Lilly Bleier de Ungar, la superviviente que se entregó a los libros
La austríaca, quien falleció el domingo 1 de enero, llegó a Colombia con su padre y su hermana melliza en 1939 para huir del nazismo. Años más tarde, pasó a dirigir la Librería Central junto con su esposo Hans Ungar.
Danelys Vega Cardozo
Esta es una historia que guarda relación con muchas otras. Con aquellas que escaparon del terror y del derramamiento de sangre que podría causar su origen judío. Fue la historia de Hannah Arendt, Theodor Adorno, Albert Einstein y Sigmund Freud, entre otros. Un día de 1938, Lilly Bleier de Ungar pasó a ser parte de esa lista, en la que figuran no tanto los exiliados por cuenta del nazismo, sino más bien los supervivientes. Aquellos que decidieron continuar con su vida y resignificar su sufrimiento, porque, como diría Edith Eger, otra superviviente, “el sufrimiento es universal. Sin embargo, el victimismo es opcional”.
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Esta es una historia que guarda relación con muchas otras. Con aquellas que escaparon del terror y del derramamiento de sangre que podría causar su origen judío. Fue la historia de Hannah Arendt, Theodor Adorno, Albert Einstein y Sigmund Freud, entre otros. Un día de 1938, Lilly Bleier de Ungar pasó a ser parte de esa lista, en la que figuran no tanto los exiliados por cuenta del nazismo, sino más bien los supervivientes. Aquellos que decidieron continuar con su vida y resignificar su sufrimiento, porque, como diría Edith Eger, otra superviviente, “el sufrimiento es universal. Sin embargo, el victimismo es opcional”.
El regalo de Bleier fueron los libros. Un obsequió que no hizo sola, sino con Hans Ungar, su compañero de vida hasta el 2004, año en que él falleció. Con aquel hombre compartió el gusto por la lectura, sobre todo con la que provenía de los libros físicos, porque a él eso de lo digital no es que le fascinara tanto. “¿Quién puede acostarse con un computador?”, solía decirle su esposo, como lo relató Bleier para El Heraldo. Entonces, vivieron entre libros, entre los que se destacaban los de literatura, filosofía e historia, como aquella obra sobre los emperadores romanos: Vidas de los doce césares. Quizá nada tuvo de extraño que Hans Ungar decidiera un día comprarle a una viuda la librería que solía frecuentar solo o con su esposa.
A aquella pareja le prestaban libros para leer en ese lugar llamado Librería Central. El sitio había sido fundado por Gilberto Owen en 1936, pero 14 meses después pasó a ser propiedad de un austríaco: Paul Wolff. Como la vida es solo un ratico, el hombre falleció en 1939. Su esposa quedó a cargo de aquella librería que ella también adoraba, pero de la que sabía poco. Hasta que le propuso a un loco por los libros, quien invertía lo que ganaba en ellos, que trabajara con ella. En ese momento, Ungar laboraba en el pasaje Santa Fe con unos canadienses que importaban pieles. Al principio aceptar ese empleo le hizo sentir angustia porque nunca había trabajado en eso, aunque con el tiempo las cosas mejoraron. Pero vino la propuesta de la viuda y pensó en aceptarla. Ella le advirtió que sería poco lo que le pagaría y que incluso era muy probable que vendiera aquel lugar. Y lo vendió, pero a Hans Ungar. Él le pagó una parte del dinero y el saldo restante lo fue cancelando mediante abonos mensuales que hizo durante dos años. A finales de los años 40, su esposa se unió a ese nuevo proyecto de dirigir lo que siempre había sido su sueño.
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Antes de embarcarse en esa aventura, Lilly Bleier trabajó durante ocho años con los Echavarría. Aquella relación inició en un edificio en Medellín y gracias a un encuentro en un ascensor. Su idea era dirigirse a la oficina de un austríaco, un paisano, pero alguien a quien se encontró en aquel aparato le recomendó que fuera a la de Carlos Echavarría. Eso hizo. El entonces gerente de Coltejer le preguntó qué sabía hacer. Ella le dijo que solo había hecho bachillerato, pero le aseguró que “si me ponen a manejar un avión, aprendo”. Tenía algo a su favor: sabía inglés. Y no era el único idioma del que tenía conocimiento, porque también dominaba un poco el francés y el italiano, aunque no el español. Pasó a manejar las cuentas de las transacciones extranjeras que se hacían a países como Francia, Inglaterra e Italia, pero, como dijo en el pódcast Buchhandlung, “no quería recibirles la chequera porque nunca lo había hecho”. “Sabemos a quién le entregamos nuestras cuentas”, le respondieron.
