Lo mágico y lo humano de Thomas Mann (II)
Pánico, ansiedad, escepticismo, ilusión, desesperanza, paciencia. Thomas Mann era un cúmulo de emociones que se peleaban y hacían las paces y se volvían a pelear y entraban en guerra y en un inmediato acuerdo poco después de que su novela sobre Los Buddembrook hubiera salido de la imprenta.
Fernando Araújo Vélez
Luego del primer lógico silencio, oyó los comentarios iniciales. “La crítica -dijo- se preguntaba malhumorada si de nuevo iban a ponerse acaso de moda los mamotretos en varios tomos. Comparaba mi novela con un camión que patinaba en la arena”. Pasados los días, los meses y las lecturas, los primeros comentarios le dieron paso a otros. Un columnista, Samuel Lublinski, escribió en El diario de Berlín que en mucho tiempo aún se iba a seguir hablando de la novela. En un año se vendieron los 1.500 ejemplares de la primera edición.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Luego del primer lógico silencio, oyó los comentarios iniciales. “La crítica -dijo- se preguntaba malhumorada si de nuevo iban a ponerse acaso de moda los mamotretos en varios tomos. Comparaba mi novela con un camión que patinaba en la arena”. Pasados los días, los meses y las lecturas, los primeros comentarios le dieron paso a otros. Un columnista, Samuel Lublinski, escribió en El diario de Berlín que en mucho tiempo aún se iba a seguir hablando de la novela. En un año se vendieron los 1.500 ejemplares de la primera edición.
Le sugerimos leer Lo mágicamente humano de Thomas Mann (I)
Para la segunda, Los Buddembrook, sus historias de intrigas, de amores y de desamores, ruinas y supuestas victorias, salieron publicados en un solo tomo que costaba alrededor de cinco marcos. Thomas Mann la había escrito con un retrato de León Tolstoi enfrente, o esa fue la leyenda que se tejió. De alguna manera, quería escribir una obra muy del Siglo XIX. Una obra al estilo Tolstoi, Zola o Balzac. Con los meses, llegaron los elogios, las fiestas, o las invitaciones, las críticas en los diarios, los señalamientos. Todo aquello que él llamó “un remolino de éxito”, y que plasmó en una pequeña obra de teatro a la que tituló Fiorenza. “Vibraba en ella un juvenil lirismo de la fama, el placer que ella produce y el miedo que causa en una persona sofocada en temprana edad por el éxito”, escribiría en el Relato de mi vida.
Fue allí mismo, hablando sobre el éxito y demás, que diría: “El anhelo es una fuerza gigantesca, pero la posesión enerva”. La victoria de Los Buddembrook sumió a Mann en una suerte de indiferencia por aquello que tanto lo había desvelado años atrás: lo humano. Iba de casa en casa, de triunfo en triunfo, de brindis en brindis, y en realidad, no veía a nadie. No veía a ninguno de los cientos de personajes que lo saludaban y le hablaban y querían estar con él, la mayoría de las veces, para que la sociedad supiera que estaban con él. Por las noches, cuando llegaba a su morada, recordaba con cierta nostalgia sus tiempos de escritor, sus mañas, sus aparentes locuras, como pegar en las paredes las hojas de lo que escribía con sus más recientes tachones para que se secaran y para tener una idea general de su historia.
“De todas maneras -diría-, comencé a aparecer por algunos salones muniqueses de ambiente literario y artístico, sobre todo en el de la poetisa Ernst Rosmer, esposa del famoso abogado Max Bernstein. De allí pasé a la Casa Pringsheim, en la Arcisstrasse, que había sido un centro de la vida social y artística del Munich de la época de Luis II y de la Regencia, la época de Lenbach, a cuyas pomposas honras fúnebres yo había asistido”. En aquella Casa Pringsheim, Mann volvió a su infancia, a la biblioteca personal de cada uno de los hijos, a la general, repleta de libros sobre arte de todos los tiempos y sobre música y sobre Richard Wagner, a quien el dueño de la casona había conocido y por quien se había inclinado durante varios años hacia la música, hasta abandonarla por las matemáticas, “por una especie de inteligente autovencimiento”.
Entre aquellos libros, inmerso en una vida que parecía la suya, conoció a la mujer con la que se casaría, Katharina “Katia” Hedwig Pringsheim, y con quien tuvo seis hijos. Por un tiempo, Mann dejó de escribir. O por lo menos, de sentarse a escribir. Pero pasaron los meses y llegaron de nuevo las angustias, los pensamientos, la razón en forma de pluma, y con ellos, sus hijos y nuevos conocimientos, nuevas incertidumbres, y volver a sentarse y escribir de nuevo. La vida, la tragedia, el dolor, la duda, la muerte, se le volvieron a aparecer, herida tras herida. Su hermana Carla, actriz, artista, voluble, se suicidó una tarde de 1910, luego de haber discutido con uno de esos tantos amores que terminan en muerte. Pasó por el lado de su madre, le sonrió, se encerró en su habitación y se tomó varias pastillas de cianuro.
