“Lo que no tiene nombre”, una decisión
En “Lo que no tiene nombre” se narra la persistencia y el final de Daniel, quién se suicidó después de lidiar durante años con una enfermedad mental. Piedad Bonnett, su madre, escribió sobre la decisión de su hijo, pero también sobre el duelo, la incertidumbre familiar, los psiquiatras y el desconcierto.
Laura Camila Arévalo Domínguez
Durante una crisis, Daniel, el hijo de Piedad Bonnett, le hizo una pregunta, y ella contó que “el corazón se le subió a la garganta”, otra forma de describir un ahogo causado por el dolor, pero sin usar la palabra “nudo”. Usó, en su lugar, la imagen de este órgano que asciende y se atora en el último obstáculo antes de salir por la boca, antes de exponerse. Porque allí, según hemos acordado, se aloja el amor, pero también el sufrimiento, que tanto queremos reprimir o esconder, pero que después de acumularse se las arregla para liberarnos, y entonces lloramos, gritamos. Descargamos.
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Durante una crisis, Daniel, el hijo de Piedad Bonnett, le hizo una pregunta, y ella contó que “el corazón se le subió a la garganta”, otra forma de describir un ahogo causado por el dolor, pero sin usar la palabra “nudo”. Usó, en su lugar, la imagen de este órgano que asciende y se atora en el último obstáculo antes de salir por la boca, antes de exponerse. Porque allí, según hemos acordado, se aloja el amor, pero también el sufrimiento, que tanto queremos reprimir o esconder, pero que después de acumularse se las arregla para liberarnos, y entonces lloramos, gritamos. Descargamos.
“Hola, papá, mamá. ¿Por qué estoy aquí?”, preguntó Daniel desde una camilla de hospital. Y la pregunta causó ese efecto porque la vulnerabilidad del otro nos conmueve, porque su fragilidad es soportable, solamente, cuando ese otro es un niño o un anciano que, en medio de su declive, percibimos protegido por alguien que atenderá su ocaso. Pero esta conmoción de la escritora se debió a que su hijo, que ya no era un niño, estaba en tal grado de indefensión a causa del debilitamiento de su cabeza. Después de un episodio psicótico, Daniel se desorientó y habló como si hubiese perdido la memoria o la cordura.
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Las experiencias de las enfermedades mentales no son un asunto exclusivo de los pacientes y los psiquiatras. Los que rodean el caso, los familiares del paciente, juegan un papel en ese padecimiento y en el posterior tratamiento. “Lo que no tiene nombre” recoge la incertidumbre de todos aquellos que no entienden por qué a ellos, por qué a él o ella (el paciente), y por qué el cerebro. Y esa incertidumbre, en este libro, se narra con escenas en las que, por ejemplo, sobresale un tono de voz bajo que sugiere salidas, escapes. Las propone para no irritar al enfermo, para no agravar sus dolores ni potenciar sus angustias. Las suelta suavemente, como una caricia que busca aclarar que no se trata de una imposición ni de un “desencarte”. Que las sugerencias de “comer algo rico” o darse un baño después de muchas horas de llanto o de una queja por cansancio, no son superficiales, solo flotadores desesperados de un familiar para, también, salvarse de la impotencia, de esa confusión que le representa querer ayudar en un problema que no entiende. Porque jamás se entiende por completo, y entonces se agradece cualquier pista.
“Lo que no tiene nombre” es, también, el diario de un esfuerzo constante. Sobre los padres, las hermanas y los psiquiatras de Daniel, que desde un ángulo en el que, con lo que pudieron, lo rodearon, pero sobre todo sobre él, que se enfrentó al desafío de vivir en un mundo que le exigía éxito, éxito, éxito. O por lo menos ascenso. Y para Daniel, que con los años fue experimentando con más detalle y aturdimiento las limitaciones de su enfermedad, la colina se empinó sin consideraciones. ¿Una profesión?, lo hizo. ¿La profesión no garantizó un campo de acción amplio o visiblemente exitoso? Afinó sus habilidades, estudió posibilidades y se dispuso a acomodarla para transitar un camino viable en este presente de productividad y cada vez menos momentos dedicados a la contemplación.
“El dolor pareciera, tal vez por ley compensatoria, otorgarnos derechos. De la mano del dolor, por ejemplo, el enfermo grave o terminal puede hacerse un triste y patético tirano. Un gran duelo nos vuelve momentáneamente libres, o al menos así me lo parece mientras veo a los demás detenerse en el umbral de mi pena, poseídos por el miedo o el sobrecogimiento o el pudor” contó Bonnett sobre los primeros días después del suicidio de su hijo. Lo contó analizando las reacciones de los otros, de los que rodean a los adoloridos, que calculan sus movimientos para transmitir solidaridad, amor, compasión. Una medición de fuerzas, todas de difícil comprensión, todas nacidas desde un ardor que sale de la parte superior del estómago, como si allí hubiese un punto de encuentro para la ansiedad, el desconcierto, el desasosiego.
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“Pero además la enfermedad mental es una condena que aísla, que convierte al que la padece en alguien ajeno a los demás, al que queremos mantener un poco distante, ¿cierto?”, agregó la escritora al final de la primera parte. Y ese “¿cierto?” se siente como un puñal. Un inevitable espejo en el que se devela la vergüenza de todos los que nos hemos descubierto huyendo o manejando con desdén (una máscara ante el miedo) la diferencia en el otro, que puede manifestarse como abstracción, frialdad o hasta locura. Porque las enfermedades, a veces, se agravan, y los picos de dificultad de las enfermedades mentales, también a veces, se manifiestan en forma de delirios, de locura. Y ante la locura, no sabemos reaccionar. Y es obvio, quién sabría.
En este libro hay, también, una narración sobre la negación “no puede ser, no puede ser, no puede ser”, que en este caso no duró mucho. Pero también sobre la ternura y el mérito de la voluntad humana. Sobre la dureza de la inteligencia y sobre el amor de una familia, de una madre que, ante la condena de la enfermedad sin cura de uno de sus seres más amados, persistió, y después entendió. Cedió ante la voluntad del otro, del adulto. Sobre una escritora que investigó, leyó, asumió diagnósticos y preguntó esperando verdades, por más duras que fueran. Sobre la vida y uno de sus posibles finales, sobre una decisión.
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