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Cuando Lagos cuenta la historia de su obra, de cómo, por qué y para qué se le ocurrió, todo se conecta: lo que produjo se ve como un árbol, pero no lo es. Aunque esté hecho de materia que salió de los árboles, no lo es. Es más bien un libro, aunque no se vea como un libro: el borde de ese gran tallo está suelto, así que es relativamente fácil husmear una parte de las páginas que lo componen. Pensándolo bien, claro que no es un libro, no se puede cargar ni es cómodo para leer, pero guarda datos sobre la cotidianidad que fue marcando el presente y futuro desde abril de 2021 hasta agosto del mismo año.
Una obra hecha de un papel que se ve frágil, pero al trabajarla demuestra firmeza y hasta casi que voluntad propia. Una obra que contiene información que, después de leerse, parece inútil y entonces se desecha, pero su incidencia en el curso de la vida y la historia de un país es capaz de entorpecer procesos, revertirlos o producirlos. Esos procesos de la sociedad contenidos en páginas que, muchos años después, se revisarán para entender los orígenes de los que en ese momento ya seremos viejos o estaremos muertos, así como ahora revisamos los de nuestros abuelos, dirigentes o colonizadores.
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El taller de Miler Lagos queda en el barrio San Felipe, en Bogotá. Antes de convertirse en su oficina y el hogar de sus obras, fue un jardín infantil que después de cerrar duró veinte años abandonado. Él se hizo cargo de esa casa que se ve y huele como las de las abuelas de los que ahora somos veinteañeros o treintañeros: dos niveles, más de cuatro habitaciones, baños forrados en baldosas de colores, terrazas, jardines y olor a café. En el primer piso está el árbol compuesto por las páginas de El Espectador.
Lagos explica su árbol moviendo las manos para simular la dinámica del material: “Este tipo de obra la he venido realizando con varios colegas. Apilar todo y movilizarlo es un reto, así que, con Andrés Vallés, otro artista, nos inventamos un método: cuando hacen un libro hay un apilamiento de papel que se cose y se pega por el lomo con unos pegantes elásticos que no se cristalizan tan rápido. Eso mismo hicimos con los árboles: como las páginas solo se pegan en una cara del bloque y se atornillan, usamos los mismos aglutinantes. El papel siempre está suelto, así que es más bien un gran libro. En pasos, este es el proceso: llega el papel, lo desdoblamos y pedimos ayuda para apilar. El peso hace que se aplane hasta que logramos tener todo el pliego disponible para su uso.
“Los humanos no creen que algo podría pasar hasta que pasa”, una frase perfecta para lo que sugirió Lagos sobre la fe ciega que tenemos en internet, esa red donde confiamos nuestras memorias como las cartas enviadas por e-mails, las fotos y hasta los artículos que la prensa actual produce y publica. Del impreso de El Espectador se guardan, aproximadamente, dos o tres copias para el archivo del periódico, pero, pensemos mal: ¿y si llegase a fallar ese archivo digital y se perdieran los impresos resguardados? ¿Qué pasaría con el relato de lo que fuimos y vivimos? Y no solo de las noticias de ese que en el futuro será nuestro pasado, sino de la cotidianidad que ahora registramos en historias de Instagram que se borran cada 24 horas.
Lagos cree que esa es una posibilidad, que el sistema, como todo lo humano o lo creado por los humanos, podría fallar, así que considera arriesgado confiarle tanto.
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Está agradecido y maravillado con la naturaleza, así que le agradece y le hace homenajes: para él, los árboles nos regalan más que oxígeno y agua (nada menos): nos proveen de la materia prima con la que construimos toda nuestra cultura. Y esa consciencia se despertó cuando cultivó su conexión con las artes: cuenta que cuando estudió Ingeniería fue muy poco lo que se reflexionó sobre el balance del uso de los recursos teniendo en cuenta que el planeta, además de servir para lo que harían él y sus compañeros de carrera, tenía que seguir funcionando.
¿Por qué eligió los impresos de El Espectador para su obra?
