Lo ‘maquiavélico’ de Nicolás Maquiavelo (I)
Maquiavelo fue un hombre, un aristócrata, un asesor de los Médici, un conspirador también, y fue un apellido y luego, con el tiempo, un adjetivo calificativo. Para unos, un insulto. Para otros, un honor. Para algunos, una necesidad. La historia de la política, gracias a él, no volvería a ser la misma luego de la publicación de El Príncipe.
Fernando Araújo Vélez
Casi todas las noches, Nicolás Maquiavelo se vestía de fiesta mundana y bajaba por las escaleras de su casa retiro en San Casciano, y recorría un túnel secreto de cien metros que lo llevaba a la taberna de L’Albergaccio, donde se comportaba como cualquier campesino o trabajador sediento de vinos y placeres, jugando a veces a las cartas y otras al backgamon, y apartándose del bullicio con una resma de hojas y una pluma para escribir y describir y recordar, rumiar, pensar, tachar y volver a escribir. Allí, en aquella taberna medieval a la que no ingresaba por la puerta principal, pues era indigno que vieran al antiguo canciller del reino de Florencia entrando a un sitio así, creó y escribió El Príncipe, y allí, entre borrachos y mujeres de la vida y la noche, fue diseñando las estrategias y las máximas que decenas de decenas de políticos siguieron al pie de la letra desde su publicación, en 1532.
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Casi todas las noches, Nicolás Maquiavelo se vestía de fiesta mundana y bajaba por las escaleras de su casa retiro en San Casciano, y recorría un túnel secreto de cien metros que lo llevaba a la taberna de L’Albergaccio, donde se comportaba como cualquier campesino o trabajador sediento de vinos y placeres, jugando a veces a las cartas y otras al backgamon, y apartándose del bullicio con una resma de hojas y una pluma para escribir y describir y recordar, rumiar, pensar, tachar y volver a escribir. Allí, en aquella taberna medieval a la que no ingresaba por la puerta principal, pues era indigno que vieran al antiguo canciller del reino de Florencia entrando a un sitio así, creó y escribió El Príncipe, y allí, entre borrachos y mujeres de la vida y la noche, fue diseñando las estrategias y las máximas que decenas de decenas de políticos siguieron al pie de la letra desde su publicación, en 1532.
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Maquiavelo fue un hombre, un aristócrata, un asesor de los Médici, un conspirador también, y fue un apellido y luego, con el tiempo, un adjetivo calificativo. Para unos, un insulto. Para otros, un honor. Para algunos, una necesidad. Muchos de aquellos que lo condenaron, ni siquiera lo leyeron. Se dejaron llevar por las habladurías. Por el chismorreo de los enemigos de los amigos, o viceversa. Repitieron lo que otros dijeron, y lo ‘maquiavélico’ se fue convirtiendo en una especia de absoluto, y por lo mismo, en una estigmatización. Lo ‘maquiavélico’ pasó a ser sinónimo de perverso, de amoral, de antihumano, de “el fin justifica los medios”, y los libros y cartas ‘maquiavélicos’ fueron celosamente escondidos durante siglos, pues representaban la conjura, la conspiración, el mal, el infierno, por supuesto, y por todo ello, el temor. Quien tuviera El Príncipe entre sus cosas era sospechoso solo por tenerlo.
“No he querido dejar a un lado la discusión sobre las conjuras, siendo cosa tan peligrosa para los príncipes y los particulares, pues vemos que por su causa han perdido la vida y el estado más príncipes que en la guerra abierta. Pues poder hacer la guerra abiertamente a un príncipe es algo reservado a unos pocos, mientras que cualquiera tiene posibilidades de forjar una conjura contra él”, escribió Maquiavelo al comienzo de su tratado sobre Las conjuras, para citar unas líneas más adelante a Cornelio Tácito, quien había dicho: “Que los hombres han de honrar las cosas pasadas y obedecer las presentes, y deben desear buenos príncipes y soportarlos tal como sean. Ciertamente, quien obra de otro modo la mayoría de las veces causa su ruina y la de la patria”. Para el uno y para el otro, la patria, sus instituciones, y la majestad de los príncipes, tuvieran el nombre que tuvieran, estaban por encima de los pequeños deseos de los aún más pequeños hombres.
