Los camanduleros de la traición (cuento de sábado en la tarde)
Victoriano Lorenzo, un líder indígena del siglo XIX, se enfrentó a la opresión colonial en Panamá con la esperanza de justicia para su pueblo Ngöbe. Su lucha por los derechos de los campesinos y la tierra lo llevó a una ejecución en 1903.
Luis Felipe Arango Gómez
Naciste en medio de una encrucijada de ímpetus tectónicos disputándose la indomable geografía entre los dos océanos. Era esa selva enfurecida por los abusos de los colonos, la que te adoptaría como su guardián más avezado, incluso antes de tu nacimiento. Las deidades te revelarían los misterios del Gaital para abrir la puerta de la inmortalidad a tu pueblo Ngöbe. Sin embargo, en la sombra de los acontecimientos históricos que te rodeaban, había una causa truculenta conspirando para que tu destino se desviara hacia un desenlace aciago. Habían transcurrido ya casi cuatro siglos desde que se entabló esa partida feroz de ajedrez entre los conquistadores y los natales de Abya Yala. Muy a pesar de tu prohijamiento cósmico, el balanceo mundial era un hervidero entre el ocaso de unos imperios y el cenit de otros que descollaban, cuyos coletazos desencadenarían la ruindad humana que te obligó a caminar descalzo al cadalso un día infausto de 1903. El azote del poder colonial había corrompido las entrañas de la tierra donde viviste tu infancia y no sólo pretendían imponerle la obediencia a tu rebeldía, sino que fraguaban una traición para trazarte un destino maldito, con una condena que enceguecería tu alma y opacaría tu legado. Porque mientras los advenedizos acaudalados de la política nacional se mataban por el poder, tu y tu clan debían desgarrarse a muerte para no dejarse exterminar.
Las tierras del Coclé a las orillas del plácido estuario de mariposas atlánticas, siempre las envidiaron los españoles desde los tiempos de Balboa en el siglo XVI y ahora las envidiaban con más ínfulas sus imitadores colombianos. Patriarcas terratenientes conservadores y liberales, unidos bajo los designios de la camándula pontificia y el oro de la hacienda, pretendían extender y resguardar sus intereses, confabulándose con las dádivas de los políticos y los dólares de los magnates extranjeros. Era la codicia de un imperio norteamericano que necesitaba avanzar su avaricia sin más obstáculos, una vez el destacamento de soldados cumpliera la orden de fusilarte. Varias veces en vida intentarías despertar de ese vaticinio, pero nunca el yugo de las cañoneras y las traiciones del poder imperial te lo permitieron. Aún así fuiste un peleador apasionado contra la embestida imperial y en los combates peleabas como un testigo herido por las injusticias que ni los demonios del Darién lograban espantar. La rendición sólo llegó cuando tu trágico lamento ahogó la detonación que apagaría tu epifanía.
Eran las cinco de la tarde de un crepúsculo argentino de mayo de 1903, cuando Victoriano Lorenzo sintió las manos temblorosas de un soldado vendándote los ojos con un paño polvoriento. Los panfletos pegados en los muros durante las tinieblas de la noche anunciaban el espectáculo de tu fusilamiento para la una de la tarde de un día húmedo y gris. Era el artilugio para intimidar a los insurrectos de toda laya, montado por los mandatarios figurines venidos del interior y adoctrinados por clérigos andinos para escenificar ese tribunal de pandereta. Te cegaron del furor de las montañas vírgenes del Darién que tu mirada melancólica veneraba y cuya majestuosidad ideó el Dios de la naturaleza. Te sentaron sobre un banco desvencijado para que agonizaras durante horas, y así te quedaste paralizado, mirándole el rostro a la tortura. De repente, se escuchó un sonido estridente invadiendo la plaza del cuartel de las Bóvedas, instantes previos a que los esbirros te arrojaran casi desnudo, derramando tu sangre sublevada, sobre un sepulcro poblado y sin nombre. Eran las siete campanas de la iglesia de El Cacao, dando la señal al destacamento para descargar aquella ráfaga vil sobre tu diminuto cuerpo de general. Treinta y seis proyectiles te destruyeron sin misericordia la legendaria constitución de indígena histórico. Tu quimera pretendían borrarla cobardemente desvastando la memoria de tu épica, con ese estropicio de espejos rotos que dejó el juicio y la ejecución sumaria de tu estirpe.
