha sucedido una reparación pendiente. (El Nobel José Saramago y su visión de la historia contada por los indígenas).
Muchos homenajes inexplicables en la calle colapsaron en 2021 ante la ira de todos los herederos supervivientes a las matanzas hispánicas y víctimas del racismo institucional del país. A pesar de nuestro miedo a perderla, la memoria nunca desaparece. Sólo en el primer trimestre de este año fueron asesinados doce líderes indígenas, según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), que investiga sobre la violencia contra los defensores de los Derechos Humanos.
Con estos asesinatos, en los tres primeros meses del año se le arrebató la vida a un total de 40 líderes sociales. Colombia vive una ola de masacres que repercute en todo símbolo que incida en los privilegios de unos y el sometimiento de otros. Frente a quienes aseguran que todos estos siglos es tiempo suficiente para olvidar los hechos que subyugaron al pueblo indígena y para “avanzar” sin resentimiento ni odio, los manifestantes se levantan contra quienes piensan que las víctimas son las que impiden el “progreso” del país con sus reclamaciones de igualdad y libertad.
Se juntan y reivindican que no son las víctimas las que deben olvidar, sino los privilegiados quienes tendrían que pedir perdón y colaborar en la reparación de una sociedad desequilibrada desde hace cientos de años. Hacer desaparecer de la vía pública los símbolos del sometimiento que ofenden y agreden sería un paso importante para mostrar la voluntad política de reconstrucción.
Ante la negación de las autoridades a revisar los homenajes que falsean la historia, el pueblo se ha levantado contra quienes persiguen, niegan y excluyen del relato del país el legado indígena. La lengua es otro elemento simbólico de enfrentamiento entre los supervivientes prehispánicos y los hinchas prohispánicos, que se jactan de haber “respetado” la diversidad lingüística de Colombia y animan con ironía a renunciar a la lengua oficial del país, el castellano, para entregarse a todas esas lenguas que han invisibilizado, como si los privilegios institucionales permitieran otra fórmula que no fuera la privilegiada; como si la exclusión respetara la disidencia.
Colombia ha emprendido un proceso de desmonumentalización que Canadá tomó como referente después de que descubrieran más de mil tumbas en un antiguo internado para niños indígenas. En su mayoría, fueron asesinados por sacerdotes. Cayeron estatuas por todo el país y la población puso fin a los homenajes contra aquellas aberraciones católicas.
Isabel la Católica y Cristóbal Colón tampoco sobrevivieron en Bogotá. Las autoridades decidieron retirar de madrugada ambas figuras para evitar el desplome a la luz del día. Las mandaron a los almacenes del ferrocarril. Arrumadas en unas vías, envueltas en plásticos. En Barranquilla, Colón fue sustituido por una bandera wiphala y su cabeza decapitada fue arrastrada por el asfalto de la calle Murillo. El video de las dos personas que tiraban de ella con unas maromas se hizo viral.
Estos movimientos revivían el derribo en 2004 de la estatua de Colón en Caracas, una de las primeras en caer. Estaba ubicada en el centro de la capital de Venezuela, sobre un pedestal de diez metros de altura, hasta que el doce de octubre de ese año un millar de personas, integrantes de varias organizaciones populares como Proyecto Nuestra América, Anmcla y Colectivo Calle y Medio, la tiraron al suelo con cuerdas.
Así celebraban el recién proclamado, en 2002, Día de la Resistencia Indígena, en honor a los indígenas que “lucharon contra el imperialismo español, por casi 100 años”. En menos de un minuto la escultura se vino abajo. El alcalde, Freddy Bernal, aseguró que estaban dispuestos a reescribir la historia porque rechazaban los honores a Colón, “pero eso es una cosa y la anarquía es otra”. Bernal aceptó la solicitud que le hicieron los pueblos originarios para reemplazar todos los monumentos dedicados a Colón por otros del cacique Guaicaipuro. Hasta 2015 no se cumplió con la petición.
“Vandalismo es lo que hizo Cristóbal Colón cuando pisó nuestro continente con su carga de maleantes que asesinaron, violaron, ultrajaron y transmitieron enfermedades venéreas a nuestros ancestros, que hasta ese momento vivían en paz sin perjudicar a nadie, sin más preocupación que su diario vivir... No cuestionamos el encuentro entre dos mundos, pero no perdonamos el genocidio más grande de la humanidad, que sin ninguna necesidad se llevó a cabo y que nos duele como venezolanos y bolivarianos que somos, lloramos la sangre vilmente derramada de nuestros indígenas. Es estremecedor escudriñar la historia, que aunque la han disfrazado no deja de ser escalofriante cuando entramos en el tema de la Colonización”, rezaba el comunicado de los tres grupos que se hacían responsables del derribo.
