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A W. A. D. C.
Este viaje va a ser triste, pensó Matilde cuando se bajó del taxi. Había caído en la trampa de su madre. Aceptó ir a visitar al tío Ariel. El problema no era visitar al tío, eso de todas maneras lo habría hecho, el problema fue que aceptó ir a almorzar con su prima y el tío el primer día del viaje, y como el avión se retrasó un poco, tuvo que llegar directo a Torices, a casa del tío, sin siquiera darse el tiempo de mirar el mar con la tranquilidad que desearía ni quitarse el calor con un buen baño.
Su prima Lidia la recibió con cariño, la abrazó y desde el inicio le agradeció la visita. Una vez adentro de la casa, sentadas en dos mecedoras bajo las aspas de un ventilador que no parecía mover el aire, la prima le contó una vez más cómo sus hermanos la fueron dejando encargada del tío, la fueron abandonando a ese destino de repetirle el día entero historias de una vida ya perdidas en la mente de él, para ejercitarlo, para que no lo perdiera todo. Una empleada les trajo dos vasos de limonada con panela, esa limonada de pobre que a Matilde le recordaba los viajes a la finca en Mariquita. Pasaron a almorzar sin que el tío se hubiera despertado de una siesta tempranera. Durante el almuerzo Matilde intentó una y otra vez contarle cosas de Bogotá, de la familia, pero la prima no podía salirse del relato del padre.
—Mi mamá te mandó muchas saludes.
—Gracias, tan querida —contestó la prima mirando hacia la habitación del tío para ver si ya se había despertado—. Tengo que arreglarlo antes de traértelo, no quiero que lo veas mal.
—Tranquila, yo solo quiero darle un abrazo.
—Pero no se va a acordar de ti. Solo se acuerda de sus papás y sus hermanos, hasta a nosotros nos olvidó.
—¿Supiste que se casa Julieta? —le dijo Matilde para cambiar el tema sin mucho éxito.
—No sabía. ¿Qué te trae por acá? ¿Para qué vienes a esta ciudad tan húmeda a ver a este viejo enfermo?
Matilde no supo cómo contestarle. Qué de su respuesta podría escuchar su prima, que estaba perdida en los vericuetos de la sin memoria del padre. Cómo decirle que viene a poner en orden sus recuerdos de una novela porque vio la adaptación que le hicieron al cine y casi muere de furia. Explicarle que un amigo le ofreció unas noches en el Hotel Almirante y decidió venirse sin Luciano, su marido, aunque lo extraña y no sabe cómo hacer para que no viaje tanto, para no sentirse tan sola, para que finalmente puedan establecer una familia. Cómo decirle que le gusta El amor en los tiempos del cólera y quiere encontrar los lugares en que se desarrolla la historia. Cómo contarle a la prima tantas nimiedades cuando la vio hundida en ese hueco que es la vida entregada a otro, y sobre todo otro a quien ella se dedica y no puede siquiera recordarla.
Matilde se tomó la sopa hirviente que la señora del aseo les sirvió, una sopa de pescado que Matilde no entiende cómo pueden comer en medio de tanto calor. La estremece ver que la prima regresa constantemente a darle el parte médico completo, se lo dio como quince veces durante la conversación, que ya no ve nada, que solo recuerda lo más remoto, que no puede moverse en absoluto, y luego el parte de los cuidados que debe tener con él, darle toda la comida licuada porque se ahoga, ponerle pañal porque se orina en los pantalones y a veces hasta se le salen las heces, evitar que oiga noticias porque después no puede dormir, se despierta y grita lo que uno ha oído. Una y mil veces la noche entera. Como hace poco que oyó una noticia y pasó toda la noche gritando: mataron a un joven en La Boquilla, mataron a un joven en La boquilla.
—¿Te imaginas, despertarse con esos gritos? Me levanto y lo veo, pero él no está acá, él no está en el mismo lugar que yo. Lo muevo, lo volteo y sigue igual. Gritando cada cinco minutos y yo toda la noche despierta.
Matilde no puede entender cómo se han venido a vivir a este barrio residencial, en medio de un calor insoportable. Ni la cercanía con el Castillo de San Felipe salva a este barrio del espanto, pensó Matilde. Al tío Ariel lo trajeron a esta ciudad porque ya no podía respirar en la altura de Bogotá. Matilde no recuerda quién pensó que lo mejor era Cartagena, una ciudad tan lejana, en vez de algún pueblo cerca de la ciudad. Una condena para su prima, quedar tan lejos, encerrada en esa casa en medio de Cartagena, donde no llegan ni noticias del mar. Y la prima sigue hablando, encerrada en un mundo impenetrable donde solo existe el padre. Matilde piensa que si viviera en una ciudad como esta, seguro sería en un apartamento con vista al mar.
Luego de mirar muchas veces hacia el cuarto, la prima en un momento saltó de la silla y corrió. Matilde se quedó en la mesa, terminando sin muchas ganas la sopa que ya por fin empezaba a enfriarse. Oyó gemidos y la voz de la prima dando instrucciones sobre cómo sentarse. Luego regresó con el tío en la silla de ruedas. Hacía pocos años Matilde lo había visitado, pero aún era un ser con el que se podía conversar, ahora no pudo ni saludarla y lo único que decía era aló, aló, y a Matilde le dolió ver que la vida de su tío quedó colgada de una llamada telefónica en la que perdió hasta el último recuerdo. No fue capaz de abrazarlo. Le tocó un hombro. Qué displicencia, pensó Matilde. Qué miedo le dio, como si fuera contagioso, como si el contagio fuera por el contacto y no por los genes. La prima no dijo nada, no preguntó por el abrazo, no le insinuó nada, solo le preguntó al tío:
—Papá, ¿se acuerda de Matilde, la hija de Consuelo?
—No —contestó el tío con los ojos abiertos y sin rumbo.
—Papá, ¿se acuerda de Consuelo, la hija de Manuel?
—No.
—Pero de Manuel se acuerda, ¿cierto?
—Sí, cómo no, mi hermano, ayer vino y me trajo unos chocolates.
—¿Lo ves? —dijo la prima mirando ahora a Matilde, con esa manera de hablar que ignora por completo la presencia del enfermo. Como si de repente estuvieran en otra franja de la realidad, a la que la prima está segura de que él no puede acceder— cree que los hermanos vienen a verlo.
Los minutos que pasaron cerca del tío fueron inacabables. Matilde seguía trayendo noticias de Bogotá y la prima regresaba al único tema del que podía hablar. Se despidieron. Matilde tenía los ojos aguados. Hizo su mayor esfuerzo para no llorar frente a la prima, no quería que se diera cuenta de su desconcierto, del miedo. La prima le dio un abrazo ya sin ánimo. Matilde temió tener que dejarla sumida en esa otra franja de la realidad, en ese mundo donde habitaba el tío y que la prima deambulaba sin poder escapar.
