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En 1969, el mundo musical —por no decir el mundo entero— giraba sin saberlo en torno al menos esperado de los lugares. En el callado barrio de St John’s Wood, de la ciudad de Londres, el pequeño santuario que todavía hoy ocupa el número 3 de la calle que se desprende de Grove End Road y se extiende por casi kilómetro y medio hasta acabar en Belsize Road, estaba por convertirse en un ícono global.
A diferencia de los muchos landmarks que se encuentran en la capital británica, la celebridad de este no se debe a su estilo arquitectónico ni a una imponente estructura. Es más, este lugar de peregrinaje podría pasar completamente desapercibido de no ser por la extraña cantidad de adeptos descalzos que parece atraer durante el año sin importar el clima.
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Ese verano, a las 11:35 de la mañana del viernes 8 de agosto, una pequeña obstrucción vehicular, consistiendo en un fotógrafo sobre una escalera escoltado por un policía, detendría el tráfico de esta calle por unos meros diez minutos, pero continuaría afectando su circulación a diario —para el fastidio de sus conmutadores— por medio siglo más.
Aunque a través de las décadas los estudios de Abbey Road han sido un importante centro de creatividad y producción musical, todos conocemos la verdadera razón por la que tanto la discreta casa victoriana de fachada blanca como el cruce de cebra a unos cuantos metros de ahí han llegado a ser declarados monumentos culturales por el gobierno británico, y por la que su nombre e imagen estarán por siempre grabados en la memoria colectiva de la humanidad.
Hoy hace cincuenta años, el 26 de septiembre de 1969, el mundo quedaría absorto por primera vez con los 47 minutos que conforman la maravillosa obra maestra que es Abbey Road. Muchos no lo saben —y menos lo sabrían entonces—, pero este sería el último álbum que los Beatles grabarían (Let it Be saldría unos seis meses después a pesar de haber sido grabado antes), y aunque su mágica y soleada aura cautivó al mundo entero con un mensaje de amor, para el círculo interno de la banda se sentía más como un epitafio.
Los inevitables cataclismos que demarcaban la frontera venían crujiendo in crescendo hacía unos años ya. Durante la grabación los cielos parecían ya no augurar tempestades, pero la llegada de la noche era inevitable. Los conflictos internos que venían distanciando a los miembros del grupo hacían absurdo pensar que alguna esperanza de reconciliación existiese, pero lo que estaba por arribar fue un magnífico atardecer: ese momento del ocaso en que el cielo se torna de colores imposibles y pasmosos, antes de que las penumbras caigan de una vez por todas.
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And in the middle of negotiations, you break down
1968 fue un año complejo para los Beatles. La cuestión de cuál podría ser un sucesor digno al descomunal éxito de Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band —al que la crítica declaró "un momento decisivo en la historia de la civilización de Occidente”— habría podido generar ansiedad en cualquier artista de talla mundial (que mayor a la de ellos, no existía). Entre la reciente y repentina muerte de su amado manager, Brian Epstein, y el subsecuente fiasco financiero que produjo el intento de establecer su propia disquera, el peso de un coloso comercial que se tambaleaba comenzaba a presionar a los cuatro músicos.
Durante su retiro de meditación en Rishikesh, en abril, las aguas milagrosas del Ganges habían provocado un gran caudal de creatividad que John Lennon y Paul McCartney navegaban juntos, compartiendo sus ideas en las noches mientras los demás feligreses dormitaban. Pero ante su regreso a Londres, la armonía y camaradería parecían haberse ido río abajo también. Desde que iniciaron las sesiones de grabación para su siguiente LP, comenzaron a brotar conflictos que apartaban los ya divergentes caminos de los Beatles cada vez más y más.
