Los 344 días de la muerte de Joselito Carnaval
El Carnaval de Barranquilla transcurre desde el 1 de enero, primera rueda de cumbia del Barrio Abajo, hasta la muerte de Joselito, el martes de Carnaval. Entre esas fechas, le contamos cómo es el panorama de esta ciudad en la que para muchos cultura y carnaval significan lo mismo.
Ángel Unfried
Cada martes de Carnaval –mientras New Orleans se inunda en collares de Mardi Gras y el Afoxé Baianas do Reino de Oyá se toma el muy negro Carnaval de Salvador de Bahía–, Barranquilla estalla en lágrimas ante la inminente muerte de Joselito Carnaval. Faltan pocas horas para que el trasnocho del martes se desparrame sobre la culposa mañana del Miércoles de Ceniza y así se complete la transición entre los excesos paganos del carnaval y la reflexión religiosa de la Cuaresma. Joselito dormirá la pea durante 344 días, hasta renacer el 1 de enero de 2025, durante la primera Rueda de Cumbia del año.
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Cada martes de Carnaval –mientras New Orleans se inunda en collares de Mardi Gras y el Afoxé Baianas do Reino de Oyá se toma el muy negro Carnaval de Salvador de Bahía–, Barranquilla estalla en lágrimas ante la inminente muerte de Joselito Carnaval. Faltan pocas horas para que el trasnocho del martes se desparrame sobre la culposa mañana del Miércoles de Ceniza y así se complete la transición entre los excesos paganos del carnaval y la reflexión religiosa de la Cuaresma. Joselito dormirá la pea durante 344 días, hasta renacer el 1 de enero de 2025, durante la primera Rueda de Cumbia del año.
Joselito es todos los hombres que viven y mueren el Carnaval de Barranquilla. Su cuerpo enmaicenado y borracho es eros y thanatos en parranda. El espíritu parrandero que estigmatiza a José es matizado al concederle un diminutivo. Una vez revestido de pechiche, el nombre de Joselito se traduce en humildad y rebusque para compartir. En su libro Joselito: rito y carnaval, la investigadora Olaris Martínez afirma que: “Joselito ha permanecido en la ritualidad carnavalesca debido a su origen comunitario. Nació en los barrios como un disfraz con el cual la clase popular se representaba: recolectaba dinero de casa en casa para poder continuar gozando”.
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“Recolectar dinero de casa en casa para continuar gozando” es un imperativo para Joselito y también para los gestores culturales de la ciudad. Ellas y ellos han librado muchas de sus batallas y han llorado sus cuitas por las mismas calles que recorre el rito de Joselito cada martes de Carnaval.
Durante el desfile, las viudas lloran y bailan. En plena carrera 54 con calle 54, una pausa de cumbia alborota el llanto de la comparsa Joselito Criticón. En esa esnaqui está ubicado un templo silenciado de la cultura local: varias generaciones compartimos el esplendor y lloramos la absurda muerte, en 2016, del Teatro Amira de la Rosa. La silueta todavía en pie es un contramonumento a la desidia, una alegoría al “jubiloso porvenir crisol” prometido en un verso del himno de la ciudad, que paradójicamente fue escrito por la poeta Amira de la Rosa.
A pocos metros del teatro Amira se encuentra el coliseo Humberto Perea, uno de los escenarios deportivos beneficiados por la inversión para los Juegos Centroamericanos y del Caribe de 2018. Cuenta la leyenda que la remodelación del coliseo de boxeo afectó estructuralmente a su vecina cultural. La poco probable veracidad de esta teoría alcanza al menos para enfrentarnos con la imagen de un vecino deportista rico junto a una cenicienta cultural pobre. No hay razón para que esta valiosa inversión en deporte termine socavando los cimientos de la cultura. Pero la omisión es concreta y las cifras claras: lo que para el lado del deporte es amplio, para el lado de la cultura es estrecho. Bastaría con repartir un poco mejor los billones, pero nadie se ha inventado unos Centroamericanos y del Caribe exclusivos para la cultura.