El amor le llegó en un tren yendo hacia Útica. Un hombre oyó que hablaba en alemán. Entonces, se acercó y le dijo: “Soy Hans Ungar y soy austríaco, como usted”. Se hicieron primero amigos, “porque yo era demasiado joven”. Luego de un tiempo, se ennoviaron, y dos años después, se casaron en la parroquia San Diego y se fueron a vivir a Teusaquillo. Su esposo provenía de una familia vienesa de clase media. Con 22 años llegó solo a Bogotá en 1938, porque sus padres eligieron quedarse en Austria debido a que la policía había detenido a su hermano mayor. Más tarde, todos ellos fallecieron.
La pérdida de seres queridos también la tuvo que soportar Bleier. Un día fue su papá, quien le enseñó el respeto hacia las personas y a no decir mentiras. En otra ocasión, fue su hermano Raoul, quien llegó a Colombia antes que su padre, su hermana melliza Gerti y ella. Él llegó al país en 1938, pues quería visitar a un amigo médico. A su papá le aterrorizó la idea de que viajara solo a Sudamérica, le dijo que estaba loco y que aquello que haría era una especie de castigo que les daban a los muchachos que se portaban mal. Las advertencias no lo detuvieron. Viajó y al año siguiente estalló la Segunda Guerra Mundial y regresar a Viena ya no era una opción. En Colombia asumió la representación de una empresa norteamericana. Aquí también se enamoró, así que se casó con una colombiana. Y, sobre todo, fue determinante en el destino de sus familiares, porque fue quien se encargó de ayudarles en todo el tema del visado para que pudieran huir de las garras del nazismo y del Führer.
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Lilly Bleier emprendió un periplo con su hermana y su papá. Partieron en tren de Viena hacia Ámsterdam y de ahí se dirigieron en barco hacia Barranquilla. Luego, navegaron por el río Magdalena hasta llegar a Medellín. Llegaron si acaso con US$25. Ya no tenían un lujoso apartamento, un auto y una compañía como en Viena, pero seguían con vida. A ellos les encantó Colombia, pero la historia no fue igual para todos con quienes se cruzó en su camino.
Para Casimiro Eiger, un polaco, fue difícil abandonar su tierra o, mejor dicho, no poder regresar a ella. “Creo que no pudo aceptar la emigración”, recordó Bleier en Buchhandlung. Él estaba estudiando en París cuando los nazis invadieron Polonia. Entonces, tuvo que partir de Francia, primero a Marruecos y más tarde a Suramérica. En 1943 llegó a Bogotá, la ciudad donde conoció a Lilly Bleier y Hans Ungar. Con este último, tres años después de su llegada, fundaron la Galería El Callejón, la primera de la capital. Entonces a un salón oscuro, que no estaba ocupado por libros, llegó la luz. La luz que permitió que expusieran por primera vez artistas como Obregón y Botero. Por ahí también pasaron Ómar Rayo, Olga Amaral, Eduardo Ramírez Villamizar y otros. No solo ocurrían exhibiciones, sino charlas con los pintores y hasta con escritores.
En realidad, la Librería Central se convirtió en el sitio predilecto para tertuliar. Era frecuentado por personalidades como Alfonso Palacios, Nicolás Gómez Dávila, Bernardo Hoyos, Álvaro Castaño Castillo, Juan lozano, Roberto García Peña, los Santos, Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis, entre otros. Quién sabe si a los Ungar, como le sucedió al librero Mauricio Lleras, la gente también los perseguía cada vez que cambiaban de sede. Porque la era Ungar con la Librería Central inició en el paseo Santa Fe, luego se trasladaron a la calle 14 con carrera sexta, en ese local fue en donde fundaron la galería. Años más tarde, hicieron un nuevo traslado: a la calle 84, hasta que un día se establecieron en la calle 94.
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A Lilly Bleier, de Austria le quedó, entre otras cosas, la hospitalidad. Esa que era común no solo en su casa, sino en su librería. Y un día en un pódcast dijo que, si algún día perdiera la voz, la última palabra que diría sería amor, “porque eso también es importante”.