Se bajó del taxi en la entrada a Bocagrande. No le importó que aún tenía la maleta, quería caminar por la playa, sacarse la tristeza y el miedo que le produjo la visita. Le hubiera gustado llamar a su madre, decirle que nunca más dejaría que le cambiara los planes. Matilde empezó a patear la arena, el agua, se le mojaron las piernas y el vestido de lino verde quedó chispeado de agua, le gusta la sensación de cosquilleo que produce la sal al secarse con los rayos del sol. Hoy le tiembla el cuerpo desde adentro, como un volcán a punto de estallar. Siempre le ha gustado viajar, de hecho ha pasado más de la tercera parte de su vida viajando, recorriendo muchos lugares del mundo, y sus viajes se volvieron esenciales para manejar sus estados de ánimo. Con el tiempo ha descubierto que lo que más le gusta de viajar es esa permanente conciencia del deseo, de satisfacer sus deseos, conciencia que pierde en el vida cotidiana cuando le impone ritmos, encuentros, alimentos que ella no puede decidir con tanto cuidado. Por demás, Matilde tiene una relación difícil con las durezas de la realidad y en los viajes la pueden atacar tristezas causadas por lo que ve, o por lo que vive, y para ello tiene siempre el plan b, sumergirse en mundos de ficción. Desde niña ha vivido rodeada de libros, los que le leía el padre, los que le regalaba la madre, y ese gusto voraz por la literatura hace que los libros de ficción sean su guía de viajes y le mitiguen las congojas que la sobrecogen con tanta facilidad. Canadá con Alice Munro, el sur de los Estados Unidos con la O’Connor, Dublín con Joyce, Buenos Aires con Borges, París con Cortázar (una pequeña concesión latinoamericana), Praga con Hrabal, Tokio con Murakami, y hace pocos meses, en una de sus recientes excentricidades, visitó con su marido el norte de Rusia de la mano de un autor reciente que le encantó, Golovanov. Se quitó las sandalias y caminó por la playa. Quiere regocijarse con el mar, hacer esa conexión con el agua, con la arena, con los movimientos del mar, que tanta tranquilidad le producen, pero hoy no puede, esa imagen de la vejez la dejó perturbada. Se siente dentro de una gran caverna, en un espacio muy oscuro donde solo quedan sombras. Aunque esa caverna es el miedo inmenso que la embarga en este momento, el temor de no saber a dónde irá su futuro, qué locura amarga la acompañará con los años (varias personas en su familia en estados catatónicos), lo único que se permite pensar es en detalles minúsculos. Detalles que parecen ocultar las verdades hondas que la aterrorizan. Hace un sol intenso que se refleja duplicado con fuerza en el agua. Saca sus lentes oscuros y al ponérselos se seca las pocas lágrimas que han logrado aflorar en su confusión.
Siente una ansiedad incontrolable. Camina más rápido, como si huyera de una horda de matones o como si lobos de muchas especies la estuvieran persiguiendo. Siente que la gente la mira y la aterra ver su elegancia arrastrando una maleta por la playa. Le duele que su belleza se diluya en la imagen de una lunática caminando por el mar. Matilde es una mujer alta, muy delgada, de piernas larguísimas. Lleva un vestido de manga sisa corto que le deja ver las piernas musculosas (horas y horas de ejercicios). Su rostro tiene facciones suaves, un rostro alargado, con ojos café claro, y unos labios delgados que albergan una sonrisa luminosa. ¿A dónde llegará ella, qué memoria o qué destino de locura le espera? Piensa en el escritor, sí, en Gabo, terminar igual que el tío, perdido de sí mismo, sentado en una silla sin saber siquiera quién es, abrumado por una realidad que lo despoja de todo sentido. Cuando la prima trajo al tío arrastrado en la silla de ruedas, Matilde sintió náuseas, un escalofrío por todo el cuerpo y se preguntó, en un instante, qué hacía ahí. Para qué había llegado hasta ese lugar. ¿Qué lazos tortuosos nos impone el amor?
La playa es larga y Matilde no para de caminar. Piensa que si hubiera hecho bien los planes estaría sentada frente al mar tomándose una piña colada o comiendo un mango biche. Pero dejó que el día se le dañara. Sigue dando golpes al mundo con sus pies. Los mismos pies que Luciano ve como de porcelana. Que se quiebren, que se reviente todo, siente ella. Piensa en algunas noches en las que Luciano no está y ella teme a las leves paranoias que le dan. Oye ruidos o siente el corazón latiendo muy rápido, le parece que con los años va perdiendo seguridad en la noche, la asusta pensar que la soledad ya no le cae tan bien. Piensa en las sombras que ve, en las palabras que oye susurradas fuera de casa y que ha llegado a pensar que son puros inventos de su mente, que se pierde a cuenta gotas.
Quiso venir a Cartagena sola porque está cansada de que Luciano viaje todo el tiempo, que su trabajo lo mantenga tan lejos y ella encerrada en esa casa inmensa que construyeron. Sus amigas le dicen que ese sí es un marido contemporáneo, que no le importa si ella sale ni lo que haga, y menos en su ausencia. Matilde sabe que tienen razón, que sería horrible estar con un hombre que la controlara. Pero, se pregunta en esta playa, con esta ansiedad que la carcome, ¿y si a Luciano le interesara más quién soy, cómo estoy? No quiere pensar en eso. Se da una respuesta rápida, tal vez la soledad le está pegando duro o, más bien, tanta distancia hace que no se sienta amada como antes. Tal vez si hubiera logrado tener un hijo con Luciano todo sería distinto. Querían un hijo y ella alojaba la esperanza de que llenaría todos los vacíos que la vida diaria con su marido traía. No le gustaba pensar en eso. Le molestaba esa suerte de entretiempo en el que se colaba el miedo y la dejaba con una sensación de soledad que le parecía inentendible. ¿Podría el hijo salvarla de la soledad, de la locura? Y le dolía la idea que venía siempre después de esa pregunta: Luciano no lograba darle la plenitud que ella imaginaba que en la madurez uno debía alcanzar. Ya pasará, pensó. El domingo se encontrarán y todas estas sensaciones de hoy quedarán en el pasado.