Entre junio y octubre de 1968, los estudios de Abbey Road fueron testigo de interminables e insoportables riñas de tal intensidad que llegaron a provocar la breve partida del miembro más ecuánime del grupo. Aunque la batería de Ringo Starr estaba cubierta de flores y mensajes de bienvenida cuando regresó a la banda dos semanas después, el ambiente estaba lejos de distenderse. En ese puente donde solían encontrarse las dos principales mentes creativas del grupo, ahora se libraba una guerra.
Hasta este punto, el cinismo y el sentimentalismo, la impudencia y la diplomacia, Lennon y McCartney habían existido en un balance perfecto encapsulado por cantidades inconmensurables de ingenio y carisma. Ahora, para McCartney, en la música de Lennon primaba la provocación a toda costa en un brusco intento por desafiar al statu quo. Para Lennon, por su lado, la de Paul McCartney era de un romanticismo que rayaba en lo empalagoso y que carecía de alguna aparente ambición conceptual. La chispa de genialidad que solía iluminar los momentos en que estos dos compartían ideas se vio reducida a la débil brasa de un contenido y evasivo gesto de aprobación... en el mejor de los casos.
George Martin, el productor que vio en ellos el potencial que tantos miopes habían rechazado, fue siempre la ponderada y serena mano que guió a la banda. Puliendo su vasto efluvio creativo, creó el impecable catálogo que cautivó al mundo entero. Pero por primera vez, Martin sintió a estos jóvenes que siempre habían valorado su sabiduría rebelarse contra su instrucción. Entre tensiones y rencores, cada quien escribió y grabó canciones a su gusto. Por esta razón, treinta temas venían conformando el álbum doble que para él no era más que un desorden marcado por el conflicto y el egocentrismo. La única decisión que parecía unánime era la negativa ante su propuesta de preservar las mejores canciones y cortar el álbum a la mitad.
La obra que resultó, conocida como The White Album, no fue producto de un grupo sino de un conjunto de solistas compitiendo por prominencia. La crítica la alabó, por supuesto, pero es inevitable sentir en este álbum un fuerte desequilibrio. Su carácter ecléctico es el antípoda de la cohesión temática de Sgt Pepper’s; una colección de brillantes temas, sí, pero todos desconectados y pertenecientes a un Beatle o al otro. La presencia de los demás era desesperadamente necesaria para contrarrestar el excentricismo de cada uno, y los Beatles se encontraban ahora más distanciados que nunca.
Once there was a way to get back homeward
Casi tres años después de que los Beatles decidieron dejar por completo la música en vivo para refugiarse, en la seguridad de sus estudios de Abbey Road, de las estruendosas masas que los perseguían incesantemente, Paul McCartney no podía evitar extrañar la emoción del escenario.
A pesar del fantástico florecer artístico que el tiempo y libertad para experimentar provocaron, sentía que haberse distanciado del público al que le debían todo su éxito los había alejado de sus raíces y uno de sus mayores fuertes como músicos. Tal vez un regreso a la gloria de épocas pasadas —no sólo de estadios eufóricos sino también de noches en el Cavern Club y el Top Ten— restablecería la paz. El trauma de las tumultuosas épocas de giras mundiales en el auge de la Beatlemanía vetó rotundamente la idea. En lugar de regresar al escenario, acordaron hacer un álbum que recordara aquellos tiempos de antaño, libre de pretensiones de estudio y una compleja producción: sólo cuatro músicos con sus voces y sus instrumentos.
Pero la situación sólo empeoró. La presencia de cámaras que documentarían el proceso para hacer una película incrementó la presión y profundizó el abismo que cada día crecía entre los Beatles. El perfeccionismo de McCartney, quien asumió el liderazgo del proyecto dando órdenes, y la ahora perpetua presencia de Yoko Ono en el estudio elevaban aún más la tensión en un ambiente que ya ebullía con irritación y malestar. Ni siquiera tocar juntos antiguas canciones como One After 909 —una de las primeras que escribieron—, o Maggie Mae —que John Lennon cantó el día que conoció a McCartney— fue suficiente para reconciliar las dinámicas del grupo.
