Lina Meruane: “Para mí, el colegio y la casa son espacios de gran violencia”

La escritora chilena Lina Meruane habló para El Espectador sobre su libro de relatos Avidez. En el libro, Meruane explora temas como el hambre y la violencia a través de una serie de cuentos que escribió a lo largo de treinta años.

Sergio Alzate
06 de abril de 2024 - 03:37 p. m.
Lina Meruane es una escritora chilena nacida en Santiago en 1970. Ha sido galardonada con premios literarios como el Premio Anna Seghers y el Premio Sor Juana Inés de la Cruz.
Lina Meruane es una escritora chilena nacida en Santiago en 1970. Ha sido galardonada con premios literarios como el Premio Anna Seghers y el Premio Sor Juana Inés de la Cruz.
Foto: Isabel Wagemann
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Cuando Lina Meruane tenía tres años, se produjo el golpe de Estado que derrocó a Salvador Allende, el presidente elegido democráticamente por los chilenos, y que puso en el poder a Augusto Pinochet. Y allí, con ese trasfondo político, con el telón de fondo de una dictadura neoliberal, Meruane (primero como niña, luego como adolescente y más tarde como mujer joven) vio en su país diferentes formas de hambre, de apetito, de avidez: hambruna de democracia, ansias de igualdad, deseo por una política de cuidado, necesidad de comida entre quienes no podían comer tres veces al día (a veces ni dos, quizá ni una).

Hambre, avidez. Palabras que en el idioma español quieren expresar distintos grados de obsesión o necesidad. Un hartazgo que no llega a ser tal porque no puede conseguir llenarse. Como el hambre que experimentó Lina Meruane alrededor de los veinte años por leer a otras escritoras y entender sus mecanismos estéticos, narrativos e intelectuales. Avidez por leer a Clarice Lispector y novelas como La pasión según G.H. o Aprendizaje o el libro de los placeres. Ganas de devorar El chal de Cynthia Ozick (ese cuento desgarrador sobre una madre y su hija de brazos en una campo de concentración nazi). El hambre tanto de leer como de compartir con sus estudiantes la ominosa belleza de la escritura de Agota Kristoff.

Y entre el hambre por escribir y leer, Meruane durante treinta años estuvo escribiendo cuentos que hablaban de bocas, ojos, almas y cuerpos famélicos. De anatomías con ansias de completarse y descompletarse, de ser y no ser. Relatos desgranados para antologías o revistas que en 2023, tras revisar estos textos, se dio cuenta de que tenían un hilo conductor que le sirvió además como título: Avidez. Trece historias sobre cavidades, fluidos, criaturas famélicas, temperaturas anatómicas desconocidas, cuerpos mutantes (quizá poshumanos), niños adultos, adultos muy niños y hambre, hambre, hambre. Avidez.

¿Cuál fue su motivación para escribir un libro de relatos en el que la avidez, el hambre, las ansias son el tema principal?

Los relatos que componen Avidez los fui escribiendo a lo largo de treinta años, sin saber que estaba escribiendo un libro de cuentos sobre estos temas. Eran sucesivos encargos para antologías de cuentos, revistas, etcétera. El relato más viejo de todos es de 1994; mientras que el más reciente, de 2023. Yo no era consciente de esta unidad temática, pero cuando me preguntaron si tenía relatos para un libro los estuve revisando y ahí fue cuando caí en la cuenta de que estaban atravesados por esta pulsión ávida, hambrienta. Por esta avidez que construye y deconstruye a los personajes. Avidez: más que el hambre, más que el deseo, más que la necesidad, más que la obsesión.

Justamente quería preguntarle por la elección del título: Avidez. Ningún cuento se titula de esta forma, ¿por qué eligió esta palabra en vez de otros “sinónimos” (hambre, apetito, deseo, etc)?

Lo primero es que es una palabra hermosísima, de una sonoridad impresionante: avidez. Además, es una palabra que va de la A a la Z: en su grafía lo reúne todo. Es un término lo suficientemente amplio y plástico para incorporar una serie de relatos que, a pesar de su unidad temática, van cambiando un poco de tema. Para mí la avidez es lo corto, lo contundente, lo flexible, lo bello.

El hambre es un gran tema de la literatura que ha quedado, quizá, relegado frente a otros (la madre, el padre, el amor, la guerra). Autores como Herta Müller, Jorge Semprún, Giuseppe Caputo han hablado del hambre, ¿qué referentes sobre la avidez ha tenido?

En la medida que voy leyendo, voy recogiendo frases que me gustan y recolectando coincidencias. Por ejemplo, el cuento Hambre perra tiene una frase de Ana Harcha que me gustó mucho en su momento: “Antes tenía un perro, ahora tengo hambre”. En mi recorrido como lectora hay muchas mujeres, muchas autoras. Fue algo que me propuse más o menos a los veinticinco años: descubrir y leer a las escritoras. Mujeres que me trajeron el hambre, que me hicieron sentir ávida. Pienso, por ejemplo, en Clarice Lispector. O en otra autora impresionante: Cynthia Ozick, que tiene un relato que se llama El chal. Este es un cuento sobre una madre con sus dos niñas que están en un campo de exterminio, en los tiempos del Holocausto. Un contexto específico en que el hambre se vivió de una manera muy violenta. Y hoy en día, décadas y décadas después, estamos viendo nuevamente vivir el hambre de manera muy palpable en Gaza, donde están muriendo niños de hambre. Esta forma de violencia política y estructural me interesa mucho.

Algo que llama fuertemente la atención de los relatos de Avidez es el enrarecimiento de la edad. Las protagonistas y hombres que aparecen a momentos parecen niños, en otros adultos y en algunos tienen una edad fuera de este mundo, ¿cómo fue construir estas edades tan inciertas?