La ansiedad se le fue llenando de vergüenza, de una sensación horrible de preocupación por la imagen que estaba construyendo de sí misma. Pensó en que si muriera esa noche, ninguno de sus seres queridos sabría que ella había caminado por esa playa sintiendo este ahogo, esta suerte de muerte en vida en la que el terror la rodea y le borda un manto de futuro negro y espeluznante, solo la habrán visto estos cuantos desconocidos que la observan con desidia y que la olvidarán al salir de la playa. Se sienta frente al mar, tan cerca de las olas que cada tanto debe correrse para que no se le moje ya por completo el vestido de lino puro y una vez más la vergüenza le trae una sensación oscura de inmediatez, se ve ínfima, insignificante. Pero a la vez sabe que dentro de su vida, en su mundo, ella es todo, una gran inmensidad, y que si un día la agobia la locura, la rodean voces o la deja la memoria, el dolor será más que infinito. Tiene la teoría de que el enfermo, por no decir el loco, sabe lo que le ocurre, que hay un lugar de la locura que guarda una traza de lucidez y permite sentir el dolor de alejarse definitivamente de la realidad. Se levanta y antes de llegar al hotel se queda mirando varios minutos los pequeños moluscos de la playa que salen con el venir de las olas y se hunden con su retirada. Observa ese gorgoteo, esos movimientos tan inteligentes con que esos seres diminutos logran ocultarse. El sol está en el punto, piensa Matilde, en que todo parece transparente en las playas, son casi las cinco y la luz ya no tiene la intensidad del mediodía. Los edificios, la arena, las personas, el mar mismo tienen ahora un manto de luz sin color, todo parece gravitando en la más absoluta irrealidad y solo allá, al fondo, la ciudad amurallada, con su luz propia, alcanza a salvarse de la invisibilidad. Le gustaría quedarse a ver el atardecer, pero Matilde sabe que solo una siesta logrará sacarla de este estado de tristeza. Mira el mar unos segundos más, se despide del tío Ariel y se pregunta si lo volverá a ver. Camina hacia el al hotel.
Matilde despertó de la siesta. El sueño sirvió para mitigar la ansiedad, no la sensación de soledad. Tomó el baño de inmersión que estaba necesitando y para tratar de estar mejor, le puso espuma de jazmín, que generalmente logra elevarla del suelo, sacarla de la contundencia opresora de la realidad. En la tina se concentró en la novela de los ancianos enamorados. Hacía pocos días Luciano había llegado un viernes en la noche con dos botellas de vino español y dos películas: Amor y El amor en los tiempos del cólera. La primera fue una revelación, una película hermosa que hoy quisiera no haber visto, porque su solo recuerdo une los hilos entre su futura vejez, el tío Ariel, su escritor favorito (pese a que ya no esté de moda), Florentino Ariza y Fermina Daza, y todos ellos traen ecos de sus nociones del amor, de la vida y de la muerte, que esta noche no guardan buenos pensamientos. ¿Podrá dormir esta noche? La segunda película fue un desastre. En la época en que la estrenaron en cines ella no quiso verla, amaba tanto ese libro que no le pareció adecuado terminar con ese comentario nostálgico y tonto de que es mejor la novela que la película, pero temía que así iba a ser. No se equivocaba. Le pareció una caricatura horrible de esa historia de amor que a ella le marcó la vida cuando a sus catorce años la leyó en un barco en el Amazonas, mientras veía delfines rosados saltando en el río. Por eso, cuando su amigo Miguel la llamó a decirle que tenía un fin de semana pago en Cartagena y no podía ir, Matilde, aunque Luciano no iba a estar, decidió aceptar la invitación. Viajar sola no era raro para ella y además eso de ir en busca de las escenografías de García Márquez no era nada fácil de compartir con cualquier persona. Cuando iba saliendo de la habitación, pasó a mirarse en el espejo, en ese momento la estremeció darse cuenta de que Luciano nunca había visto ese vestido de boleros, corto, hecho de una muselina con flores diminutas, y esas sandalias verde aguamarina que había comprado la semana anterior. Estás espléndida, se imaginó que su marido le habría dicho. Salió.
Empezó el recorrido frente a la Universidad de Cartagena. Nunca ha entendido por qué, pero sus caminatas en la ciudad amurallada siempre empiezan allí, en ese edificio que, como casi todos los edificios de esa ciudad, guarda historias de siglos y han transmutado de conventos a hospitales a hoteles o centros educativos. Matilde recordó que esos edificios han albergado religiosos fervientes o dudosos e innumerables muertos de las pestes o las guerras, como ha leído muchas veces en ese libro que lleva en las manos y que le sirve de guía para esta noche sin encantos que debe transitar. Sabe que en la ciudad puede haber viejos conocidos, pero no quiere buscar a nadie esa noche. Baja por la calle de la Soledad hacia la Plaza de Santo Domingo. Un cochero pasa y le ofrece sus servicios. Matilde lo mira, le sonríe y le hace con la mano un gesto amable de despedida que significa no necesito su ayuda, conozco bastante bien el centro histórico. Pero inmediatamente cae en cuenta de que para su plan de la noche le vendría bien contratar un cochero.
—Señor, señor —le grita y corre hasta donde él detiene el coche. La sola idea de pasarse esa noche caminando como un zombi con un libro entre las manos la perturba y por eso le parece mejor y más amoroso con ella misma dejarse llevar en su búsqueda por un caballo y un cochero.
—Le ofrezco la vuelta de cuarenta o la de sesenta.
—Gracias —lo interrumpe Matilde, que sabe que le va a dar toda la explicación de los planes turísticos—, yo no quiero una vuelta normal.
—¿Cómo así? —pregunta el cochero y le abre los ojos con un cierto dejo de que por fin le va a pasar algo diferente. Pero lo que Matilde le dice no le suena atractivo, más bien le parece un embeleco, ganas de gastar la plata en cualquier cosa, piensa, buscar las casas en que se inspiró un escritor. Lo que sí le gusta es la idea de llevar a esa mujer tan bella y sola en su coche.
—Siga, señorita, vamos a ver si sé cómo darle gusto.
Matilde, ya sentada en el coche, reconoce que fue buena idea contratar el servicio, ella sabe que para llegar de un lugar a otro de la ciudad amurallada da vueltas absurdas. Recuerda una vez que caminó por esas calles con un amigo escritor en un Hay Festival. Él no había estado nunca en esa ciudad y estuvo muy agradecido con ella porque lo llevara a todos los lugares que él quería visitar, pero antes de despedirse, cuando ya el viaje había terminado, no aguantó las ganas de preguntarle a Matilde si alguna vez le habían enseñado que existía la línea recta. Ella no entendió el comentario hasta varias horas después, en el avión, donde soltó la carcajada. Por eso estaba encantada de ver cómo el cochero conocía perfectamente cada calle, cada casa que ella estaba buscando.