El Espectador es un diario que tiene criterio y que ha tenido que pagar costos altos por la posición que ha adoptado a lo largo de la historia frente a la realidad del país. Para mí, es un periódico muy interesante y el espíritu con el que se fundó se mantiene.
Y supongo que después de un tiempo de tener contacto con el papel, su reflexión sobre los periódicos se fue transformando…
Claro, ese contacto me hizo pensar en lo difíciles que pueden ser los procesos de los diarios. Cuando uno toca el impreso tiene la sensación de que es un papel muy frágil que funciona en el instante de la noticia y que, al día siguiente, quedará para envolver aguacates o limpiar vidrios, pero lo que realmente queda es pura información, pura historia sobre nosotros.
Las personas hablan del ineludible final de los impresos. Dicen que están destinados a desaparecer, pero fíjese, esta conversación se imprimirá en el papel. Y está nota será parte de páginas similares a las que usted usó para sus obras… ¿qué opina de los medios impresos?
Hay una cuestión cultural en el impreso. Uno podría pensar que los adultos están más ligados a la materia que los jóvenes. Creo que es una cuestión de costumbres, pero hay que fijarse en que el impreso será una de las maneras de conservar un archivo que estamos dejando en manos de un sistema, que es la red.
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Hablemos de la memoria, de los recuerdos…
A la memoria o los recuerdos los veo como los cimientos que hacen que una cultura siga firme hacia el futuro porque recordará sus errores y sus virtudes. En ese sentido, muchas religiones han creado mecanismos para mantener esa recordación como, por ejemplo, los evangelios: la gente se los sabe, los aprendió de memoria y los ha ido transmitiendo.
Fue lo que pasó en el año 213 a. C., cuando el emperador chino Shi Huandi ordenó quemar todos los libros de su reino: “Quería que la historia comenzase con él”; o cuando Alejandro Magno ocupó la ciudad de Persépolis y prendió fuego en cada rincón y a cada libro. Y algunas de esas obras se salvaron porque las memorizaron y las reescribieron… Todas estas historias las cuenta Irene Vallejo en su libro “El infinito en un junco”.
Fascinante. Es que los humanos estamos destinados a ser reiniciados: en los debates del futuro no estarán interesados en competir con la memoria del pasado.
Este tema me recuerda la destrucción de los monumentos… ¿qué piensa de eso?
Que son necesarios los gestos contundentes para despertar la atención sobre, por ejemplo, las estatuas. Mucha gente no sabe quién fue Jiménez de Quesada, pero se enfurece si lo eliminan del paisaje. El hecho de tumbar una estatua trae a la mesa discusiones sobre la fuerza y las consecuencias de los gestos. Los objetos funcionan como vínculos o nodos dentro del tejido social y cuando ese nodo se desprende, la estructura entra en crisis. Yo estaría de acuerdo con estas acciones si generan un momento de consciencia. Tal vez lo que hay que hacer es quitar el objeto para que la gente lo note.
La aparente fragilidad del papel se enfrenta a su incidencia, al poder de su función: contener información capaz de producir cambios…
El papel es un material frágil y fuerte al mismo tiempo: soporta información fundamental. Al apilar miles de hojas, traslado esa idea del peso a un objeto. Los trabajos que realizo se basan en tres aspectos: la apariencia, la forma y el interior. Lo que pretendo es entender toda la estructura que construye un objeto y que la punta visible es como la del iceberg.
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Qué bella, pero, sobre todo, poderosa, esa idea de que el papel sigue desempeñando la misma función del árbol…
Es que, en cada anillo de su tallo, el árbol puede registrar sequía, una erupción volcánica, radiación, etc. Un científico, al analizar eso, puede datar el tiempo y sus sucesos. ¿Y qué hacen las hojas de los periódicos? bueno, ser testigos silenciosos, así como lo fueron en su forma original como árboles. Ahora, revisemos la relación entre esto que te cuento, la obra y el nombre de este periódico: El Espectador.