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La ciudad en la que crecimos no tenía parques ni escenarios a la altura de los atletas locales. En años recientes, la inversión pública ha dado nueva vida a la grandeza deportiva. Desde principios del siglo XXI, se han repotenciado espacios como el Estadio Metropolitano, coloso de la Ciudadela, que celebra cada domingo la furia tiburona; el Romelio Martínez, donde jugó Pelé, pero donde el rey siempre será Heleno De Freitas; el diamante de béisbol Edgar Rentería, sembrado en el corazón de Montecristo para albergar a Los Caimanes; y mi templo personal –donde a los 13 años me convertí en un ser humano gracias a un balón entre los dedos–: el sublime estadio de baloncesto Elías Chegwin.
Nadie podría ser tan mezquino como para no reconocer el valor de esas joyas de infraestructura deportiva, segundos hogares en los cuales cada tanto una vida sin esperanzas se transforma. Uno de los aciertos que la comunidad agradece a las recientes administraciones distritales y departamentales es la inversión en recreación y deporte. Sin embargo, lo que genera un suspiro de desaliento entre los agentes culturales es el contraste entre esos portentosos espacios dedicados al deporte y el panorama desierto de museos, teatros y facultades de arte. La polis cultural barranquillera parece una Grecia que se apresuró a su destino y llegó a la decadencia sin haber pasado por el esplendor.
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De acuerdo con una publicación del 2 de febrero de 2024 en Noticias RCN, entre los preparativos para los Juegos Panamericanos de 2027, “la Alcaldía de Barranquilla pagó 2,9 billones de pesos para la construcción y logística de la villa panamericana”. ¿Cuánto, entonces, invierten en la cultura?
La respuesta de la Alcaldía es concreta: “En los últimos doce años, la inversión del Distrito en infraestructura cultural privada ha sido de $751.533.775 y en infraestructura cultural pública de $41.897.634.412″. Lo cual –si recuerdo bien las clases de Erasmo Arteta sobre la regla de tres simple– quiere decir que la inversión en cultura durante los últimos doce años equivale al 1,47 % de lo que se gastó en un solo complejo deportivo, la Villa Panamericana –consagrada a unos juegos panamericanos que no transcurrirán en ella–.
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Mientras tanto, como afirma el artículo “Malestar por nuevo plazo para la reapertura del Amira”, publicado en El Heraldo por el periodista Kenji Doku el 21 de enero de 2022: “El último gran evento que albergó el teatro fue el Carnaval de las Artes de 2016. Después, el Banco de la República evidenció fisuras en el teatro, lo cual llevó a una revisión cuyos resultados determinaron que lo mejor era proceder al cierre preventivo y una intervención de fondo. Tal decisión se tomó el 26 de julio de ese año”.
Basta agregar que desde aquel 26 de julio del 2016 hasta hoy 19 de febrero de 2024 –si no me falla la aritmética que mi madre, Ángela Muñoz, me enseñó en un patio del barrio Delicias– han transcurrido 2751 días durante los cuales la fachada tachonada de vitrales del teatro Amira de la Rosa se ha sostenido sobre cimientos ausentes, a la espera de ser demolida –una nueva muerte– hasta que reabra sus puertas a principios de 2027. Dios mediante, Amira no renacerá convertida en una parodia arquitectónica de sí misma, bajo la antiestética urbana cultivada por los filántropos del vidrio.
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Tres efigies de vidrio, donadas por el empresario Christian Daes, acarician los cielos del Atlántico: la primera conmemora el horizonte de una ciudad que pasó de ser Puerta de Oro a mediados del siglo XX, a convertirse en Ventana al Mundo en tiempos de la bonanza del vidrio. La segunda imagen totémica es una aleta que grita “¡tiburón!”, con orgullo juniorista, al extremo sur del Malecón del Río. La tercera fue entregada por Daes el 18 de diciembre de 2023 al municipio de Puerto Colombia: la Ventana de Sueños es un espejo de las migraciones que entraron por ese puerto e hicieron posible la receta libanesa, italiana, siria, alemana, caribe y triétnica que convierte a Barranquilla en una comparsa cosmopolita. Las tres obras fueron creadas con el mismo vidrio que produce la empresa de Daes, y juntas constituyen –peor es na’– uno de los pocos referentes simbólicos y urbanísticos en una ciudad en la cual hasta hace muy poco –al igual que en Ponedera– no había una mondá.