El cochero la lleva, para empezar el recorrido, a la Plaza de Bolívar, pasan frente a la catedral donde cuenta el narrador que Fermina Daza se encontró con la mirada triste de Florentino Ariza. Como es de noche, Matilde no logra sentir el sopor que Juvenal Urbino sintió cuando horas antes de su muerte pasó por la catedral y la Plaza de Bolívar y vio entre las palmeras africanas la estatua del Libertador. En la otra esquina ve el Palacio de la Inquisición, como el baluarte de la perversidad humana. Piensa en García Márquez, ¿cómo habrá sido su investigación? ¿Cómo hace un autor para conjugar las ideas que tiene en la cabeza, esa trama invisible de una historia para ser contada con los rincones de la realidad? Casas, calles vividas en las condiciones del siglo XX que nuestro nobel escribió como si estuviera viviendo en otra época. ¿A qué dulce mujer quiere recuperar en esas palabras?, ¿qué vieja historia de la familia, del país quiere reconstruir para ir a contar esa Cartagena plagada de ratas y enfermedades? Y al mismo tiempo convertirla en escenario de un amor que justificará la vida de muchos ancianos. Recuerda que en esos días leyó un artículo de la columnista feminista que le agradecía al nobel haberles dejado a los mayores la posibilidad de enamorarse como algo digno y posible. Matilde vuelve a pensar en la vejez, en ese momento que ella anticipa como un lugar de locura. Le duele sentir que la vejez ya se le insinúa y ella aún no logra tener un hijo. Piensa en su tío. Piensa en la prima durmiendo ese sueño sin reparo de imaginarse que el día siguiente será igual al de ayer y al otro que vendrá después. La imagen perfecta de las miserias cotidianas, piensa Matilde, cuando el cochero le avisa que han llegado a la calle del Candilejo. Matilde recuerda la escena. Florentino Ariza bajando del tranvía, una mujer persiguiéndolo. Él pensando que es una puta que quiere que le compre los servicios y ella sin aliento tras de ese hombre que puede darle un trabajo en la Compañía Fluvial del Caribe. Años después, ese narrador pretencioso pero certero del maestro caribeño, y le da una risa contenida pensar en ese escritor con esas palabras, como si en su mente estuviera más que buscando lugares de su novela, escribiendo la nota mortuoria, dice que esa mujer, Leona Cassiani, que en esa calle lo persigue, había sido en verdad la mujer de la vida de Florentino sin que él siquiera lo supiera. ¿Cómo puede uno pasar tan impunemente por las verdades de la vida? ¿Podría una mujer como yo, se pregunta Matilde, estar ciega por siempre al hombre de la vida? ¿Existe tal cosa? ¿El hombre de la vida?
Pasan por el Portal de los Dulces, que en la novela se llama el Portal de los Escribanos. Matilde se baja del coche unos segundos y se interna entre los puestos de dulces. Y se siente observada, con desgano, por los ojos de Florentino Ariza, que no tenía ojos más que para su amada. Piensa en Fermina Daza, en su paso altivo, en esos dulces que compra en ese mismo lugar. Recuerda también la imagen de Florentino escribiendo por años cartas de amor a Fermina a través de los enamorados que le pedían ayuda en sus tormentos. Matilde vuelve a sentir cierto desasosiego, siente que algo de su vida se está perdiendo, que un centro antes ubicado con naturalidad se le escapa en este momento. Y para completar la turbación, minutos después, cuando se sube otra vez al coche, pasa frente al Hotel Boutique, donde se quedó con Luciano la vez anterior. Lo imagina en la puerta del hotel, con su cuerpo delgado y estirado. Su pelo negro que cae sobre los hombros, y esa pinta impecable con aire aristocrático. Matilde se sonríe cuando se ve pensando en los rasgos europeos de su marido como rasgos aristocráticos. Hegemónica, piensa. Recuerda una escena de la semana anterior. Luisa, su amiga del colegio, vino a visitarlos y llegaron al tema del cine, como es debido.
—¿Vieron Amor?
—Sí —respondió Matilde con ese afán que trae consigo la fascinación—, y nos encantó.
—Yo les recomiendo a todos mis amigos que están solos que no la vean, esa película hay que verla con alguien en quien uno pueda confiar el fin de su vida.
—Luciano se mantuvo en silencio tomando la ginebra de todas las noches con total pausa. Impasible. Matilde conectada con la conversación.
—Tienes razón, no lo había pensado, por suerte nosotros la vimos juntos. No sé cómo me habría sentido si la viera sola.
—Normal —contestó Luciano entrando en la conversación después de su silencio distante—, yo ya la había visto en Nueva York y no me dio nada, ustedes que son escandalosas.
Ya la había visto, piensa ahora Matilde y recuerda la rabia que le dio en ese momento porque no se lo dijo. Recuerda que su rostro se enrojeció y sintió una furia mayor al pensar que le preguntarían por qué se había coloreado como una vil quinceañera. Cuántas cosas no le dirá de sus viajes, cuántas situaciones emocionantes y vitales están sucediendo en la vida de Luciano y ella ausente por completo. La vida de Luciano sucediendo a lo lejos, como el sol poniéndose en el horizonte del mar que uno observa y nunca podrá alcanzar. Pasan por el Parque Fernández Madrid y ven la casa donde García Márquez imaginó que vivía Fermina Daza. Una casa blanca, de dos pisos con veraneras de varios colores colgando de los balcones. Luego la calle de las Ventanas, y Matilde trata de imaginarse cuál podría haber sido la casa que la madre de Florentino preparó para esa feliz pareja que no se consumaría hasta después de que ella misma estuviera muerta. Ella también muriendo en la más terrible soledad de la locura, de la pérdida de la memoria. ¿Cuántas veces se habría imaginado García Márquez que él terminaría igual? Los conventos, y Matilde imagina en cuál pudo estar el cine donde iba Jeremy de Saint Amour a sentarse, lejos de su amada, para nunca ser visto con los ojos del mundo como un ser enamorado. El cochero, cada vez más contento con su tarea, Matilde feliz de ver esos lugares, arropada por ese calor fresco de la noche cartagenera, bajo un cielo estrellado y bajo el efecto de las varias cervezas que ha ido tomando en el camino. Finalmente pasan frente a la casa de García Márquez. La pared terracota y esas palmeras que salen como una explosión de vida. Hay luces encendidas. ¿Estará ahí?, se pregunta Matilde. ¿Qué queda en la mente cuando no hay memoria?
En la mañana del sábado se levantó muy temprano y salió a trotar a la playa. El recorrido de la noche anterior la reconfortó. El sol no había despuntado y Matilde encontró un poco de felicidad por estar en ese momento en que la playa estaba muy sola y la luz de la mañana renovaba el paisaje. Sintió que, a diferencia de la tarde anterior, el paisaje que la rodea es más verdadero que nunca, que las tristezas de la noche ya se han ido y ahora entra la mañana con nitidez. Personas caminando, seres que se protegen del sol, que cuidan sus cuerpos con ejercicio. Parejas, grupos de mujeres jóvenes, ancianos. Trota hasta la entrada a Bocagrande, donde la tarde anterior se bajó del taxi. Le alegra sentirse un poco mejor, menos ansiosa. Al llegar allí saca de su canguro el celular. Ninguna noticia de Luciano. No la extraña. Desde que se casaron y él tiene que hacer viajes permanentes al exterior ha ido dejando de llamarla tanto. Al principio una vez diaria, después una cada dos días, ahora solo cuando debe darle alguna instrucción de última hora que recuerda en medio de sus atareados viajes. Matilde sabe que la piensa porque siempre regresa con varios regalos. Es un hombre detallista, y no solo le trae regalos comprados especialmente para ella. Joyas de los diferentes lugares, a veces algo de ropa. Le trae también pequeños regalos que él llama absurdos, pero que Matilde adora. Una bolsa de té del lugar donde desayunaba, una servilleta que le pareció linda. Un billete que se encontró en la calle, una flor de los árboles más florecidos del lugar. Pequeños objetos que le han permitido a Matilde saber que Luciano la tiene siempre presente.
