Literatura de la nostalgia y del país que nunca fuimos
Una reflexión sobre la nostalgia en diferentes obras literarias y la guerra en Colombia.
Yessica Teherán
Los libros no leídos me contemplan
con una obstinación orgullosa y distante.
Y logran inquietarme,
porque me hacen pensar en esas calles
—que jamás transité—
en donde lo esperado me esperaba.
Piedad Bonnett
Sentirnos fuera de nuestro tiempo y espacio suele ser una fantasía recurrente cuando deseamos habitar un momento y lugar distinto al que nos tocó, como aquella frase repetida en exceso: “todo tiempo pasado fue mejor”. Afirmamos este anacronismo en la música o en alguna película que nos distancia de nuestras latitudes. Para la literatura esta nostalgia de lo desconocido (y de lo demasiado conocido) ha sido persistente, no sólo inscrito a una época sino al punto de afirmar que cualquier vida en cualquier espacio es mejor, porque queremos morar en un país distinto del que nacimos: ese que aún no hemos logrado tener.
Las nostalgias no siempre son las mismas: para Eveline, de James Joyce, el dolor de dejar su país y su casa es algo tan abrupto, que decide aferrarse a la baranda del puerto. Pese al deseo de huir de una vida violenta, la pena de abandonar su hogar se hace más fuerte que la necesidad de su prometido y todos los mares del mundo ya no son suficientes para irse.
Lo esperado no deja de esperarnos, mientras aguardamos a que esta realidad nos agobie un poco menos. G. K. Chesterton en Nostalgia del hogar nos dice que el recorrido más corto de un lugar al mismo lugar es darle la vuelta al mundo; la añoranza no está en ese espacio, está en el deseo de volver al techo que nos vio crecer. Debemos caminar y seguir andando, buscándonos en lo desconocido hasta que el dolor de no ver el tono de las paredes de esa casa nos haga regresar.
Lo invitamos a leer los microrrelatos de La Esquina Delirante LXVIII
La nostalgia no se aplica siempre a lo vivido, también es para aquello que jamás hemos visto, como el frío intenso de la nieve que no conocemos entumeciendo nuestras manos. Son uno y muchos los cuerpos sumergidos en las letras que desearíamos ocupar, como si fuéramos la Alina Reyes de Cortázar en su cuento Lejana, o Circe con el corazón desgarrado porque Odiseo decidió continuar su viaje a Ítaca.
Kawabata nos habla de esta misma nostalgia imposible en su cuento En aquel país. En este país. Allí, una joven no sólo se siente atraída por su vecino sino por todo lo que él representa: lo desconocido, costumbres y libertades que no se tienen en su lado del césped. En aquel país, las parejas se intercambian entre vecinos sin censura moral; en éste, su esposo domina su cuerpo al punto de la asfixia; para nosotros aquel país, cualquiera del primer mundo, brinda la seguridad de caminar por las calles sin temor; en éste, nacemos con el sino de una guerra de la que no hemos podido desprendernos, la nostalgia de tiempos pacíficos que sólo conocemos por referencia de lugares lejanos, donde profesar una fe distinta o no profesar ninguna no conduce a la pena capital.
Le sugerimos leer la historia de Macondo y los perseguidos del Plan de Barranquilla
Escapamos del vértigo de la realidad viviendo en los libros que descansan sobre la mesa, nos convertimos en la partida y el regreso a La ciudad de Kavafis en su poema Ítaca, con las ansias de conocer lo que se lee y la imposibilidad de no vivir allí. Es entonces cuando comenzamos a sentirnos como Emma Bovary o Alonso Quijano, perdidos en nosotros mismos, atraídos por una añoranza que no nos pertenece.
Agitamos esta ardiente fantasía porque no estamos satisfechos con el país donde nos tocó vivir, con el que quizá nunca estaremos satisfechos. La avalancha de tantas noticias funestas nos sumerge más en lo que leemos, en añorar geografías e imágenes que jamás podremos ver porque no existen. Lo esperado no deja de esperarnos, mientras aguardamos a que esta realidad nos agobie un poco menos.
