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"Los alucinógenos los traigo incorporados de nacimiento": César Aira

Quien pregunta cómo escribir literatura, y de la buena, debiera tener entre sus tareas leer al argentino César Aira. Es el antídoto para el síndrome de la página en blanco, el ejemplo de cómo lanzarse a contar una historia como quien se trepa a un tobogán y no hay vuelta atrás.

Nelson Fredy Padilla
10 de abril de 2016 - 02:00 a. m.
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Juiciosos lectores, amigos argentinos, me hablaban de él, pero sus libros no se conseguían en Colombia. Un día me llegó desde Buenos Aires Festival, una novela de 126 páginas sobre un evento de cine independiente, con un eminente director belga como gran jurado. Y aparece con su anciana madre. Eso es todo. Puro vértigo.

Caí feliz a la piscina de sus libros, que son casi un centenar. Me gustó la eficacia del lenguaje, la manipulación del “ajedrez humano”, el conocimiento para ir al fondo del arte cinematográfico sin posar de erudito, el discurso en el que las ideas de un ensayo parecen disfrazadas de la irreverencia de un cómic, la prioridad de la acción sobre la descripción, la creación compulsiva de situaciones como método para poner a pensar al lector sin lugares comunes, más bien improvisados; ritmo y tensión dosificados para que el argumento fluya entre incertidumbre y la ambigüedad, sobre el planeta tierra y fuera de él, como si Carver finalmente hubiera transitado a la novela a través de una encarnación con Bradbury.

Ese estilo, en trance distinto, lo disfruté en Ema, la cautiva, donde entendí que lo había pulido luego de leer todos los clásicos europeos, incluso traducirlos al español, hasta trasbocar novelas “góticas” y entender que esta época demanda “versiones simplificadas”, personajes fragmentados, contundencia en la ironía y la crítica, “decisiones imaginarias rápidas”, tal vez para significar más con menos. Leyéndolo se olvida a Borges —su faro con Marcel Duchamp—, a Sabato, a Piglia. El paseo por Buenos Aires con el Doctor Aira es otro. Cayendo al vacío uno se desnuda de formalismos, de lenguajes chapados a la antigua. Innovación, vanguardia; ahí pongo a Aira habiendo leído sólo esto y Las aventuras de Barbaverde. Apenas una aproximación a una gran obra camino a ser clásica y que estará disponible en la cercana Feria del Libro de Bogotá.

César Aira ya había venido. En 2010 fui al Festival Malpensante a oírlo en el debate “¿Es posible enseñar literatura?”. Respuesta: sí y no. Lea y escriba. Relea y reescriba. Se nota la influencia de Aira en escritos de los colombianos William Ospina y Juan Cárdenas, en un programa de un taller de narrativa del Instituto Caro y Cuervo, en la biblioteca pública Virgilio Barco. Marginal, original, versátil, imprevisible, indefinible, libertino, caprichoso, desenfrenado, francotirador. Cualidades o defectos que juegan a su favor. Antes de entrevistarlo también leí su ensayo “La nueva literatura”.

Random House Mondadori publica la biblioteca de César Aira, como lo hizo con Saramago y Vargas Llosa. ¿Qué significa para usted?

Siempre es halagador que haya reediciones, significa que los libros siguen vivos. Y que se asocie mi nombre a la palabra biblioteca no es más que justicia, porque yo también soy de los que imaginan “el Paraíso bajo la forma de una biblioteca”.

Dicen que es el reconocimiento a una obra digna de un Nobel de Literatura. Carlos Fuentes pronosticó en “La silla del águila” (2002) que Aira será en 2020 el primer argentino en ganarlo.

No comparto esa profecía, ni esa dignidad. El Premio Nobel es para autores que promueven valores como la democracia, los derechos humanos, la memoria, la ecología, y yo no hago nada de eso.

Usted dijo que García Márquez terminó siendo “más importante que escritor”. ¿Cómo evitarlo?

Hay distintas definiciones de lo importante. La que no me gusta es la de sacarse fotos con jefes de Estado y opinar de política en la televisión. Yo me saqué una foto con Cecil Taylor (jazzista estadounidense), y hasta ahí llegó mi importancia.

Roberto Bolaño dijo de usted: “Es uno de los tres o cuatro mejores escritores que escriben en español actualmente”. Como pedía el chileno, ¿trata de que cada frase sea tan fuerte como el grafiti de un niño loco, como una reflexión del sabio loco de “El congreso de literatura”?

Tendría que saber quiénes son los otros dos o tres con los que me junta, para saber si debo alegrarme o lamentarme. Si se incluía a él mismo, lo lamento, porque no comparto en nada su idea de la literatura.