El vidrio también está presente en las ruinas del Amira de la Rosa. Cinco vitrales triangulares presiden la fachada todavía en pie. El problema –o la ventaja– del vidrio es que no puede ocultar lo mucho o lo poco que hay detrás. Ahora las puertas de vidrio del Amira están cerradas, pero entre 1982 y 2016 pasaron por ese escenario eventos culturales como Barranquijazz, el Caribe Cuenta y el Carnaval Internacional de las Artes. Todos ellos han sido esfuerzos de gestores bacanes, ávidos por compartir su pasión: Barranquijazz es hijo, entre otros, de los melómanos Samuel Minski, Mingo De La Cruz, Abraham Rais y Jaime Gontovnik; el Caribe Cuenta es un valiente acto de terquedad oral, liderado por la Fundación Luneta 50, con Zoila Sotomayor y Manuel Sánchez a la cabeza; y el tercer evento –ese otro carnaval que reflexiona sobre este carnaval– merece un párrafo propio.
Al igual que la Fundación La Cueva, el Carnaval Internacional de las Artes nació gracias a la terquedad de Heriberto Fiorillo, Antonio Celia, Efraim Medina y Rafa Bassi, entre un largo etcétera de aliados. Quizá muchos no lo sepan, pero años después de su cierre, la casa donde funcionaba La Cueva, taberna y club de caza en el que se daban cita Obregón, Gabo, Cepeda Samudio y los Fuenmayor, quedó en manos de la familia Char, quienes no tenían planes muy ambiciosos para ese local del barrio Boston. De no haber sido por la terquedad soñadora de Fiorillo y por un inesperado latido en el esporádico corazón de los Char, hoy esa esquina –museo vivo del Grupo de Barranquilla– sería una prosaica droguería Olímpica. Siempre precios bajos, siempre.
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Con ese mismo ímpetu, Fiorillo y Celia crearon en 2007 el primer Carnaval de las Artes. Las primeras versiones transcurrieron en el Amira de la Rosa, cuyas 949 sillas nunca vieron tanto color: a los organizadores se les ocurrió la genialidad de no cobrar entrada a quienes se presentaran disfrazados. Un carnaval así tiene el poder de disolver la frontera entre los artistas y el público.
Aquellos fueron los años de esplendor. Miguel Iriarte, director de la Fundación La Cueva y del Carnaval de las Artes, así los recuerda: “Para las primeras diez ediciones los aportes de los sectores públicos y privados fueron buenos. Poco a poco algunos, los del sector público especialmente, han ido disminuyendo de manera notoria. Después de la pandemia estas disminuciones se volvieron críticas, aunque hay que decir que algunos auspiciantes del sector privado han sostenido su apoyo”.
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El Carnaval de las Artes es una de las dos iniciativas nacidas como reflexión en torno al Carnaval. La otra es La Carnavalada, fundada por los teatreros Mabel Pizarro y Darío Moreu. En palabras de este último: “nace en 2001 por la necesidad de un espacio estacionario para las artes escénicas. Al comienzo, el apoyo oficial era mínimo y recibíamos algunos aportes privados, pero gracias a los estímulos creados en el acuerdo del Concejo con la Alcaldía, a partir del 2013 empieza a haber un apoyo significativo que nos ha permitido desarrollar con mayor dedicación esta propuesta”.
Los primeros años de La Carnavalada tuvieron lugar en el barrio Bellavista, frente a la sede de ¡Ay, Macondo! Sin embargo, la explosión de visitantes en todas las actividades –oficiales y alternativas– del Carnaval de Barranquilla desbordó también La Carnavalada y los obligó a mudarse a la explanada del Museo del Caribe –otro cadáver insepulto de la polis cultural quillera–.
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Orlando Carvajal fue el último gerente al que le tocó lidiar con el chicharrón de este magnífico y abandonado templo. En sus palabras: “El cierre del Museo del Caribe se debe al agotamiento de la sostenibilidad financiera: resultó inviable sin el apoyo de entidades públicas, con las cuales se había trazado un plan de recuperación”. Sin este espacio, eventos como La Noche del Río, El Caribe Cuenta, La Carnavalada y varios conciertos del Carnaval de las Artes quedaron sin techo.
Cuando nació, en 2009, el Museo del Caribe se sumó a un esfuerzo desde el sur y el centro de la ciudad por llenar el vacío cultural que el norte no había logrado sortear con éxito. Desde los noventa, Barlovento contaba con la Plaza de la Aduana como sede de la Biblioteca Departamental; mientras el Barrio Abajo tenía la Casa del Carnaval, donada por la familia Caridi a Carnaval S.A. y, desde hace apenas dos años, abrió sus puertas en la cuadra contigua el Museo del Carnaval.