Es lamentable que algunas de las sesiones más productivas para los Beatles, donde grabaron cientos de temas originales y covers de sus tempranos y contemporáneos ídolos, se haya caracterizado por una cualidad bélica y un tormento que, más allá de presagiar el fin, lo aceleraba. Uno de los pocos momentos rescatables, además del mítico concierto que dieron desde el techo de su disquera en el centro de Londres, fue aquella espontánea sesión de jamming, genuina y lúdica, de la que nació la canción Get Back.
Por meses, las horas sobre horas de cintas de audio y video grabadas ese enero de 1969 en los estudios de Twickenham y Apple —lejos de su confiable hogar en Abbey Road— no fueron más que un registro oculto del experimento fallido que parecía demarcar el irreconciliable fin.
The smiles returning to their faces
En el momento más oscuro, tal vez gracias a un imposible golpe de clarividencia, o por un instinto nostálgico del corazón, los Beatles decidieron que el momento de despedirse no había llegado aún. Un tiempo después del fiasco de las sesiones de Let it Be, Paul McCartney se dirigió a George Martin, no como uno de los músicos más grandes de la historia, sino con la misma humildad e inocencia del joven liverpuliano que siete años atrás había entrado por primera vez a los estudios de Abbey Road. El grupo quería grabar con él un nuevo álbum "como [solían] hacerlo”. Prometieron dejar de lado las hostilidades, los egos, los resentimientos, y dejarse dirigir disciplinadamente por Martin una vez más, acatando la única condición que él les puso: volver a ser quienes solían ser.
A causa de su inconcebible éxito, los Beatles eran ahora más que nunca individuos separados, lejos del grupo de despreocupados mechudos que desde 1964 había cautivado al mundo. La influencia de la cultura hindú había tenido el mayor impacto en George Harrison, quien, entre su dedicación al sitar y años absorbiendo la influencia de Lennon y McCartney, se había convertido en una potencia creativa con fuertes contribuciones para hacer; el amor por el cine y un talento innato para la actuación comédica habían resultado en una emergente carrera cinematográfica para Ringo Starr; el sentimentalismo de Paul McCartney y sus estables relaciones hogareñas —primero con Jane Asher y ahora con su esposa Linda Eastman— habían teñido sus composiciones de un tierno romanticismo reflejado en el instrumento que ahora las protagonizaba, el piano; y la reciente y poderosa influencia de Yoko Ono había liberado por completo en John Lennon una sardónica anarquía y exorbitante excentricismo que hasta entonces se habían visto relativamente inhibidos. A causa de sus varios compromisos individuales, el proyecto demoró un poco en despegar, pero entre julio y agosto, restablecerían su residencia artística en el Estudio 2 de Abbey Road, donde algo portentoso y mágico estaba por ocurrir.
Algunas de las ideas para las canciones de este nuevo álbum habían nacido tiempo atrás —Harrison había escrito Here Comes the Sun hacía meses en el jardín de su amigo Eric Clapton, Ringo Starr encontró la inspiración para Octopus’s Garden durante su “renuncia” del White Album, Polythene Pam y Mean Mr Mustard eran retazos que Lennon había creado en las templadas noches de Rishikesh— pero lo que realmente hizo la diferencia fue la forma en que se comportaban en el estudio. Dejaron sus diferencias en la puerta del estudio y el ambiente se tornó ameno; regresaron los chistes y la juguetona camaradería que los habían hecho tan irresistibles al principio.
Una vez más, George Martin los dirigió con rigor —no restringiéndolos sino potenciando su genio creativo— y ellos se dejaron guiar por él. Una vez más, grabaron su música tocando todos juntos como grupo, en lugar de aislados en un meticuloso y exhaustivo ensamblaje de pistas. Una vez más, hicieron del estudio un santuario creativo en donde las ideas, melodías y progresiones eran compartidas y pulidas con amor y empeño, para ser convertidas en canciones que inspirarían a millones y a generaciones. La ilusión, el amor y la alegría que marcaron la década de los 60s —que ellos le infundieron a la década de los 60s— estaban más vivos que nunca, como si en lugar de estar a unos meses de terminarse, acabara por comenzar.