“Esto es algo que merece ser notado e imitado por todo ciudadano que quiera aconsejar a su patria, pues en las deliberaciones en que está en juego la salvación de la patria, no se debe guardar ninguna consideración a lo justo o lo injusto, lo piadoso o lo cruel, lo laudable o lo vergonzoso, sino que, dejando de lado cualquier otro respeto, se ha de seguir aquel camino que salve la vida de la patria y mantenga su libertad. Este ejemplo imitan en sus dichos y hechos los franceses cuando se trata de defender la majestad de su soberano y la potencia de su reino, pues no hay voz que oigan con más impaciencia que la que dice: ‘Tal modo de actuar es ignominioso para el rey’, ya que piensan que su monarca no tiene que avergonzarse de ninguna de sus decisiones, con buena o mala fortuna, pues se pierda o se gane, todo les parece cosa de un rey”, escribió luego, dejando en claro que la moral también estaba al servicio de la patria.
En su dedicatoria de El Príncipe a Lorenzo de Médici, “El magnífico”, quien gobernó la República de Florencia en tiempos del renacimiento desde 1469 hasta 1492, y era poeta y filósofo y tenía como una de sus principales políticas juntarse con poetas y filósofos y artistas, Maquiavelo escribió: “Los que desean alcanzar la gracia y favor de un príncipe acostumbran a ofrendarle aquellas cosas que se reputan por más de su agrado, o en cuya posesión se sabe que él encuentra su mayor gusto. Así, unos regalan caballos; otros, armas; quiénes, telas de oro; cuáles, piedras preciosas u otros objetos dignos de su grandeza. Por mi parte, queriendo presentar a Vuestra Magnificencia alguna ofrenda o regalo que pudiera demostraros mi rendido acatamiento, no he hallado, entre las cosas que poseo, ninguna que me sea más cara, ni que tenga en más, que mi conocimiento de los mayores y mejores gobernantes que han existido”.
“Tal conocimiento -continuaba- sólo lo he adquirido gracias a una dilatada experiencia de las horrendas vicisitudes políticas de nuestra edad, y merced a una continuada lectura de las antiguas historias. Y luego de haber examinado durante mucho tiempo las acciones de aquellos hombres, y meditándolas con seria atención, encerré el resultado de tan profunda y penosa tarea en un reducido volumen, que os remito (…). Reciba, pues, Vuestra Magnificencia mi modesta dádiva con la misma intención con que yo os la ofrezco. Si os dignáis leer esta producción y meditarla con cuidado reconoceréis en ella el propósito de veros llegar a aquella elevación que vuestro destino y vuestras eminentes dotes os permiten. Y si después os dignáis, desde la altura majestuosa en que os halláis colocado, bajar vuestros ojos a la humillación en que me encuentro, comprenderéis toda la injusticia de los rigores extremados que la malignidad de la fortuna me hace experimentar sin interrupción”.
Maquiavelo había caído en desgracia por alguna acusación de que pretendía conspirar contra los Médici, precisamente quienes lo habían llevado al poder y lo habían escuchado en innumerables ocasiones. El Príncipe fue, de alguna manera, su respuesta, como lo deja entrever en la dedicatoria a Lorenzo de Médici, y más que su respuesta, fue su legado. Por primera vez en la historia de la filosofía, o de la literatura, alguien se atrevía a hablar de la política desde la práctica, y exponía que el arte de gobernar era el arte de manejar a los hombres con sus caprichos, conveniencias, ansias de poder y dinero. Trescientos cincuenta años antes de que Nietzsche hablara de lo humano, demasiado humano, Maquiavelo había bajado de su pedestal ideológico y humanista al poder. Antes de él, la política, los sistemas de gobierno, eran vistos desde lo ideal. Después de El Príncipe, aquella lejana y poco inasible concepción se transformó.