Recordaban que los “delitos de lesa humanidad cometidos hace más de 500 años no han prescrito, por lo que consideramos que la deuda no tiene maneras de ser resarcida, razón por la cual el acto de derribar es insignificante al compararlo con todos los crímenes y daños ocasionados a nuestros pueblos (toda América Latina) y esto es apenas el comienzo de una serie de acciones”.
Contra los monumentos que impugnan, pedestales que se vacían. Las protestas en Colombia, que comenzaron el 28 de abril de 2021, también acabaron con la estatua de Sebastián de Belalcázar en Cali. El movimiento de Autoridades Indígenas del Sur Occidente declaró que lo tumbaron “en memoria de nuestro cacique Petecuy, quien luchó contra la Corona española, para que hoy sus nietos y nietas sigamos luchando para cambiar este sistema de gobierno criminal que no respeta los derechos de la madre tierra”.
En Bogotá también cayó el monumento a Gonzalo Jiménez de Quesada, fundador de la ciudad. El derribo de estas esculturas obligó al Instituto Distrital de Patrimonio Cultural de Bogotá a convocar nueve mesas de diálogo sobre los monumentos y su representación. Participaron cerca de 170 personas y entre sus conclusiones hubo consenso en “ampliar el relato de lo patrimonial”. Además, asumieron que los debates clausurados “no existen”, así como el diseño del espacio público tampoco es una cuestión exclusiva de los expertos.
En el marco de las protestas incluidas en el paro nacional colombiano, la figura del político Jorge Eliécer Gaitán, asesinado en 1948, ha estado presente en las calles, en pancartas, en camisetas, en grafitis, y ha sido adoptada por los movimientos populares que se han declarado en rebeldía como símbolo de lucha. Gaitán contra Colón. “Somos los nietos de Gaitán”, rezaba uno de los grafitis aparecidos en los muros. Su monumento en Bogotá fue resignificado por completo: pintaron de amarillo el busto del líder del Partido Liberal y su pedestal, de azul y rojo, formando la bandera tricolor colombiana.
Hasta el momento se ha consumido el relato histórico de manera pasiva, pero Colombia ha decidido participar en ella y cuestionar las narrativas canónicas y hegemónicas. Los manifestantes derribaron muchas, recuperaron otras y reflexionan sobre cuáles inaugurar. Es el caso del Monumento a la Resistencia, erigido en junio de 2021 por varios autores en Santiago de Cali, que representa la mano de Kay Kimi Krachi, dios maya de la batalla. Es un brazo de trece metros de altura que emerge de la tierra y cuya mano agarra un cartel con la palabra “Resiste”.
La decoración no se olvida de los nombres de las personas asesinadas por la brutalidad policial durante las protestas de este año contra la reforma tributaria propuesta por el Gobierno de Iván Duque. Algunos manifestantes llamaron a la comunidad a que donara materiales para la construcción del monumento y en dos semanas —con turnos de veinticinco personas trabajando ocho horas— levantaron el puño de la resistencia.
Cuentan que la idea surgió en una partida de ajedrez entre miembros de la primera línea de Puerto Resistencia, que realizaron el monumento popular en homenaje a las víctimas de la protesta con materiales reciclados y base de cemento. Tumbar monumentos es pensar la historia, pero sobre todo reconstruir el espacio público. Esa ha sido una de las demandas fundamentales de los pueblos excluidos en los monumentos erigidos por los privilegiados: formar parte del debate, que su voz se tenga en cuenta en la sociedad colombiana contemporánea y que la historia hegemónica sea revisada y atienda su existencia.
* Peio Riaño es autor de otros libros como Conductas envenenadas y Las invisibles. También es periodista, actualmente trabaja en elDiario.es y en el programa “La aventura del saber”, de RTVE. Este texto se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Ediciones B.
La reclamación siempre es la misma: más justicia, menos monumentos. Pronto descubriremos lo que escribió, en 1940, Walter Benjamin y abriremos los ojos a quienes no quieren ver. En “Sobre el concepto de historia”, en la tesis séptima, aclara que los bienes culturales no pueden contemplarse “sin espanto”. Benjamin propone una mirada histórica a contrapelo, que desvele que la existencia de cualquier creación cultural “debe su existencia no sólo al esfuerzo de los grandes genios que los han creado, sino a la servidumbre anónima de sus contemporáneos”. Y concluye: “No hay un solo documento de cultura que no sea a la vez de barbarie”. (Recomendamos: En Bogotá la mayoría de los ciudadanos piensa que los monumentos no los representan).