Las discusiones no se desvanecieron del todo, por supuesto, pero se habían reducido considerablemente. En los momentos más tensos, Lennon propondría que sus canciones estuvieran a un lado del LP y las de McCartney al otro. Sus ansias de estar a la vanguardia creativa, de empuñar su música para servir a una agenda social, lo hacían el mayor detractor del proyecto, el más rápido a expresar su disgusto sobre alguna decisión —razón por la que Martin hizo especial énfasis en que su colaboración era una condición para producir el álbum—, pero incluso él terminaría dejándose llevar por el ambiente renovado que se respiraba en Abbey Road.
No fue perfecto, como nunca nada lo fue realmente para los Beatles —la realidad detrás del estrellato oscilando entre glamurosa y sofocante—, pero todos lograron poner de lado sus diferencias y "quitarse los guantes de boxeo” —como dijo McCartney— para demostrarle al mundo, y en especial a ellos mismos, lo que eran capaces de hacer. Durante un último verano, los estudios que el año anterior habían sido testigos de tan penosa discordia, presenciaron al fin una última vislumbre de armonía que encapsuló todo aquello que fueron y alguna vez serían los Beatles. El 20 de agosto de 1969, los cuatro partieron juntos del estudio para no volver a coincidir en uno nunca más.
But oh, that magic feeling
Tras un par de calladas revoluciones, el icónico "Shoot me…" reverbera suavemente, acompañado por los toms de Ringo Starr y una de las mejores líneas de bajo de la historia. Come Together es John Lennon en una composición: un contraste entre sencilla musicalidad y enigmáticas letras; un mensaje simultáneamente anarquista y pacifista flotando etéreamente dentro de su propia idiosincrasia.
El flotar se torna sublime cuando llega una de las dos obras maestras con las que George Harrison contribuyó a este álbum, y su primera composición en ocupar el lado A de un sencillo. Something es de una belleza tan fina y pura que trasciende los sentidos para apretar el corazón por medio de una lenta y profunda respiración. El mismísimo Frank Sinatra tuvo razón al declararla “la mejor canción de amor jamás escrita".
Una cándida y jocosa melodía pronto anuncia la presencia de Paul McCartney con Maxwell’s Silver Hammer, el tema más polémico del álbum. Tanto Lennon, quien se rehusó a participar en su grabación, como Harrison y Starr, que debieron repetir incontables tomas, la consideraban "música para abuelitas”. La realidad es que sólo Paul McCartney tiene la admirable habilidad de darle semejante aire de inocencia a una canción sobre un triple homicida.
La anterior discrepancia acaba y el reencuentro musical comienza con Oh! Darling, que, entre desgarradores y desesperados gritos de amor, acolchados por suaves harmonías, entrelaza indistinguiblemente los estilos de John Lennon y Paul McCartney como hacía años no sucedía. Lennon la disfrutaba tanto que deseaba ser la voz líder, aunque hubiera sido compuesta por McCartney, sintiendo que era mucho más su estilo.
Si para este momento el ambiente jovial y optimista no se siente reflejado en el álbum, el alegre barítono de Ringo Starr llega para reivindicar esa percepción. No podía faltar en el magnum opus de los Beatles una canción compuesta y cantada por el gentil y encantador baterista. Con su característica intro y solo de guitarra, acompañados de lúdicos efectos submarinos, Octopus’s Garden es una digna secuela a Yellow Submarine, de esas que son tan buenas como la primera, o incluso mejores.
