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Durante la Segunda Guerra Mundial, la vida del psiquiatra y neurólogo Viktor Frankl quedó reducida a campos de concentración. Era prisionero. Parecía que había perdido su libertad. Quizá no. Era cierto que, dada las condiciones en las que se encontraba, su libertad exterior había sido aniquilada, pero todavía contaba con un arma que nadie le podía arrebatar: su libertad interior. Podía rendirse ante la vida, quejarse de la situación en la que se encontraba o incluso transformar su sufrimiento. “Al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas —la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias— para decidir su propio camino”, escribió en su libro “El hombre en busca sentido”.
Animó a muchos prisioneros a no ponerle fin a su vida. Tal vez su sufrimiento tenía algún sentido. Otros también tomaron sus propias elecciones. Algunos, a pesar de estar muriéndose de hambre, decidieron regalarle su comida a otras personas que estaban a borde de la muerte. Parecía que los seres humanos podían oponerse a su organismo psicofísico. Y parecía que los individuos eran movilizados por algo y que había dentro de ellos una búsqueda incesante por encontrar sentido. Entonces, algunos se vieron impulsados a continuar porque había alguien que los esperaba. Otros, se vieron animados por la creación, por una obra inconclusa.
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Al final, las personas actuaban guiadas por valores (acciones, personas, objetos, circunstancias). Cada uno tiene su propia jerarquía de valores, quizá para algunos la familia sea lo más importante, mientras que para otros lo sea el amor o el trabajo. Ese sentido, no corresponde a un único sentido; es decir, puede haber, y es preferible que haya, más de una sola fuente de significado.