Regresa caminando y se sienta justo frente a la calle que da a su hotel a asolearse un rato. El sol ya ha salido por completo y debe aprovecharlo, ya que ahora que ella es mayor, se cuida mucho la piel, ya no se asolea en las horas del mediodía. Aunque es una mujer blanca, se mantiene siempre muy bronceada gracias a las cámaras de sol del gimnasio al que asiste. Se acuesta sobre la arena, en un lugar al que no llega el agua. Sigue observando la gente y le alegra no estar dejando una imagen amarga, como la del día anterior. Ve venir un hombre que se le parece a un profesor de la universidad donde trabaja. Duda un poco, no hace ningún movimiento, hasta que ve que él mueve su cara con un gesto que demuestra que la ha reconocido. Cuando está a punto de levantarse para saludarlo se da cuenta de que el hombre viene acompañado por una mujer y Matilde ve en los gestos generales del cuerpo de él una rigidez que se lee fácilmente y que le dice que va con alguien a quien no le gustaría ver que lo abraza. En efecto, el profesor pasa muy cerca de Matilde y con la mano, de manera muy gentil y distante, la saluda. Matilde no sabe si pronunció alguna palabra en el saludo, siente que si fue así, a ese sonido se lo llevó la brisa de la mañana. Le incomoda esa reacción de su colega. Saludarla de forma tan distante. Quizá iba con la esposa, pero qué clase de esposa lleva a un hombre a ese extremo de control. Piensa que ella con Luciano nunca esperaría algo así y menos él de ella, y esa sensación de confianza con su marido la reconforta. Acuesta la cabeza y cierra los ojos. Pobre hombre, piensa, y le vienen a la mente todos los abrazos que se han dado en los últimos años. No sabe cómo nombrar esa relación que tienen. Se acuerda de que empezaron a saludarse después de una reunión en que los pusieron a participar en un equipo de trabajo. Ella, con su incomodidad con los filósofos, no le habló mucho, pero con los días empezaron a saludarse. Hola, hola, ¿cómo vas?, bien, gracias, y nada más. Pero desde un día, ella no sabe por qué, empezaron a darse abrazos. Abrazos intensos, fuertes, sin ninguna pretensión distinta a saludarse. Con el paso de los meses los dos, cuando se veían venir, cruzaban calles, plazas, lo que fuera por darse ese abrazo reconfortante. Nunca tomaron café, nunca almorzaron. No había más deseo que ese, darse un abrazo con un desconocido que por alguna razón ha entrado a ser parte de los pequeños detalles del azar. Matilde decidió que la próxima vez que lo viera en la universidad le daría el abrazo de siempre y evitaría por completo mencionar este encuentro.
Unos minutos después sintió unos pasos fuertes en la arena y un viento que se movió muy cerca. Cuando abrió los ojos vio a su colega acercarse a su boca. Le dio un beso rápido pero muy intenso, y Matilde no alcanzó a reaccionar cuando él ya iba corriendo en la misma dirección en que se había ido antes. Se sentó. Quedó petrificada. Ahora con qué cara lo miraría, pensó. Luego, cuando constató que no podía verlo en ningún lugar de la playa, se metió al mar. Caminó entre el agua tocándose la boca. Y al hundirse le pareció que ese beso no había sucedido, que quizás lo había imaginado y se rio de su justificación. Claro que había sucedido, claro que ahora estaba flotando en el mar con la sensación absurda de un hombre crispándole la piel. ¿Cómo se atrevió?, se pregunta. Siente sorpresa, rabia, dudas. ¿Cómo se atrevió?
En la tarde camina por el antiguo barrio de los esclavos, como lo llaman en la novela, Getsemaní. Se mete entre esas casas después de pasar por el Parque del Centenario. Muchas de esas casas son ahora restaurantes y hoteles. Le sorprende cómo el turismo se ha ido tomando ese barrio, pero aún conviven dos mundos. Extranjeros y putas. En algunas esquinas ve mujeres que claramente son prostitutas. Matilde las mira, casi quisiera hablar con ellas, preguntarles qué se siente que su barrio haya sido invadido por todos esos negocios, esa nueva vida. Se va adentrando en el barrio. Las casas le recuerdan ciertos pueblos cubanos, o barrios de Nueva Orleans, con ese aire antillano y a la vez español. Las puertas de cancel, las ventanas y los balcones resguardados del calor con flores y plantas. Esa arquitectura que se emparenta con el centro histórico, pero que claramente tiene otra clase. Se toma una cerveza en un bar al lado de la iglesia. Hay niños jugando cogidas, jóvenes jugando fútbol en la placita, personas comiendo en diferentes restaurantes. Gente que vende artesanías, baratijas, objetos usados. Ella camina mirando los objetos. Quiere comprarle algo a Luciano. Encuentra un florero de vidrio verde y decide comprárselo, hace días le había prometido llevarle flores a su oficina. Sigue caminando y desemboca en el callejón ancho. El ambiente cambia por completo. Como si saliera de una escenografía y entrara por fin en el barrio. A su lado pasan corriendo unos niños que había visto en la plaza. El primero que llegue a la casa gana. Le llama la atención que sean del barrio, pues son niños que por su acento y su aspecto parecen bogotanos. La calle está atravesada por guirnaldas de muchos colores. Gente con sus sillas en la calle, otros jugando dominó. Ahora sí está dentro de un barrio costeño. Desemboca en la calle Lomba, toma a la derecha, quiere ir al barrio Manga a buscar cuál podría haber sido esa casa que Fermina Daza llenó de animales exóticos, loros, perros, tortugas, hasta micos, y donde Matilde siempre se ha preguntado si esa mujer pudo ser realmente feliz. Pero en su mapa (esta zona no la conoce muy bien) dice que debe atravesar El Pedregal y ha oído que es muy peligroso. El atardecer está llegando a su fin. Las nubes se repiten entre el rosa del cielo como una grafía mágica. Camina una cuadra más y encuentra en la esquina una mujer sentada en una mecedora leyendo.
—Perdone, ¿cómo puedo llegar a Manga?
—Está muy cerca, solo salga a la avenida junto a la muralla, doble a la derecha dos cuadras y a la izquierda está el puente, lo cruza y ya está.
—¿Por cuál avenida? —dijo Matilde—, ¿El Pedregal?
—Sí, claro, por ahí.
—Pero…
—¡No me diga que le da miedo!, ¿llegó hasta aquí y le da miedo seguir?
—Es que no conozco —en ese momento vio salir de esa misma casa a los niños que había visto antes—, ¿es un barrio tranquilo?, ¿usted vive acá? —le preguntó Matilde a la mujer señalando los niños, después de haber notado que definitivamente tenían todos acento bogotano.
—Vivimos hace dos años, y es un lugar tranquilo. Mejor dicho, un lugar real en Cartagena, que eso es mucho decir.
—Sí, yo sentí lo mismo, pero no me la imagino a usted…
—¿Qué?, ¿tengo cara de qué? —interrumpió la mujer—. Venga tómese una cerveza con nosotros y la acompañamos una parte del camino.