“Oscuras manchas en las manos y en el rostro demostraron que había muerto de asfixia; su muerte, después de un breve retardo del efecto, fue sin duda rápida”, escribió Mann, y agregó que su muerte, y luego la de otra hermana, Julia, lo habían afectado profunda e irremediablemente. Algunos reseñistas, muchos años más tarde, incluso después de su muerte, en 1955, le criticaron que jamás se hubiera podido salir de su vida para escribir. “La fuerza de este autor, quien sin embargo, no logró superar casi nunca el egocentrismo y la autobiografía, se halla vinculada precisamente a su proximidad continua, a través de la experiencia propia e incluso de la de su familia, al núcleo vivo, doloroso y arriesgado de la vida moderna”, decía, por ejemplo y sin firma, el prologuista de una de las primeras ediciones en español de La muerte en Venecia.
Como tantos otros, por no hablar de la inmensa mayoría, Mann estaba en su obra, y era imposible que no lo estuviera. Que eso fuera egocentrismo era asunto de términos, de calificativos, de visiones. ¿Desde dónde y hasta dónde iba el egocentrismo, o su egocentrismo? Thomas Mann escribía. Lo hacía cuando se sentaba ante su escritorio, cuando llenaba su habitación de hojas, cuando tachaba, cuando tomaba la pluma, cuando iba por la calle o cuando asistía a alguna ceremonia. Todo hacía parte de su obra. La obra, su obra, era lo importante, y lo que lo iba a sobrevivir, y para hacerla, editarla, corregirla, ponía cada uno de los minutos de su vida. Su esfuerzo y concentración, su capacidad de observación, que surgían de la voluntad de observar y de aprehender y de vencerse a sí mismo.
Le sugerimos leer Con esta boca, en este mundo
En La muerte en Venecia, retratando al señor Gustavo Aschenbach, que era él, escribió: “Pero, en realidad, la grandeza de toda su obra estaba hecha de un minucioso trabajo cotidiano; era la resultante de cientos de inspiraciones breves, y debía la excelsa maestría de la concepción total y de cada uno de los detalles al hecho de que su creador, con tenacidad y energía semejantes a las del héroe que conquistara su provincia natal, supo perseverar años y años bajo la tensión de una misma obra, consagrando a la labor de ejecución, propiamente dicha, sus horas más preciosas e intensas”. Y Aschenbach era él en su disciplina, en ese sinfín de hábitos que se había impuesto, pero también, en aquella locura y obsesión que lo poseyeron en Venecia y lo llevaron a priorizar el amor, en una de sus tantas acepciones, sobre la solidaridad y la vida.
Se guardó un secreto del cual dependía la vida de decenas de miles de personas, simplemente porque si lo divulgaba se habría marchado de la ciudad aquel que por su belleza y su gracia le parecía el arte. “La peste, negada y escondida, seguía haciendo estragos en las callejuelas angostas, mientras el prematuro calor del verano, que calentaba las aguas de los canales, favorecía extraordinariamente su propagación”, decía en la novela un inglés, y añadía que “Las autoridades siguieron, pues, tercamente su política de silencio y negación. El funcionario superior en Venecia, una persona honrada, había dimitido lleno de indignación, siendo reemplazado inmediatamente por otra persona menos escrupulosa y más flexible”. Aschenbach calló. “El retorno al hogar, a la calma, la sobriedad, el esfuerzo y la maestría le repugnaban de tal modo, que su rostro se contraía en un dolor físico”.
Al final, murió, tal vez infectado por los virus de la peste que había elegido ignorar. Murió viendo pasar al objeto de su pasión, dejando en el aire la gran pregunta de siempre, sintetizada por Baudelaire en una sola frase: “Prefiero la infinitud del goce en un instante, a la eterna condena del hastío”. La historia en Venecia, su muerte en Venecia, habían surgido de la fascinación de Mann por la muerte, y algunos de sus detalles, como los posteriores de La montaña mágica, de sus reiteradas visitas a su esposa en un hospital de Davos. Como lo admitió en Relato de mi vida, había querido quitarle peso al peso de morir, volver cómica la tragedia. “La fascinación ejercida por la muerte, el triunfo del desorden supremo sobre una vida cimentada en el orden y consagrada a él, todo eso pretendía yo aquí empequeñecerlo y rebajarlo al plano de lo cómico”.
Sin embargo, la muerte era la muerte, eterna y definitiva, y jamás dejaría de atormentarlo.