El lado A concluye con la genial y minimalista oda a Yoko Ono de John Lennon, I Want You (She’s So Heavy), donde la melodía vocal y el punteo de la guitarra líder se copian y complementan como en un encuentro de lujuria carnal. Suaves solos de guitarra, cambios de tempo y gritos desgarradores se van desenvolviendo hacia el desbordante caos de una coda hipnótica que se repite como en un trance, uno del que se despierta tajantemente justo donde Lennon le dijo al ingeniero de manera arbitraria: “córtalo ahí”.
El inicio del lado B contrasta el caos anterior con una dulce guitarra que riega un suave estremecimiento por la piel como al tenderse bajo un cálido rayo de sol en un día frío y seco. El hecho de que la reconfortante Here Comes the Sun recibiera tanta atención y elogio sin haber sido un sencillo es la prueba incontestable de que, para este álbum, George Harrison, siempre el pequeño y callado del grupo, finalmente brillaba con luz propia.
La guitarra ahora da paso a un clavecín eléctrico. El arpegio inspirado por el Claro de luna de Beethoven produce una intriga que no alcanza a ser descifrada para el momento en que entra la armonía más espectacular alguna vez cantada por los Beatles. En Because compusieron la música de su propia ascensión —con acertados cantos de “it blows my mind” e “it makes me cry”— para llenar el silencio expectante que su última nota deja en el aire, y sellar su entrada al Cielo, con la más brutal de sus hazañas.
El último tercio del álbum se conoce como el medley de Abbey Road. Está compuesto por ocho canciones que los Beatles decidieron hilar en una sola suite: un ambicioso popurrí de ritmos, melodías, progresiones y armonías del que la primera canción —la mejor de toda su discografía— es tan sólo un abrebocas. You Never Give Me Your Money es una montaña rusa que cursa en apenas cuatro minutos los varios estilos que están por seguir: el delicado sentimentalismo del piano, el virtuoso clavecín cortesía de George Martin, el descrestante rango vocal de Paul McCartney, el esplendor de las secciones de vientos, los angelicales coros a tres voces, los reverberantes arpegios, los infantiles cantos en falsete, y los geniales solos instrumentales son los motivos que definirán el espectacular cierre de este álbum.
Sun King reduce la cadencia evocando un ambiente somnoliento, como recién despertando del sopor inspirado por Here Comes the Sun. Los incoherentes balbuceos en lenguas romances que la terminan, marcan uno de los más puros momentos en que los Beatles eran ellos mismos simplemente divirtiéndose al decir bobadas.
Mean Mr Mustard y Polythene Pam, con los coros de Lennon y MacCartney, que describen dos personajes inequívocamente lennonescos, van retomando el ritmo e incrementando la absurdez para dar paso con un gran solo de guitarra a She Came in Through the Bathroom Window, que entre respuestas de versos y arreglos de guitarra pinta un perfil más McCartney, inspirado por una fan que poco antes había irrumpido en su casa.
La delicada sensibilidad regresa con otra de las piezas que se cimentarían como unas de las más bellas —tanto de la banda, como de la historia de la música— y que distinguen a los Beatles de cualquier otro acto musical de su época y todas las que seguirán. Las líneas del poema isabelino de Thomas Dekker que Paul McCartney tomó y complementó para Golden Slumbers encajan preciosamente en este repertorio cargado de emociones, y provocan escalofríos al alcanzar el coro con la repentina potencia de su voz.
Ringo Starr se une finalmente a los coros fraternales que los cuatro entonan juntos en Carry that Weight como un conmovedor reconocimiento de que, aunque los Beatles lleguen a su fin, ninguno de ellos podrá jamás escapar ni superar la marca que dejaron en la historia. La emoción se siente crecer, va llenando el corazón y continúa subiendo para desbordar en lágrimas cuando la sección de vientos retoma gloriosa el mismo motivo que inició el medley.