La mujer tenía una presencia que le apaciguó el miedo, una fuerza que la animó. Matilde se sentó a tomarse la cerveza. La mujer, gorda, desgarbada y muy extrovertida, le contó detalles de su vida en ese barrio, entre ellos, que sus hijos no iban al colegio y que han aprendido mucho entre esos niños cartageneros con los que están jugando todos los días. “Es una jungla, pero se vive bien”, agregó. La mujer se levantó de la silla y entró en la casa. Matilde vio el ejemplar de Ese silencio, una novela que la mujer estaba leyendo. Al verla salir de nuevo, Matilde le dijo:
—Ese libro me gustó mucho.
—A mí me está encantando —contestó la mujer y llamó a los niños con unos gritos controlados que no se parecían en nada a los de las otras personas que se oían alrededor—. Caminen la acompañamos —les dijo.
A Matilde le pareció que ese podría ser otro escritor para guiarse por Cartagena. Algún día, pensó, y empezaron a caminar. Donde empezaba el puente se despidieron. Matilde le agradeció la ayuda y se fue pensando en lo valiente que debía ser esa mujer para vivir en ese lugar. ¿Cuáles serán sus miedos?, se preguntó Matilde, que creía que lo que verdaderamente nos diferencia a unos de otros son los miedos que nos marcan.
Empezó a cruzar el puente y sintió la brisa en todo su cuerpo, como si la fuera a sacar volando. De repente vio un hombre despedazando un libro y tirando hoja por hoja al mar. La escena la maravilló. El cielo ya azul intenso, las letras del cielo ya se habían borrado para tornarse en un color penetrante y continuo, el hombre frente a una baranda del puente lanzando su libro al mar, el Castillo de San Felipe iluminado al fondo. Siguió caminando, ahora otra vez con su libro en la mano, y cuando se encontró con el hombre la miró con ojos desvirolados y le dijo:
—Son peligrosos, cuídese, son peligrosos.
Matilde entró en el barrio de “nuevos ricos” donde vivieron Fermina Daza y Juvenal Urbino pensando en que ella tal vez nunca botaría ese libro, pero preguntándose también si ese libro ha sido peligroso o no en su vida. Se rio del encuentro tan absurdo y siguió caminando. Pasó frente a casas fenomenales. La casa Román con su arquitectura mudéjar, otras con columnas a lo griego. Y otras muchas casas muy imponentes. Ninguna que se pareciera a lo que ella se imaginaba de la casa de Fermina Daza. En una esquina entrevió una casa un poco derruida. Se acercó. El piso es ajedrezado y tiene una sola planta. La entrada con columnas, pero de una arquitectura simple. Caminó alrededor de la reja. Esta es, se dijo. Se entrevé una sala grande y al fondo las habitaciones. Se recuesta contra la reja y se imagina la algarabía de los pájaros en ese lugar que ahora luce oscuro, en ese patio amplio de árboles grandes que ahora se ve lleno de maleza y hojas caídas que hace tiempo nadie recoge. Recuerda que desde allí Juvenal y Fermina veían pasar en la bahía los barcos que llegaban del Mississippi. Imagina también la escena de Florentino entrando a esa casa el día del velorio de Juvenal Urbino con la decisión férrea, diría el autor, de reiterarle su juramento de fidelidad eterna y amor para siempre a Fermina Daza. Matilde quisiera llegar al momento de su vida, que supone que es la vejez, cuando pueda saber cuál de los hombres de la vida se quedará con ese juramento. Cuál será ese hombre que en su lecho de muerte ella sepa que podría haberle jurado tanto amor. Esas cosas que logra hacer la literatura y nunca la vida, piensa y se imagina que si ella llega loca o sin memoria a ese momento final no será capaz de hacer esos balances que le pondrán punto final a su existencia.
Entonces siente unas manos en su cintura. Se voltea asustada y se encuentra con el rostro del profesor por segunda vez. Matilde se queda muda. Él le toca la cara y luego vuelve a besarla. Ella se deja besar hasta que la emoción se convierte en miedo y retira la cara, pero no dice ni una palabra. Él cruza muy rápido la calle y se va. Ella se queda otra vez confundida y en silencio, como si temiera que la esposa estuviera espiándola también en la otra esquina. Vuelve a mirar la casa y el rapto que acaba de vivir le recuerda el de Florentino Ariza en el barco del olvido, o el del soldado en El beso, un cuento de Chejov. Se sonríe. Desde que leyó esos dos textos le pareció que ese rapto era absurdo, ¿quién se iba a dejar besar así? Pero ahora se ve convertida en un ser de la literatura y la aterra darse cuenta de que no ha reaccionado más que con un silencio cómplice las dos veces que este hombre ha osado besarla. ¿O más bien estará imaginándolo todo? ¿Podrá su mente estar creando ilusiones que parecen realidad? La mezcla de rabia y misterio la sobrecoge. No entiende el juego de ese hombre. Si la está siguiendo, ¿por qué no se acerca?, ¿por qué no la busca para hablar? Absurdo. Completamente ridículo. No la ha dejado ni darle el abrazo que ella quisiera darle. Nada. Solo eso. Un beso furtivo, como dirían sus amigos literatos, igual que todos los malos polvos que contó García Márquez. ¿O más bien son sus imaginaciones, sus pequeños delirios que se están saliendo de la noche y le invaden el día?
Camina varios minutos más por el barrio con muchas sensaciones encontradas. Le entra un mensaje de texto. “Estamos en Quiebra Canto, acá te esperamos”. No ha logrado mantenerse alejada de sus conocidos, y con la sensación de soledad y desconcierto que siente en este momento decide aceptar la invitación. Toma un taxi, cruza el puente de regreso por Getsemaní hasta la esquina del parque donde la esperan. Sube las escaleras y ya arriba ve a Fabio en una mesa del balcón. Se acerca animada por la salsa que suena en ese momento, una canción de Cheo Feliciano que le encanta, aunque Matilde se sabe una mujer crossover, este lugar le gusta. Saluda a la esposa de Fabio primero, como una estrategia para que no se sienta celosa. Fabio fue novio de Matilde por años, su primer novio, y aunque hace mucho tiempo tienen clarísimo que no están interesados en sostener una relación amorosa, Matilde teme los celos de Amalia. Luego saluda a las dos personas que están con ellos en la mesa, recuerda al hombre, un viejo amigo de Amalia que Fabio heredó, y luego saluda a la mujer, que supone es la esposa del otro. Fabio no recordaba que Matilde ya conocía al amigo de ellos.
—Esta es mi otra mujer, de la que me salvé —dice Fabio, cuando se levanta de la silla y le da un abrazo cariñoso de bienvenida.