Ante el patrimonio monumental impuesto, la ciudadanía colombiana reclama un relato en el que las sociedades del presente y del futuro eviten menospreciar la dignidad de los pueblos agredidos ni faltar a la verdad de la historia. La memoria impuesta no es un patrimonio común. Tanto una como otro son espacios en disputa que se resignifican continuamente, porque la cultura es una construcción social en permanente cambio. El pasado no se puede modificar, pero se puede leer desde puntos de vista muy variados. Los vencedores no lo leen como los vencidos y estos no son los que se apropian de las calles para lanzar su mensaje. (Más: Las razones de los indígenas para derribar la estatua de Gonzalo Jiménez de Quesada, el fundador de Bogotá).
En 2021 la población colombiana ha derribado muchos monumentos en varias protestas. La mayoría de los caídos son conquistadores españoles. Los misak se plantaron ante la estatua del sangriento militar español Sebastián de Belalcázar para reconocerse y reivindicarse como los herederos de los que no pudo matar hace más de cinco siglos. El pueblo originario fue convertido en pueblo superviviente, y su legado, extirpado y estigmatizado. Quinientos años después, en Colombia ha sucedido una reparación pendiente. (El Nobel José Saramago y su visión de la historia contada por los indígenas).
Muchos homenajes inexplicables en la calle colapsaron en 2021 ante la ira de todos los herederos supervivientes a las matanzas hispánicas y víctimas del racismo institucional del país. A pesar de nuestro miedo a perderla, la memoria nunca desaparece. Sólo en el primer trimestre de este año fueron asesinados doce líderes indígenas, según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), que investiga sobre la violencia contra los defensores de los Derechos Humanos.
Con estos asesinatos, en los tres primeros meses del año se le arrebató la vida a un total de 40 líderes sociales. Colombia vive una ola de masacres que repercute en todo símbolo que incida en los privilegios de unos y el sometimiento de otros. Frente a quienes aseguran que todos estos siglos es tiempo suficiente para olvidar los hechos que subyugaron al pueblo indígena y para “avanzar” sin resentimiento ni odio, los manifestantes se levantan contra quienes piensan que las víctimas son las que impiden el “progreso” del país con sus reclamaciones de igualdad y libertad.
Se juntan y reivindican que no son las víctimas las que deben olvidar, sino los privilegiados quienes tendrían que pedir perdón y colaborar en la reparación de una sociedad desequilibrada desde hace cientos de años. Hacer desaparecer de la vía pública los símbolos del sometimiento que ofenden y agreden sería un paso importante para mostrar la voluntad política de reconstrucción.
Ante la negación de las autoridades a revisar los homenajes que falsean la historia, el pueblo se ha levantado contra quienes persiguen, niegan y excluyen del relato del país el legado indígena. La lengua es otro elemento simbólico de enfrentamiento entre los supervivientes prehispánicos y los hinchas prohispánicos, que se jactan de haber “respetado” la diversidad lingüística de Colombia y animan con ironía a renunciar a la lengua oficial del país, el castellano, para entregarse a todas esas lenguas que han invisibilizado, como si los privilegios institucionales permitieran otra fórmula que no fuera la privilegiada; como si la exclusión respetara la disidencia.
Colombia ha emprendido un proceso de desmonumentalización que Canadá tomó como referente después de que descubrieran más de mil tumbas en un antiguo internado para niños indígenas. En su mayoría, fueron asesinados por sacerdotes. Cayeron estatuas por todo el país y la población puso fin a los homenajes contra aquellas aberraciones católicas.
Isabel la Católica y Cristóbal Colón tampoco sobrevivieron en Bogotá. Las autoridades decidieron retirar de madrugada ambas figuras para evitar el desplome a la luz del día. Las mandaron a los almacenes del ferrocarril. Arrumadas en unas vías, envueltas en plásticos. En Barranquilla, Colón fue sustituido por una bandera wiphala y su cabeza decapitada fue arrastrada por el asfalto de la calle Murillo. El video de las dos personas que tiraban de ella con unas maromas se hizo viral.
Estos movimientos revivían el derribo en 2004 de la estatua de Colón en Caracas, una de las primeras en caer. Estaba ubicada en el centro de la capital de Venezuela, sobre un pedestal de diez metros de altura, hasta que el doce de octubre de ese año un millar de personas, integrantes de varias organizaciones populares como Proyecto Nuestra América, Anmcla y Colectivo Calle y Medio, la tiraron al suelo con cuerdas.
Así celebraban el recién proclamado, en 2002, Día de la Resistencia Indígena, en honor a los indígenas que “lucharon contra el imperialismo español, por casi 100 años”. En menos de un minuto la escultura se vino abajo. El alcalde, Freddy Bernal, aseguró que estaban dispuestos a reescribir la historia porque rechazaban los honores a Colón, “pero eso es una cosa y la anarquía es otra”. Bernal aceptó la solicitud que le hicieron los pueblos originarios para reemplazar todos los monumentos dedicados a Colón por otros del cacique Guaicaipuro. Hasta 2015 no se cumplió con la petición.