La distancia entre los dos museos situados en los extremos del párrafo anterior es, por decir lo menos, abismal: mientras el primero involucró una significativa inversión en investigación, tecnología e infraestructura, el otro es un flaco homenaje al Carnaval, una reducción al absurdo de la más poderosa expresión de la región: todo el Museo del Caribe era un monumento justo para las dimensiones de Gabriel García Márquez, de quien tomaba el nombre; mientras que todo el Museo del Carnaval no alcanza ni para inspirar una letanía fúnebre.
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La reciente movilidad urbana ha dado nueva vida al sur, antes visto con sospecha desde la distancia. La valorización de esta zona coincide con la explosión turística en torno al Carnaval: el evento cada vez se taquea más de gringos que no adolecen del espantajopismo y el miedo que los barranquilleros del norte le tienen al centro y al sur de su ciudad.
La reactivación cultural avanza paralelamente con la gentrificación. Varios líderes han hecho un esfuerzo para que la oferta cultural de Barrio Abajo sea, realmente, de Barrio Abajo. A algunos –como la Casa Amarilla– los drenó la extorsión y tuvieron que cerrar sus puertas, otros continúan en pie –como Casa Morón–, contemplando la marejada de gringos y cachacos que descubren el totumazo de Montecristo y son seducidos por el picó, frente al cual entregan sus teléfonos celulares a emprendedores del barrio como ofrenda al Rey Momo.
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Filósofo repatriado desde Bogotá, Camilo Morón abrió la casa cultural que lleva su nombre y que sintoniza el espíritu del carnaval con diversas expresiones: “Casa Morón nace a finales de 2017, en medio de la crisis cultural (cierre de museos, derrumbe del edificio de Bellas Artes, etc.). Abrimos el patio de esta casa en Barrio Abajo para lanzamientos de libros. Después sirvió como escenario para exposiciones, proyecciones, locación para grabaciones y plataforma de difusión para músicos, Djs y productores”.
La generación de la que hacen parte líderes como Morón, Jaider Orsini, Jao, Fadir Delgado, Simón Sánchez, Walter Hernández y Toni Celia, es heredera del terreno cultivado por Mabel Pizarro, Moreu, Fiorillo, Antonio Celia, Zoila, Vicky García, Fabiola Acosta y Miguel Iriarte; muchos de ellos han estado marcados por la admiración al Grupo de Barranquilla y, más recientemente, por referentes como el inmenso Aníbal Tobón –el “animal tomón” de Salgar, precursor de concervezatorios con filosofrías–.
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Entre los espacios que, contra viento y marea, continúan activos desde hace casi cuarenta años está Luneta 50. Desde 1986, Manuel Sánchez, Zoila Sotomayor, Luis Henao y Ligia Rincón han paseado su patio de poetas, teatreros y cuenteros por el costado norte-centro histórico de la ciudad. Las casi cuatro décadas al frente de este acto de terquedad les han permitido vislumbrar la curva de unos apoyos siempre escasos en contraste con los espectadores en crecimiento constante.
“Cuando iniciamos, no existían respaldos para iniciativas culturales independientes. Si no tenías un político o un concejal como padrino, un apellido ilustre o una reina de carnaval o de belleza en tu listado de familiares o amigos, tus peticiones no llegaban a nada. Éramos jóvenes, felices y resilientes; casi todas las necesidades las gestionábamos con recursos propios, la solidaridad de los amigos y ‘pasando el sombrero’”, afirman Manu y Zoila.
Remando en medio de la misma corriente, Vicky García ha creado el evento de ilustración más grande de la costa Caribe y ha establecido puentes entre la edición infantil y el arte urbano. “La gente nos acompaña en cada proyecto, y yo creo que por eso vale la pena insistir, porque el problema de nuestros países es el acceso a los bienes culturales; quienes hacemos gestión tenemos la responsabilidad de facilitar ese acceso a la ciudadanía”, afirma Vicky, directora del Festival Épico y de la Librería Dos Mangos.