Matilde habría preferido que Fabio la presentara como una amiga. No le gustaba seguir estando atada a él como una de sus mujeres. Prefiere que el pasado quede en el pasado, pero Fabio siempre se ha sentido muy alagado de haber sido su novio y alardea con eso. Quizá necesita incomodar a Amalia, piensa Matilde, y por eso ella trata en todos esos encuentros, más si no está con Luciano, de sentarse junto a Amalia y de ignorar a Fabio. Esa noche preciso Fabio es quien le acerca una silla y la sienta junto a él. Matilde se sienta. Hay algo incómodo y a la vez algo profundamente natural para ella al estar con Fabio. Fueron novios entre los dieciséis años y los veinticuatro y desarrollaron una confianza que casi ni los hermanos alcanzan a tener. Recuerda un día, ya casada, que Fabio llegó a un bar donde Matilde estaba con sus amigos de trabajo. Los dos querían ir al baño. Frente a la puerta del baño Fabio se asomó y le dijo “hay un inodoro y un orinal, si tienes muchas ganas, entramos al tiempo”. Ella no lo dudó, orinar con él le parecía normal. Una vez sentada dentro del baño, le entró una taquicardia que la hizo sentir ridícula. ¿Qué estarán pensando sus amigos de esta escena?, ¿qué se estarán imaginando? Y le entró para el resto de la noche un guayabo moral por haberse dejado llevar por la comodidad sin medir que estaba creando una imagen de sí misma que no quería.
—Ya nos conocemos —dijo el amigo. Matilde no podía recordar el nombre. La impresionó ver que con los años le había crecido una arruga que le atravesaba la cara de una oreja a la otra, como una sonrisa alterna que le daba un tono de payaso abrumado, triste.
—Sí, nos hemos visto antes —contestó Matilde.
—¿Y Luciano? —preguntó Amalia y Matilde confirmó con la pregunta que no le gustaba nada verla sin el marido.
—En África, sigue viajando mucho.
—Así sí les va a durar ese matrimonio —dijo Fabio y todos se rieron—, además esta mujer es la casada más feliz que conozco.
—Gracias, esa imagen me gusta —dijo Matilde.
—¿Le gusta?, ¿es que no es así?
—Sí, es así. Solo que la imagen es importante también, ¿o no? —y Matilde agrega, ahora mirando a Amalia—. ¿Y los niños?
—En Bogotá, los dejamos con los abuelos. Ya sabes, hay que cuidar la pareja —dice Amalia orgullosa de algo que para Matilde sería impensable, dejar a sus bebés en Bogotá. Matilde sabe que ese tema no le es fácil. Siempre que hablan con Luciano del tema siente que no podría separarse de su bebé hasta que esté muy grande.
La incomodidad aumenta para Matilde. Le gusta ver a Fabio, conversar con alguien en estos días de soledad le viene bien, pero la pone tensa ese hilo invisible que la mantiene atada a Amalia, como si nunca pudieran dejar de ser eso que Fabio dice con tanta naturalidad, sus mujeres. Están tomando ron Havana Club, Matilde decide acompañarlos con un ron, pero a la vez pedir una cerveza. Fabio hace chistes sobre esa manía de Matilde de tomar algún trago y bajarlo con cerveza. Las dos mujeres deciden ir al baño. Matilde se queda en la mesa.
—Ayer estuve muy triste, fui a ver al tío Ariel —le dice Matilde, bajando la voz para que el amigo no los oiga.
—¿Para qué fuiste?, uno no debe visitar ancianos, eso envejece. Qué manía de mantener tantos lazos familiares —dice Fabio y levanta su vaso para brindar con el amigo y con Matilde—. Salud, por tener a esta mujer con nosotros.
—Deja ya de molestar, qué mamera para Amalia. El tío está muy mal, no ve, no se acuerda de nada.
—Qué vaina. La única anciana que me ha gustado visitar era la bisabuela de esta mujer —le dice al amigo—. Era una mujer de más de noventa años y cuando uno llegaba le pedía siempre algo, el reloj, la chaqueta, las gafas, de la manera más increíble. Imagínese a uno que era bien joven y la vieja le decía si te morís, me heredás ese reloj, con su acento paisa. A mí me encantaba ese sentido del humor.
—No era sentido del humor, nunca la entendiste, ella en realidad creía que era inmortal, que todos nos íbamos a morir antes que ella —le agrega Matilde.
—Es que los viejos de la familia de Matilde terminan relocos. ¿O me equivoco? —pregunta Fabio. Matilde siente un cimbronazo.
—Eso fue lo que me puso triste ayer.
—Veo —dice Fabio y se le nota que no tiene nada de ganas de entrar en conversaciones densas. Matilde se da cuenta de que quería un poco de apoyo, pero no lo ha encontrado. El amigo interviene en la conversación.
—¿Qué les da miedo de la vejez?
—A mí, la soledad —dice Fabio.
—A mí, no sé —dice Matilde y sabe que no es capaz de decirles a estos hombres que le teme a eso, a la locura. El amigo insiste en preguntar.
—¿Qué temería usted de Amalia? —le pregunta a Fabio.
—Que se mate en un avión. —Se ríen.
—¿Y eso por qué? —pregunta Matilde.
—Porque no me imagino la vida sin ella.
—¿Y qué habría temido si estuviera con Matilde? —pregunta el amigo entrando en un juego que a ella no le gusta. De todas maneras Fabio contesta muy rápido. Matilde teme que Amalia llegue en este momento de la conversación.
—Que quede sorda.
—¿Por qué? —le replica el amigo.
—Porque no me imagino la vida sin comunicarme con ella. Matilde es la mujer con la que mejor conversación he logrado en toda mi vida.
—¿O sea que usted es de los que creen que la mujer perfecta se logra con muchas mujeres?
—Algo así.
—¿Y no le temería a la infidelidad? —vuelve a preguntar el amigo.
—¿De Matilde o de Amalia? —Matilde ve venir a Amalia, se atemoriza—. De ninguna, sé que son mujeres fieles.
En efecto Matilde ha sido siempre mujer de un solo hombre. Suele tener muy buena vibra con ellos, más que con las mujeres, y por eso tiene muchos amigos, pero nunca se ve envuelta en relaciones con ninguno. Pero en este momento siente que está siendo infiel de manera cómplice. Una infidelidad pasiva. ¿Una infidelidad producto de la locura que la acecha? Ella dejando que ese hombre se acerque imaginando escenas que no existen. ¿Por qué no le ha pegado una cachetada?, ¿por qué no lo empujó?, se pregunta Matilde. Qué tal que Fabio supiera, qué tal que le contara que lo que más quisiera esta noche es encontrarse a ese profesor y pasar la noche con él. Y duda, ¿será eso lo que quiero?, se pregunta muchas veces, ¿qué le está pasando? ¿Por qué está fantaseando con ese hombre? ¿A dónde la está llevando su mente? ¿Es la locura un estado de la mente, del alma, del cuerpo? Siente otra vez un cimbronazo en el cuerpo, no sabe qué hacer con esa sensación de estar alejándose de la vida como la ha conocido hasta ahora.
—Y hablando de aviones —dice el amigo
—¿De aviones?, ¿cuándo hemos hablado de aviones? —replica Amalia.