Los libros no leídos me contemplan
con una obstinación orgullosa y distante.
Y logran inquietarme,
porque me hacen pensar en esas calles
—que jamás transité—
en donde lo esperado me esperaba.
Piedad Bonnett
Sentirnos fuera de nuestro tiempo y espacio suele ser una fantasía recurrente cuando deseamos habitar un momento y lugar distinto al que nos tocó, como aquella frase repetida en exceso: “todo tiempo pasado fue mejor”. Afirmamos este anacronismo en la música o en alguna película que nos distancia de nuestras latitudes. Para la literatura esta nostalgia de lo desconocido (y de lo demasiado conocido) ha sido persistente, no sólo inscrito a una época sino al punto de afirmar que cualquier vida en cualquier espacio es mejor, porque queremos morar en un país distinto del que nacimos: ese que aún no hemos logrado tener.
Las nostalgias no siempre son las mismas: para Eveline, de James Joyce, el dolor de dejar su país y su casa es algo tan abrupto, que decide aferrarse a la baranda del puerto. Pese al deseo de huir de una vida violenta, la pena de abandonar su hogar se hace más fuerte que la necesidad de su prometido y todos los mares del mundo ya no son suficientes para irse.
Lo esperado no deja de esperarnos, mientras aguardamos a que esta realidad nos agobie un poco menos. G. K. Chesterton en Nostalgia del hogar nos dice que el recorrido más corto de un lugar al mismo lugar es darle la vuelta al mundo; la añoranza no está en ese espacio, está en el deseo de volver al techo que nos vio crecer. Debemos caminar y seguir andando, buscándonos en lo desconocido hasta que el dolor de no ver el tono de las paredes de esa casa nos haga regresar.
Lo invitamos a leer los microrrelatos de La Esquina Delirante LXVIII
La nostalgia no se aplica siempre a lo vivido, también es para aquello que jamás hemos visto, como el frío intenso de la nieve que no conocemos entumeciendo nuestras manos. Son uno y muchos los cuerpos sumergidos en las letras que desearíamos ocupar, como si fuéramos la Alina Reyes de Cortázar en su cuento Lejana, o Circe con el corazón desgarrado porque Odiseo decidió continuar su viaje a Ítaca.
Kawabata nos habla de esta misma nostalgia imposible en su cuento En aquel país. En este país. Allí, una joven no sólo se siente atraída por su vecino sino por todo lo que él representa: lo desconocido, costumbres y libertades que no se tienen en su lado del césped. En aquel país, las parejas se intercambian entre vecinos sin censura moral; en éste, su esposo domina su cuerpo al punto de la asfixia; para nosotros aquel país, cualquiera del primer mundo, brinda la seguridad de caminar por las calles sin temor; en éste, nacemos con el sino de una guerra de la que no hemos podido desprendernos, la nostalgia de tiempos pacíficos que sólo conocemos por referencia de lugares lejanos, donde profesar una fe distinta o no profesar ninguna no conduce a la pena capital.
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Escapamos del vértigo de la realidad viviendo en los libros que descansan sobre la mesa, nos convertimos en la partida y el regreso a La ciudad de Kavafis en su poema Ítaca, con las ansias de conocer lo que se lee y la imposibilidad de no vivir allí. Es entonces cuando comenzamos a sentirnos como Emma Bovary o Alonso Quijano, perdidos en nosotros mismos, atraídos por una añoranza que no nos pertenece.
Agitamos esta ardiente fantasía porque no estamos satisfechos con el país donde nos tocó vivir, con el que quizá nunca estaremos satisfechos. La avalancha de tantas noticias funestas nos sumerge más en lo que leemos, en añorar geografías e imágenes que jamás podremos ver porque no existen. Lo esperado no deja de esperarnos, mientras aguardamos a que esta realidad nos agobie un poco menos.