Es aquí donde arriba The End; poética y coincidencialmente, la última nueva canción que grabaron los cuatro. Cada Beatle da una muestra de su virtuosidad y estilo a modo de una grandiosa despedida al final de un épico concierto. Ringo Starr comienza con el único solo de batería en toda la discografía de la banda, y pronto le siguen los demás: McCartney, Harrison y Lennon, cada uno con una guitarra, se turnan en ese orden improvisando solos intercalados. Durante tres rondas existieron en un lugar fuera de este mundo, lejos de toda hostilidad, de contratos, de hordas de fans, de entrevistas y eventos, del peso de ser el grupo más famoso del mundo entero, aislados en donde nada más que la música importaba y eran como niños una vez más, disfrutando de tocar juntos por diversión. Fue un momento tan puro, que una única toma fue suficiente, y es aquí donde la lúcida copla de Paul McCartney cierra —por lo menos para ellos— la historia más grande de la música con absoluta perfección:
And in the end,
the love you take
is equal to the love
you make.
Y justo cuando pensábamos que los Beatles no podrían guardar más sorpresas, tras veinte segundos de silencio, un risueño Paul McCartney le entona con su guitarra acústica una breve canción de amor a la Reina Isabel (la misma que hoy, medio siglo después, continúa en el trono). La inclusión de Her Majesty fue un pequeño accidente: después de ser cortada del medley —entre Mean Mr Mustard y Polythene Pam—, los ingenieros, siguiendo la orden de no botar nada, la pegaron al final de la cinta, logrando un efecto que encantó a la banda. El tema oculto, que alivia con ligereza el corazón pesado al final de este emotivo viaje, es un toque Beatle por excelencia.
Carry that weight a long time
Este álbum, con sus canciones individuales y su culminante medley —que, al igual que ellos, solamente unido tiene perfecto sentido— sintetiza cada elemento que marcó la historia de los Beatles de una manera pura y natural. La encantadora inocencia de sus primeros días, la complejidad del excentricismo psicodélico que los transfiguró, las diferentes perspectivas en complemento en lugar de conflicto, la madurez artística de cada uno amplificada por su talento colectivo, todo está allí en su justa medida, tan honesto y real como siempre desearon ser, en un balance imposible que nos trae el más perfecto e insuperable fin.
A pesar de todo, la banda acabó. La recientemente descubierta grabación de una reunión del 8 de septiembre de 1969 cambia la percepción que por años se tuvo sobre el fin de los Beatles. Comienzan discutiendo la posibilidad de un nuevo álbum que suceda a Abbey Road, con el tentativo lanzamiento de un sencillo para el mercado navideño, pero pronto discrepancias sobre cuántas canciones debería aportar cada uno cambian el curso de la reunión. En ningún momento se calienta la discusión, y aunque la grabación revela que tan sólo doce días antes de dejar la banda, Lennon discute confiadamente planes para su futuro, también profundiza la intriga sobre justamente qué fue lo que pasó en las siguientes semanas para que finalmente decidiera partir.
Tal vez la experiencia grabando Abbey Road fue tan inmensamente positiva, que brevemente logró devolverle al grupo la ilusión de que podrían continuar en ese dulce ensueño de los 60s antes de que, al igual que el mundo entero, chocaran estrepitosamente contra una dura realidad. No tiene sentido fantasear con una despedida de cálidas sonrisas al final del camino recorrido en esa conmovedora poesía que sólo la ficción tiene la naïveté y el descaro de conceder, pero el hecho que Abbey Road fuese una obra creada con amor más que con pasión desmedida, con despreocupación por una supremacía artística, y con la única convicción de hacer música unidos como grupo una última vez, basta para sonreír.
Cincuenta años después de su lanzamiento, Abbey Road ha envejecido majestuosamente y preserva su estatus como una de las más fascinantes joyas de la música moderna. Aunque era imposible saberlo a ciencia cierta, sintiendo que se podía tratar de su última escapada, los Beatles le regalaron al mundo la más perfecta despedida, y al nunca reunirse, sellaron su esencia en una cápsula inmaculada para ser recordados por siempre como la banda más grande de la historia.