Yo no trabajo una escritura realista o naturalista, a pesar de que intento prestarle atención al detalle y a la exactitud. Sin embargo, en mis cuentos siempre hay algo

que está trastornado. Una de esas cosas es que los niños tienen edades de niños, pero no experiencias vitales infantiles. Son como niños viejos y niñas viejas, porque la propia necesidad de sobrevivir les pone en lugares en que tienen que desinfantilizarse. Entonces, a veces son voces muy adultas encerradas en cuerpos muy infantiles. Psiques mucho más adelantadas de lo que deberían, porque tuvieron que desarrollar contra su voluntad mecanismos de supervivencia que por lo general se identifican con la adultez.

Sin embargo, los adultos también tienen edades difusas. Se sienten inmaduros, pequeños, aniñados…

En las mujeres adultas de mis cuentos hay algo desfasado, que suele identificarse sobre todo con la infancia. Suelen ser mujeres que tienen que liberarse de ciertas normas, brincarse algunas convenciones. Un movimiento vital que suele esperarse más de la niñez.

Otro tema que me parece que está muy presente en Avidez es la orfandad, no tanto en un sentido literal (es decir, la ausencia de padres). Es una especie de soledad, de otredad, de no pertenecer a ningún lugar…

Esta pregunta es algo que me ha cogido por sorpresa, porque yo no era consciente que tantos personajes de mis cuentos tienen una experiencia de orfandad. Niños y niñas, hombres y mujeres que se les ha muerto el padre o la madre. O ambos. Me ha costado mucho pensar por qué hay tanta orfandad en mis relatos, porque no es un tema autobiográfico: soy una escritora de cincuenta y tres años cuyos padres están aún vivos a los ochenta y tantos. Quizá el libro está tomado por un sentido de la sobrevivencia en las situaciones más precarias. Tal vez por eso mis personajes necesitan ser huérfanos, porque lo que yo identifico con las figuras de “papá” y “mamá” son los cuidados. En cambio, en estos cuentos cada persona tiene que autocuidarse para no sucumbir. Creo que acá tiene que ver mucho la influencia de otra gran autora que me ha influido mucho: Agota Kristoff, con El gran cuaderno.

En el cuento Función triple se nota esa influencia, ese regusto a la autora húngara, pero trabajando esto a su manera, ¿puede hablar más sobre la influencia de Kristoff?

Una nunca es consciente de sus influencias, pero este es un libro que no solamente leí siendo muy joven, sino que he releído infinidad de veces y enseñado otras más. Afortunadamente he logrado entusiasmar a mis estudiantes por esta novela. Quedan absolutamente horrorizados por lo que se narra, pero maravillados por la manera tan única en que se cuenta. Como todos los que se acercan a la obra de Agota Kristoff, quedan con hambre de más de ella. Una autora que está muy cerca a mí y a mi obra por una cuestión que ambas trabajamos: la sobrevivencia.

Hay un espacio que se repite de manera frecuente en estos cuentos: la casa. ¿Qué es para usted, a nivel narrativo y simbólico, la casa?

Es algo de lo que he escrito mucho, que he visitado mucho literariamente. El hogar es un espacio que se asocia mucho con el cuidado o con lo que este debería ser: la protección, el techo, la comida. Es un lugar íntimo en el que se supone que se está bien. Pero, sabemos que la casa también es un espacio en el que con las puertas cerradas ocurren grandes violencias. Allí se dan cita y se entremezclan, entonces, imágenes idealizadas con realidades escalofriantes y complejas. Las casas son también la representación del mundo, ya que la literatura no lo puede contar todo al no ser sociología. Así, se transforman en alegoría de lo que está afuera: situaciones sociales, políticas, económicas.

También la escuela es otro lugar que aparece constantemente en sus relatos. Al igual que la pregunta anterior, ¿qué es para usted la escuela?

Me gusta este espacio como escritora como mecanismo narrativo, en el que supuestamente debe ocurrir una cosa y pasa otra. Me gusta esa transgresión de lo evidente de la espacialidad: donde tiene que haber protección, hay desprotección; donde tiene que haber disciplina, indisciplina; donde tiene que haber educación, maneras de reducirla. Tanto el colegio como la casa son para mí espacios de gran violencia. Pueden ser, deberían ser, de gran afecto y cuidado, pero que pueden volverse ominosos y siniestros.

Algo que está muy presente en sus narraciones es el cuerpo: como algo que no es fijo e inmóvil, sino que está completándose y fragmentándose a cada momento. Un cuerpo en constante evolución. ¿Qué opina de esta lectura?

Que el cuerpo siempre esté en una especie de tránsito o de metamorfosis es algo que aparece mucho en mi literatura. Me preocupa el cuerpo como algo está ganando o perdiendo partes, que evoluciona a todo momento. Reflexiono mucho acerca de esta idea de que la corporalidad no es perfecta. En parte creo que esto surge por algo que he pensado desde hace mucho: que ningún cuerpo está verdaderamente sano. Ese es un ideal que no se cumple, porque estamos siempre encontrándonos con otros tipos de formas biológicas: bacterias, virus, hongos.

Sus cuentos hablan mucho de los recovecos del cuerpo, de lo que la asepsia no quiere que veamos: de fluidos, de heridas que no se cierran, de secreciones que se deslizan…

Me llama la atención el que la gente no tiene conexión con su cuerpo, con la manera en que funciona. Las personas se niegan a explorar y a entender qué clase de temperaturas, fluidos y cavidades tienen, para qué sirven y por qué están ahí. Esas aristas anatómicas me interesan porque soy hija de médicos, pero también porque me ha interesado la manera histórica en que los cuerpos femeninos (las de otras mujeres y el mío) han sido vistos e instrumentalizados históricamente.

Por Sergio Alzate

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