Leerlo es divertido por la variedad de temas, la velocidad de lectura que genera y porque la mayoría encuadra en el formato francés de “nouvelle”, novelas de algo más de cien páginas. ¿Cuál fue “el procedimiento” para establecerlo como su género ideal?

Se dio naturalmente. Empecé escribiendo novelas que querían parecer novelas de verdad, pero con el tiempo me fui sincerando. Lo que hago es una especie de ensayo poético narrativo, que no tiene casi nada que ver con la novela, y no podría sostenerse más allá de las cien páginas.

Hace poco leí una columna en “El País” de España en la que Javier Rodríguez Marcos dice, a propósito de su ensayo “Sobre el arte contemporáneo”: “A veces, sin embargo, un artista consigue engañar a todo el mundo y se hace pasar por novelista”. ¿Cuánto de artista debe tener un escritor?

La literatura es el arte de la palabra y el escritor es un artista. Eso suena como una extravagancia hoy día, cuando la literatura se ha vuelto un vehículo prestigioso para la exhibición de posturas ideológicas.

Cuenta allí que soñó con ser Rimbaud y ser Premio Nobel hasta que conoció el arte de Marcel Duchamp, que ese día se dio cuenta de la “inutilidad de escribir libros” y de la necesidad de hacer “otra cosa”. Me parece estar leyendo al escritor colombiano Fernando Vallejo declarando su fracaso en el cine, su incompetencia en la música y la decisión de escribir porque no sabe hacer más para justificar su existencia, o su inexistencia. ¿La justificación de su oficio es similar?

No, en realidad es todo lo contrario. Me llevó toda la vida convencerme de que la literatura es la reina de las artes, la más rica (y la más difícil). Pero al fin me convencí. Mi argumento con Duchamp va en el sentido de hacer un corte con el modo aceptado de escribir, y probar algo nuevo.

Y su modo es armar novelas con tramas que se van por las ramas mientras insinúa el bosque.

Las tramas de mis narraciones las voy inventando a medida que las voy escribiendo, de ahí que haya mucho de improviso para mí, y seguramente para los lectores también. Ese es otro motivo por el que voy a la brevedad. Una novela extensa con tanto desvío sorpresivo se volvería un caos.

¿Qué tan benéfico para escribir es no tomarse tan en serio lo literario y a la vez no ser superficial?

Me tomo muy en serio el control de calidad de la prosa, del verosímil, de las transiciones. Al que no tomo muy en serio es a mí mismo como creador o demiurgo. Y no tengo nada contra lo superficial. Creo que en literatura la profundidad no es más que un dibujo que se hace en la superficie.

Valiéndome de la expresión del paisajista alemán Johan Moritz Rugendas, protagonista de “Un episodio en la vida del pintor viajero”, ¿cómo define su método de “captación estética del mundo”?

A la “captación estética del mundo” la encuentro mejor, o en todo caso más inofensiva, que la “regimentación ética del mundo” con que pretenden manipularnos curas y políticos.

Quienes saben de su obra se declaran impresionados por su disciplina y productividad, pues ya casi completa el centenar de libros, pero creo que en equivalencia es algo similar a lo que condensaron en una obra Joyce o Proust, sólo que usted no es escritor de maratón sino de medio fondo. ¿Cuál es su rutina?

Todo el secreto está en que me gusta escribir. Gracias a mi método improvisatorio, la escritura me depara sorpresas. Soy muy lento y muy parco. Nunca escribo más de una página por día, le doy tiempo a la historia para que vaya naciendo ante mis ojos como una formación natural, en la que yo no he hecho más que pulir los bordes.

¿Su novela total será la sumatoria de todas o se arriesgará a una larga?

Creo que el riesgo está más en lo breve que en lo extenso. Aun así, mis libros se van haciendo cada vez más breves. Y el sentido general de toda la obra no puedo ni siquiera adivinarlo, estoy demasiado cerca, y alejarme equivaldría a morirme.

¿Qué responde a quienes dicen que lo suyo son muchas “novelitas”?

Les diría que por el momento tienen razón. En el futuro quizás alguien vea una unidad en esa acumulación. No podría culparlos de no verla todavía, porque yo tampoco la veo.

Si le digo que usted es un Woody Allen de la literatura, ¿lo toma como un cumplido?

De Woody Allen siempre admiré la elegancia narrativa, que le va bien a la benevolencia desencantada de la ironía.

Sus libros no parecen surgir de un plan, van “hacia adelante”, como usted dice. ¿Dejarse llevar es su fórmula contra la página en blanco?

La impresión de vértigo puede darla la lectura, pero la elaboración es lenta. La hago más lenta de lo que podría ser, para cuidar cada detalle y para darme tiempo a tener buenas ideas (lo que es bastante infrecuente).