—Nada, algo que mencionamos hace un rato —dice el amigo—. ¿Leyeron el artículo sobre el síndrome de descreimiento aéreo?
—No, ¿qué es? —pregunta Fabio con interés y levanta otra vez su vaso para brindar. Él es el que marca el ritmo del consumo de alcohol durante la velada. Los hace brindar y él mismo sirve más ron en todos los vasos.
—Pues que los seres humanos estamos entrando en un estado de normalidad con los aviones que está volteando la confianza, ahora las probabilidades de lo lógico empiezan a crecer en nosotros y podemos avizorar que en el aire somos un juguete del azar.
—Qué cosa rara —dice Matilde— y eso a quién le pasa, además ese síndrome se olvida de que hay millones de personas en este planeta que nunca han montado en un avión.
—Es solo que la confianza en la ciencia está llegando a su fin y vamos a ir entrando en un tiempo en que las probabilidades del azar, de lo caótico se toman la parada y el pánico empezará a crecer.
Fabio saca a bailar a Amalia. La otra pareja se queda en la mesa con Matilde. Ella empieza a sentir que es hora de irse al hotel. Mañana debe madrugar a tomar el avión. Quiere estar en casa antes de que llegue Luciano. Pensar en él le hace sacar el celular. Mira el Facebook, el correo. Ninguna noticia. Luciano no le ha contestado nada sobre la propuesta que le hizo antes de irse. Otro día sin saber de él. Matilde además no quiere seguir en esa conversación. Llama a un mesero y pide otra cerveza y la carta, quiere ver los precios para dejar su parte.
—No te preocupes —le dice el amigo, cuyo nombre ha olvidado—, nosotros pagamos la cuenta.
Siguen conversando sobre temas que a Matilde la aburren, se siente hablando con el director de la revista Selecciones, esa que tanto le gustaba a su padre y que ella de niña hojeaba sin encontrar motivo alguno para comprarla. Cuando se encuentra con hombres que coleccionan datos de ese tipo se acuerda de su padre y de la revista. Mientras la pareja sigue contándole cosas que a Matilde no le interesan, ella piensa en García Márquez. En esa casa que vio el día anterior. Recuerda que en esos días leyó que ese año pasarían por Colombia cuatro escritores premio nobel, y le parece que es una tristeza, una mala suerte para este país que su único premio nobel tenga que estar sumido en la enfermedad del olvido. ¿Cuántas veces los escritores escriben su propio destino sin saberlo? Piensa también en esa silla donde lo sentarán a ver los días pasar como un vacío hondo en el que él ya no puede distinguir el tiempo ni el espacio. ¿Estará Mercedes, su esposa, sumida en una realidad como la de su prima? ¿O será una de esas esposas amargamente felices, después de años de agobio, de ver a su marido enfermo o muerto?, ¿o, como en este caso, perdido en la fama y la literatura?
Fabio regresa de bailar con Amalia y saca a Matilde. Amalia la mira con cara de aceptación y Matilde se siente obligada. Bailan. Matilde recuerda la imagen de mujer feliz de la que habló Fabio. No logra verse así, no sabe por qué, pero ahora, en este momento de su vida, no se ve de la misma manera. ¿Qué me estará pasando?, se pregunta. Terminan de bailar. Matilde quiere decirle a Fabio algo de su malestar, de ese centro que se le pierde en este momento. Pero se da cuenta de que esta no es la situación adecuada. No quisiera irse al hotel sin hablar con alguien, sin entender un poco los sentimientos que la envuelven. Ni modo, Fabio está en modo festivo y no hay cómo sacarlo de ahí, además seguro le va a decir que ella tan cansona, que cuando le entra la densidad no se la aguanta nadie y seguro también lo dirá frente a los otros y esa vergüenza no la quiere vivir. Sabe que las dos parejas quieren bailar y ella va a ser un estorbo. Se despide y se va. Fabio la acompaña hasta el taxi que le han pedido y le da un abrazo festivo sin darse cuenta de que en el alma de esa mujer se tejen desencuentros definitivos. Matilde regresa al hotel aterrorizada de no saber si podrá conciliar el sueño.
En el avión, al día siguiente, mira el celular antes de apagarlo. Ha sobrevivido, una vez más, a las miserias de sus noches. Hay un mensaje de Luciano. “Sí, mi amor, creo que debemos intentar la inseminación”. Lo cierra apresurada, con una extraña vergüenza, como si toda la gente en el avión pudiera oír esas palabras. No siente la alegría que creía que iba a sentir. Siente un vacío en el estómago, un ahogo. Nada de emoción. El avión despega y ella se acomoda en la ventana a mirar el mar, a despedirse de esa ciudad. Piensa en el profesor, en lo raros que fueron los encuentros. En cómo va a saludarse con él en la universidad. ¿Cómo saludarlo si lo que sucedió es real y cómo saludarlo si es una invención de su mente? Piensa en las casas que visitó, en esos fantasmas literarios que la salvan de la vida. Quisiera contarle al vecino todo lo que le ha sucedido en esos días y la abruma darse cuenta de que está en una edad en la que ya a los desconocidos no les atrae tanto conversar con ella. Aunque es una mujer hermosa, no encuentra cómo conversar con los vecinos. ¿Será el síndrome de descreimiento aéreo?, se pregunta. Recuerda que antes siempre conversaba en los aviones. Especialmente los hombres le ponían tema de conversación inmediatamente se sentaban a su lado. Ahora va con este silencio que no quiere, esta imposibilidad de ordenar las emociones. Saca su cuaderno, dibuja un triángulo. En una punta escribe vejez, en otra, amor, en la última, locura. Sabe que ha encontrado un nuevo tema de investigación. Llegará a casa a escribir el proyecto.
* Alejandra Jaramillo Morales, escritora bogotana. Ha publicado cuatro novelas, La ciudad sitiada (2006), Acaso la muerte (2010), Magnolias para una infiel (2017) y Mandala (2017) un proyecto de escritura digital, una novela construida para ser leída de múltiples maneras. Tres libros de cuentos, Variaciones sobre un tema inasible (2009), Sin remitente (2012) y Las grietas (2017), libro ganador del concurso Nacional de novela y cuento de la Cámara de Comercio de Medellín y entre los quince nominados del premio Hispanoamericano de cuento Gabriel García Márquez 2018. Las lectoras, su nueva novela que será publicada en el año 2020 es su primera incursión en la novela histórica. Ha publicado dos novelas para adolescentes con el sello Loqueleo; Martina y la carta del monje Yukio (2015) y El canto del manatí (2019). Ha publicado numerosos artículos sobre literatura y cultura y tres libros de crítica literaria y cultural, entre ellos Nación y Melancolía: narrativas de la violencia en Colombia (2006) y Disidencias, trece ensayos para una arqueología del conocimiento en la literatura latinoamericana del siglo XX (2013). Es docente de la Universidad Nacional de Colombia donde trabaja en el Departamento de Literatura y en la Maestría en Escrituras Creativas.