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                                                                                                                                Lo que Borges y Bioy Casares escribieron juntos y no nos podemos perder

                                                                                                                                Fragmento del prólogo de “Alias”, la obra completa en colaboración de Jorge Luis Borges Adolfo Bioy Casares, explicada por otro escritor argentino. En Colombia bajo el sello editorial Lumen.

                                                                                                                                Alan Pauls * / Especial para El Espectador

                                                                                                                                Alan Pauls opina: "Portento de inteligencia y malicia, la de Jorge Luis Borges (izq.) y Adolfo Bioy Casares es una amistad literaria particularmente sarcástica".
                                                                                                                                Foto: Archivo
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                                                                                                                                Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO

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                                                                                                                                Foto: Archivo
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                                                                                                                                Bioy, secuaz fiel, compartía esos entusiasmos y los acompañaba, hasta que veía lo lejos que habían quedado de la costa y procedía a frenarlo. Borges era pura inspiración y brillantez verbal; Bioy defendía cierta sensatez narrativa, la eficacia de un contar natural, seco, cuanto más invisible mejor. A fines de los años sesenta, mientras trabajan en el guion de Los otros, Hugo Santiago, el director, les pide que escriban como si el film fuera mudo, sin mucha conversación.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                La pregunta era retórica, pero se contesta fácil: de todo. De Shakespeare a Manucho Mujica Lainez, de Sabato a Goethe, de James Joyce a la señora Bibiloni de Bullrich, Borges y Bioy se reían absolutamente de todo y de todos, como dos cuadros de honor que, hartos de hacer buena letra, ceden a la impunidad que les promete alguna autoridad suprema, se arrancan las máscaras y prenden el ventilador.

                                                                                                                                Durante las miles de noches en que Bioy invita a comer a Borges a su casa —un ritual que los rige como una superstición o un vicio—, los dos tótems de la respetabilidad literaria argentina se transforman en verdaderos artistas de la irrisión, y la conversación que mantienen no tarda en derivar en géneros menores como el chisme o la lista negra.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Pocas piezas publicitarias tan desatinadas y fértiles. Ni Borges ni Bioy necesitan ceder su fuerza de trabajo por dinero; saben poco y nada del producto que deben vender («un alimento más o menos búlgaro», según palabras de Bioy) y decididamente nada sobre el arte de venderlo («un folleto comercial, aparentemente científico...»).

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Apuntalada por la adversidad del setting —estancia en ruinas, el frío del campo, dieta de cocoa, una chimenea ávida de quebrachos—, la experiencia quedará como un hito del diletantismo criollo. Aunque (o porque) saquea la divulgación científica de la época, inventa longevas dinastías balcánicas y cita a Bernard Shaw, el folleto es un resonante fracaso. «Nadie nos creyó una sola línea», recordaba Bioy. Camino al desastre, sin embargo, el dúo encuentra lo que no sabía que buscaba: una manera compartida de delirar. De la leche cuajada saltan, ateridos, a «un soneto enumerativo, en cuyos tercetos no recuerdo cómo justificamos el verso los molinos, los ángeles, las eles», y de ahí —más cocoa, otro leño al fuego— a «un cuento policial —las ideas eran de Borges— que trataba de un doctor Preetorius, un alemán vasto y suave, director de un colegio, donde por medios hedónicos (juegos obligatorios, música a toda hora) torturaba y mataba a niños».

                                                                                                                                Se podría decir que ahí está todo. Los escritores a solas, lejos del mundo; el desafío filisteo que no quieren ni consiguen llevar a cabo y del que no tardan en desviarse, llamados por una fruición traviesa, hostil a toda obligación; el devenir narrativo (un «argumento») de esa fruición, primer avatar de un imaginario extremo, teñido de euforia y violencia, que nada en sus obras individuales hacía prever.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Algo ha comenzado para ambos, y es algo nuevo. Borges y Bioy siempre ponderaron el valor pedagógico de esa semana en Pardo. Para Bioy, aquel folleto significó «un valioso aprendizaje: después de su redacción yo era otro escritor». Borges descubrió lo que ganaba su virtuosismo si lo sometía al principio de naturalidad de Bioy. Sólo que el valor pedagógico presupone otro, la complementariedad: cada uno le daba al otro lo que el otro no tenía. Por idílica que suene, esa fórmula de compensación recíproca y equilibrio no es exactamente la que despunta triunfal tras el exigente séjour en la estancia de los Casares. Bioy era otro escritor, en efecto; Borges también. Pero «otro» en sentido literal: no «mejores» sino alienados. Borges y Bioy eran el mismo otro: un tercer escritor, inasimilable a uno tanto como al otro, profundamente excéntrico. Borges: «Empezamos a escribir de un modo que no se parecía ni a Bioy ni a Borges. Creamos de algún modo entre los dos un tercer personaje [...] Ese personaje existe, de algún modo. Pero sólo existe cuando estamos conversando».

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                De ahí que Bustos Domecq y Suárez Lynch —los alias con que Borges y Bioy formalizan la existencia del Tercer Escritor— sean algo más que seudónimos. Son escritores de derecho, tan autores como los autores que los inventaron. Bustos Domecq, famoso por firmar en 1942 el debut oficial de esta otra obra completa de Borges y Bioy, los Seis problemas para don Isidro Parodi, tiene la densidad propia de los heterónimos de Pessoa. Tiene hasta biografía propia, cuya redacción —otra delegación de un tándem al que siempre le gustó tercerizar— corre por cuenta de una cierta «educadora Adelma Badoglio»: nacido en Pujato (provincia de Santa Fe) en 1893, crecido en Rosario, poeta precoz, autor (entre otros títulos) de una Oda a la «Elegía a la muerte de su padre» de Jorge Manrique (1915), Fata Morgana (1919), El aporte santafecino a los ejércitos de independencia y los cuentos policiales de don Isidro Parodi, con los que quería, sigue Badoglio, «combatir el frío intelectualismo en que han sumido este género Sir Conan Doyle, Ottolenghi, etc.».

                                                                                                                                Estatuas de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares en el café La Biela. / Archivo
                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                ¿Firmar con el propio nombre? ¿Firmar con seudónimo? Nace Bustos Domecq y la disyuntiva dividirá la obra de manera tajante a cuatro manos. Por un lado están —grosso modo— los «encargos» del mundo literario, editorial, cultural, cinematográfico, que el dúo empieza a recibir cada vez más a menudo y que acepta y firma «Borges y Bioy Casares». Son, digamos, intervenciones «serias» en el campo de la cultura. Nunca son inocuas, todas lucen una marca inconfundible y muchas —las antologías, la colección El Séptimo Círculo— llegan a tener un valor verdaderamente inaugural: reivindican y fundan tradiciones, usos, maneras de leer; reordenan el paisaje literario; cuestionan jerarquías establecidas y promueven nuevas.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Pero responden a demandas externas, y ni Borges ni Bioy están demasiado entrenados para la negociación con el mundo (instituciones, mercado, dinero, etc.) que implican. Quizá trabajar a cuatro manos hiciera menos evidente esa insolvencia. Los guiones de cine (Los orilleros, El paraíso de los creyentes) integran esta categoría. Son ante todo ejercicios de una cinefilia compartida, cuyas devociones pueden variar (los gustos de Bioy eran más modernos, pero también más eclécticos, que los de Borges) pero que profesa una fe ciega, casi idolátrica, en esa impasible máquina narrativa que es el cine.

                                                                                                                                * Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.

                                                                                                                                Por Alan Pauls * / Especial para El Espectador

                                                                                                                                Ver todas las noticias
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