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La tenue correlación entre el crecimiento de espectadores y el acceso a recursos e infraestructura para satisfacer la demanda cultural ha convertido en aliadas a las áreas de responsabilidad social de empresas como Gases del Caribe y a universidades, como la Simón Bolívar, la del Atlántico y la del Norte. Mientras el hermoso edificio de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad del Atlántico voló en átomos bajo la gravedad del abandono y los vitrales del Amira se han llenado de telarañas analfabetas, la Universidad del Norte ha ido asumiendo una responsabilidad de puertas para afuera, hacia toda la ciudad.
Toni Celia –cuarto Antonio Celia de una dinastía de migrantes italianos– es el responsable de la cultura en mi amada, corroncha y arribista alma matter. Su gestión en la Universidad del Norte ha apuntado a los más diversos frentes de la cultura: la estética picotera, las artes visuales, la edición y la radiofonía, y ha abierto alianzas con otras universidades para llegar a toda la ciudad. “La Universidad tiene una doble responsabilidad: con su público inmediato, la comunidad estudiantil y académica, y luego con el público general. Es difícil navegar las dos. Ambos públicos son un reto de interpretar, más aún en una ciudad en la que el público es muy volátil”, afirma Toni.
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En un instante cósmico, un amigo no muy sobrio me preguntó hace años: ¿a qué se iban a dedicar los gestores culturales una vez todo el espacio hubiese sido generado? Hoy puedo responderle, con certeza, que en el vacío no existe el viento pero sí la gravedad. En caída libre, viajamos juntos hacia el tiempo tratando de encontrarnos. Esas constelaciones son, a su vez, familias: Fiori, Efraín y Celia; Manu, Simón, Mingo, Salomé y Zoila; Moreu y Mabel; Antonio, Antonio, Antonio, Antonio y Carla; familias que nos recuerdan que las dinastías no son solo políticas y que las herencias no son solo farmacias y vidrio.
En la biblioteca de la Universidad del Norte hay un cubículo desde cuya ventana se ve cómo el Magdalena, cansado de ser tan grande, decide doblegarse ante otro gigante más sereno, el mar Caribe. “Cuchilladas del río sobre el mar” fue la imagen que usó Amira de la Rosa para describirlo en el poema que le legó a Barranquilla como himno. La poesía como espada, como burro de batalla: Amira y Meira del Mar son espejos mutuos de la palabra transformadora de sus tiempos, paralelas y distantes a la popular Esther Forero. La poesía de Meira es capaz de conjurar la muerte del teatro que lleva el nombre de Amira: “Otra cosa es la muerte”, se lee en el verso final del poema “Muerte mía”. La de Joselito y la de la cultura son muertes hermanas en su violencia simbólica, pero también en su estado ritual y transitorio.
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Joselito renacerá el 1 de enero en la Rueda de Cumbia del Barrio Abajo y la comparsa Joselito Criticón saldrá a las calles armada de letanías que cantaremos el martes 4 de marzo de 2025. De nuevo, bailaremos y lloraremos como viudas eternas de Joselito, seguiremos la voz cantante de Loren Muñoz Patrón, lloraremos bebiendo Ron Blanco frente a la silueta fantasma del Amira de la Rosa y reventaremos cumbia hasta llegar a Casa Morón. Quizá para entonces esas ruinas y las promesas institucionales para rescatarlas parezcan un poco más realistas que desde la actual orilla.
“El Teatro Amira de la Rosa es propiedad del Banco de la República, entidad que tiene el compromiso de financiar 100% la intervención. En aras de preservar sus valores estéticos, arquitectónicos y simbólicos el banco ya inició la Fase 2 y, a partir del 2025, se espera que se desarrolle la Fase 3″, afirma la oficina de prensa de la Alcaldía de Barranquilla. “Respecto al Parque Cultural del Caribe, se ha suscrito un memorando de entendimiento, donde convergen las intenciones y la coordinación de acciones a realizar”, agrega la entidad con discreción técnica.
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Entre la vida y la muerte, entre la fiesta y la cultura, asoma un meque de esperanza. El Magdalena “nace” en el Macizo colombiano, pero nadie se atrevería a decir sobre su encuentro con el Mar Caribe que nuestro río “muere” en esas aguas. La desembocadura de un río es, quizá, la forma más poderosa de imponerse a la muerte transformando la sustancia propia. Cada martes de Carnaval –mientras Rio de Janeiro vibra entre batucadas y las máscaras pueblan las calles panameñas de Portobelo–, Barranquilla estalla en lágrimas ante la inminente resurrección de Joselito Cultural.
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