“Vandalismo es lo que hizo Cristóbal Colón cuando pisó nuestro continente con su carga de maleantes que asesinaron, violaron, ultrajaron y transmitieron enfermedades venéreas a nuestros ancestros, que hasta ese momento vivían en paz sin perjudicar a nadie, sin más preocupación que su diario vivir... No cuestionamos el encuentro entre dos mundos, pero no perdonamos el genocidio más grande de la humanidad, que sin ninguna necesidad se llevó a cabo y que nos duele como venezolanos y bolivarianos que somos, lloramos la sangre vilmente derramada de nuestros indígenas. Es estremecedor escudriñar la historia, que aunque la han disfrazado no deja de ser escalofriante cuando entramos en el tema de la Colonización”, rezaba el comunicado de los tres grupos que se hacían responsables del derribo.
Recordaban que los “delitos de lesa humanidad cometidos hace más de 500 años no han prescrito, por lo que consideramos que la deuda no tiene maneras de ser resarcida, razón por la cual el acto de derribar es insignificante al compararlo con todos los crímenes y daños ocasionados a nuestros pueblos (toda América Latina) y esto es apenas el comienzo de una serie de acciones”.
Contra los monumentos que impugnan, pedestales que se vacían. Las protestas en Colombia, que comenzaron el 28 de abril de 2021, también acabaron con la estatua de Sebastián de Belalcázar en Cali. El movimiento de Autoridades Indígenas del Sur Occidente declaró que lo tumbaron “en memoria de nuestro cacique Petecuy, quien luchó contra la Corona española, para que hoy sus nietos y nietas sigamos luchando para cambiar este sistema de gobierno criminal que no respeta los derechos de la madre tierra”.
En Bogotá también cayó el monumento a Gonzalo Jiménez de Quesada, fundador de la ciudad. El derribo de estas esculturas obligó al Instituto Distrital de Patrimonio Cultural de Bogotá a convocar nueve mesas de diálogo sobre los monumentos y su representación. Participaron cerca de 170 personas y entre sus conclusiones hubo consenso en “ampliar el relato de lo patrimonial”. Además, asumieron que los debates clausurados “no existen”, así como el diseño del espacio público tampoco es una cuestión exclusiva de los expertos.
En el marco de las protestas incluidas en el paro nacional colombiano, la figura del político Jorge Eliécer Gaitán, asesinado en 1948, ha estado presente en las calles, en pancartas, en camisetas, en grafitis, y ha sido adoptada por los movimientos populares que se han declarado en rebeldía como símbolo de lucha. Gaitán contra Colón. “Somos los nietos de Gaitán”, rezaba uno de los grafitis aparecidos en los muros. Su monumento en Bogotá fue resignificado por completo: pintaron de amarillo el busto del líder del Partido Liberal y su pedestal, de azul y rojo, formando la bandera tricolor colombiana.
Hasta el momento se ha consumido el relato histórico de manera pasiva, pero Colombia ha decidido participar en ella y cuestionar las narrativas canónicas y hegemónicas. Los manifestantes derribaron muchas, recuperaron otras y reflexionan sobre cuáles inaugurar. Es el caso del Monumento a la Resistencia, erigido en junio de 2021 por varios autores en Santiago de Cali, que representa la mano de Kay Kimi Krachi, dios maya de la batalla. Es un brazo de trece metros de altura que emerge de la tierra y cuya mano agarra un cartel con la palabra “Resiste”.
La decoración no se olvida de los nombres de las personas asesinadas por la brutalidad policial durante las protestas de este año contra la reforma tributaria propuesta por el Gobierno de Iván Duque. Algunos manifestantes llamaron a la comunidad a que donara materiales para la construcción del monumento y en dos semanas —con turnos de veinticinco personas trabajando ocho horas— levantaron el puño de la resistencia.
Cuentan que la idea surgió en una partida de ajedrez entre miembros de la primera línea de Puerto Resistencia, que realizaron el monumento popular en homenaje a las víctimas de la protesta con materiales reciclados y base de cemento. Tumbar monumentos es pensar la historia, pero sobre todo reconstruir el espacio público. Esa ha sido una de las demandas fundamentales de los pueblos excluidos en los monumentos erigidos por los privilegiados: formar parte del debate, que su voz se tenga en cuenta en la sociedad colombiana contemporánea y que la historia hegemónica sea revisada y atienda su existencia.
* Peio Riaño es autor de otros libros como Conductas envenenadas y Las invisibles. También es periodista, actualmente trabaja en elDiario.es y en el programa “La aventura del saber”, de RTVE. Este texto se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Ediciones B.