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Hace 9 meses murió mi mamá. No hablaré de su muerte aquí, porque siento que aún no estoy preparada para hacer de este hecho, palabras. De lo que sí hablaré es del duelo, de esa metamorfosis extraña que habita el cuerpo y la cabeza de quien pierde a un ser querido, de ese camino lleno de curvas, de ascensos y descensos en los que se va convirtiendo vivir, después de que la muerte pasa tan cerca y te arrebata tanto.
Hace poco, alguien me preguntó qué había hecho para atravesar el duelo, alguien que está pasando por el suyo propio y quien me tocó la puerta buscando una pista. Me pareció generoso de su parte, porque en este tiempo he sentido que tengo todo, menos una ruta clara. Después de pensarlo un poco y de procesar que alguien viera en mi propia experiencia una pequeña luz para andar por ese túnel de la pérdida, le respondí con un listado, quizá un poco escueto, de todo aquello que ha sido un cable a tierra para mí.
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La terapia, la cocina, la bicicleta y por supuesto, los libros.
Unos pocos días después de que murió mi mamá, me hice una pregunta que en ese momento era fundamental: ¿Qué voy a leer ahora? Y era fundamental porque necesitaba llenar mis días de algo, empezar a contrarrestar los tiempos de llanto con algo con lo que pudiera conectar, no quería escuchar música, no sentía energía para ver películas o series, tampoco quería hacer ejercicio o hablar. Solo quería leer, pero ¿leer algo que me diera consuelo? ¿Respuestas? Y así, sin pedirlo ni buscarlo, me regalaron un libro que fue espejo, una historia que tenía las palabras que a mí se me escapaban para nombrar lo que estaba sintiendo, para hacerlo más tangible y de alguna manera atravesarlo: El año del pensamiento mágico, de Joan Didion. Un relato personal sobre la muerte del esposo y la enfermedad de la hija, de la incredulidad, la desazón y la frustración que genera la pérdida, que siempre resulta inesperada e injusta.
Mi mamá murió el 6 de abril, el 8 fueron sus exequias y el 18 del mismo mes yo aterrizaba laboralmente a la Feria del Libro de Bogotá. Una feria que tenía como invitada a Chimamanda Ngozi Adichie. No imaginaba que precisamente en su charla principal hablaría de Sobre el duelo, un ensayo sobre la muerte de su padre transformado en libro. Recuerdo escucharla, con los ojos mojados, a través de una pantalla en el pabellón de BibloRed. Cuando terminó la charla, una querida amiga fue a buscarme con el libro entre manos, me lo llevó como quien lleva un tesoro, y lo era. Me llevó un regalo. Me tardé meses en terminar de leer un libro cortito de no más de 100 páginas. Pero tan fuerte como puede ser la pena, el duelo.
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Bien dice Ngozi Adichie: “La pena es un tipo de enseñanza cruel. Aprendes lo poco amable que puede ser el duelo, lo lleno de rabia que puede estar... Aprendes lo mucho que tiene que ver la pena con el lenguaje, con la incapacidad del lenguaje y con la necesidad del lenguaje”.
Después de estos libros, que llegaron gracias a quienes me rodean, fuí yo la que empezó a buscar lecturas que de alguna manera dialogaran con mi transitar, llegaron por recomendación o por azar: No soñarás flores, de Fernanda Trías; Aquella orilla nuestra, de Elvira Sastre; Itaca es nunca, de Cristina Falcón Maldonado; Paula, de Isabel Allende, y Vives en las cintas que me grabaste, de Rob Sheffield.
Estos libros me han acompañado durante estos meses, me han hablado en los mismos términos de mi dolor, habitaron y redefinieron la ausencia, me mostraron que mi rabia, mi angustia, mi desazón y mi miedo los compartía con alguien más, con otros que, como yo, habían perdido a alguien, una pérdida que nos cambió para siempre.
Posdata: hace más de 9 meses no escribía, hoy volví a hacerlo a rastras. Volver es como un ascenso en bicicleta, como atravesar el duelo: sabes que lo vas a lograr, pero cuesta hacerlo. Hay que respirar bien, concentrarse en la ruta, olvidar el dolor que causa el esfuerzo y repetirte que sí, que lo vas a hacer, que puedes hacerlo, que ya casi lo logras.
Llegué.