El profesor de literatura argentino Germán Beloso definió su estilo en la revista “Arcadia” como “jazzística”, “porque la improvisación es el motor de las ficciones airianas”. ¿Qué tanto improvisa y cómo mezcla improvisaciones con preconcepciones?

Siempre hay una idea inicial, con la que puedo comenzar. La utilidad de esa idea se agota en la cuarta o quinta página, y ahí la alternativa es abandonar, cosa que hago nueve de cada diez veces, o seguir adelante inventando algo. Funciona cuando consigo prolongar la idea, que suele ser alguna paradoja lógica, es decir ilógica, con un tema más personal.

Se habla de su imaginación desquiciada. ¿Con qué la estimula?

La lectura es la fuente principal de inspiración y estímulo. Lo demás sale del placer de imaginar y contar. Mi hijo, cuando lee un nuevo libro mío, me dice: “¿Qué estuviste fumando esta vez?”. Error. Yo los alucinógenos los traigo incorporados de nacimiento.

Lo veo por un camino distinto al de la obra de Piglia, pero siempre vuelve sobre la senda de Borges.

Borges ha sido la lectura más constante y productiva en mi vida. Su obra tiene algo, o mucho, de manual de instrucciones para escritores. Y son instrucciones muy atendibles. Volver a él es volver al buen camino.

Michael Greenberg escribió en “The New York Review of Books” algo sobre usted con lo que estoy de acuerdo: “Es excelente logrando un equilibrio entre acción y abstracción”. ¿Cómo camina entre ficción y realidad con la filosofía como vara de equilibrio?

No puedo evitar que se cuelen teorías y especulaciones en mis relatos, y antes me preocupaba por evitarlas. Pero más de un lector me ha dicho que son lo que más les gusta de mis libros, así que no me preocupo más. De cualquier modo, son teorías tan delirantes que se asimilan al surrealismo del resto.

Una de sus grandes influencias fue el poeta y novelista argentino Osvaldo Lamborghini. ¿Por qué no sabemos de él y por dónde debiéramos empezar a leerlo?

Osvaldo fue un maestro y un modelo para mí, no una influencia en términos literarios, porque éramos demasiado diferentes. A su muerte yo me ocupé de la publicación de toda su obra, édita e inédita: los dos tomos de Novelas y cuentos, el de la poesía, y el de su gran saga distópica, Tadeys. Creo que por cualquier lado que se empiece a leerlo se encontrará su genio entero. Es de esos escritores que no tienen obras mejores o peores que otras, porque todo sale del mismo mecanismo estilístico, que es único e inconfundible.

Desde “Moreira” (1975) hasta “El Santo” (2015), ¿qué cambió en proceso creativo y forma de escribir?

Antes tenía más confianza en mí, estaba perfectamente infatuado en la creencia de tener todo el talento que necesitaba, y avanzaba a ciegas por donde me llevara la imaginación. Ahora todo es dudas y cuestionamientos, y me pregunto varias veces por día si no seré un fraude.

¿Cuál es el reto con esos “tres poemas en prosa sobre la macroeconomía” que saldrán bajo el título “La invención del tren fantasma”?

El libro ya se publicó, son tres variaciones sobre los peligros del monocultivo en un pequeño país imaginario, que en la primera va a la ruina por culpa de la poesía, en la segunda por culpa del arte contemporáneo y en la tercera se salva al fin, por obra del amor. Lo de “poemas en prosa” podría ponerlo en todos mis libros.

Usted se ha definido como “un escéptico que va caminando al nihilismo”, además es discípulo del surrealismo de Kafka. ¿Está casi loco o casi cuerdo?

Si mi postura habitual fue un escepticismo sonriente, espero terminar festejando el nihilismo como un buen chiste.

¿Cuándo fue la primera vez que vino a Colombia y por qué?

No recuerdo las fechas, pero debió de ser hace unos quince años, invitado por el presidente Belisario Betancur. He vuelto tres o cuatro veces. Sólo conozco Bogotá y Cali, y siempre fueron visitas breves. Lo que más me impresionó es lo buena que es la gente, y lo bien que hablan.

¿Qué escritores colombianos ha leído y cuál es su concepto?

Mi escritor colombiano favorito es Tomás Carrasquilla. Ahora hace tiempo que no vuelvo a lecturas colombianas, salvo los libros de mi amigo Darío Jaramillo. Hace años leí mucho y con placer a León de Greiff, a Fuenmayor, a Silva, a Fernando Vallejo.

¿Qué le disgusta de Colombia?

En mis viajes anteriores encontré pocas librerías buenas. Espero que eso haya mejorado.

 

 

* César Aira en la Filbo: “La creación de la belleza”. Charla con Darío Jaramillo Agudelo. Corferias, Bogotá, domingo 1° de mayo. 4:00 p.m..

Por Nelson Fredy Padilla

 

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