Desde la profundidad de las bóvedas se alcanzó a escuchar el eco desgarrador de Pascuala Troya, aquella mujer recia que te había arrojado de su vientre hacia las selvas de Penonomé una madrugada de 1867. Entre los picos del cerro Carigüana, a las orillas del río Zaratí y bajo las borrascas del mar Atlántico, creciste de niño con la hechura de un toro y la cara reluciente de un santo. Tu infancia y adolescencia la viviste en medio de una comunidad pacifista, aunque las disputas para defender las tierras de la usurpación de los colonizadores hacendarios eran ya una tradición desde que anclaron sus galeones en Abya Yala, cargados de espejuelos y bestias míticas. Paradójicamente tu circunstancia te hilaba con luchas universales por los derechos naturales que reclamaban desde lejanos meridianos otros campesinos. Ya desde la república de la Roma antigua, los campesinos representaban la columna tutelar de su esencia identitaria y cuando Roma perdió el vínculo místico con la tierra, con el campesino, se depravó la república y nació el imperio cesarista. Pero desde entonces se había configurado para la historia de los pueblos el arquetipo del campesino que labraba la tierra, con rigor y disfrute, para atender la economía de su sustento básico. También se esparció en todos los continentes, desde tiempos inmemoriales, la virtud olvidada de la frugalidad que identificaba la conexión de tu cultura indígena con el cuidado existencial de los bosques y de la selva, como la heredad para legar a sucesivas generaciones. Vínculo eterno entre el hombre labrador y su tierra, que dibujó bellamente con su pensamiento el historiador Catón, el tribuno de los plebeyos: “Los campesinos no tenemos más patria que la tierra, en ella nacimos y en ella yaceremos”. Igualmente arduas fueron las ominosas reyertas que siglos después debieron padecer los mujiks rusos, errantes en los mismos laberintos circulares del despojo. Este paralelismo de batallas contra las aristocracias del saqueo de tierras en teatros tan apartados, develaba una oculta sincronía del tiempo en la que iguales traidores con diferentes nacionalidades, ponían en escena similar conjura para engañar y concluir que el traidor eras tú, el desposeído, convertido en criminal por los conspiradores auténticos.
Siempre fuiste un convencido de que las leyes de la naturaleza se imponían sobre los caprichos de poder de los hombres blancos. Los seres humanos eran naturaleza y corporalidad inherente a esa inmensidad que son los siglos y el tiempo. Acontecía entonces un fabuloso encuentro, una simultaneidad atemporal entre el principio racional de los enciclopedistas revolucionarios franceses y la metafísica espiritual de los aborígenes americanos. Y en tu caso, como regidor de la legión Ngawbé, además de exigir iguales derechos que los jinetes de la avaricia, simbolizabas esa guardia imperecedera sobre la sacralidad selvática. En tu cosmovisión, eran los derechos naturales los que regían el orden del territorio. No la mentalidad provinciana y las leyes opresivas de los enjutos gobernantes de la lloviznosa capital, que como bien decía uno de tus biógrafos ilustres, era una aldea de rústicos gramáticos condenada “por los dioses a servir de guarida a la caterva de badulaques y pillos que integraban su clase dominante”.
Cuando llegaste siendo adolescente a ciudad de Panamá, venías de ser el acólito y aprendiz del cura Antonio en la iglesia del Coclé. Ahora llegabas a un efímero paso por la urbe para improvisar como alma laboriosa en cualquier oficio que te calmara el hambre y la soledad. Fuiste carpintero, chalán y herrero y antes de que la nostalgia por el abandono de tu lengua te sumiera en los oscuros arcanos de la incertidumbre, regresaste en busca de tu identidad añorada a la sierra de tus raíces. Aunque, muy a tu pesar, al poco tiempo de regresar te condenaron a vivir entre los espectros de un calabazo durante nueve años. Sin embargo, nunca dejó de vibrar en ti la indomabilidad del carácter con el mismo brío de las olas oceánicas que golpeaban furiosamente los acantilados de la selva. En una frenética pelea de cuchillos habías rasgado con el filo de tu destreza la piel toráxica de tu más enconado enemigo. Ese regidor racista de Penonomé que por su honor había jurado tu muerte, porque no soportaba tu osadía contra la abusiva tributación y la lealtad que recibías como regidor elegido por tu pueblo aborigen. Tenían la desfachatez de enviarte militares como recaudadores fiscales para usurparte el escaso excedente, cobrándote por sembrar, por vender la cosecha, por vender un semoviente o hasta por comerciar unos gramos de sal. Era una vigilancia y una explotación confiscatoria que asfixiaba la supervivencia de tu comunidad. Pero los instintos de ese lacayo no tenían tu misma ferocidad felina y rápidamente tu precisión animal hizo que su hemorragia inundara de soledad tus próximos nueve años, hasta los días finales del siglo XIX.
Pero no te dejaste arredrar por el hedor miserable de la prisión. Tu amigo, el dirigente liberal Belisario Porras, te había cogido una admiración paternal y como hombre ilustrado, entendía bien que tu lucha era trascendental y universal en defensa de los pueblos originarios de América. Pero también era una lucha decimonónica por la igualdad de los derechos de los campesinos en todo el mundo. Por eso no sólo no te abandonó en todos esos años de presidio, sino que se encargó de que tu tristeza se ilustrara con la compañía de palabras cultas y conocimiento. Te las ingeniaste para convertir unos desechos de madera abandonados en el patio polvoriento, en una mesita chueca que alcanzaba a sostener los libros que te llevaba don Belisario bajo la penumbra de los barrotes y protegidos de la voracidad de un ataque de termitas depredadoras. Entre distintos textos, leíste uno que te maravilló especialmente y que te dio una dimensión histórica de tu lucha por la tierra. Era un relato literario y exaltado de quien para don Belisario era el más grande de los clásicos rusos. Se trataba del cuento “¿Cuanta tierra necesita un hombre?” de Lev Tolstoi, donde describía con crudeza el duelo de poderes entre la racionalidad acaparadora del mundo emergente y la tranquilidad amenazada de la sobriedad rural. Con ese texto entendiste cabalmente la ignominia representada por el agrandamiento de una clase buscando apoderarse de todas las tierras inhóspitas, para despojar a quienes realmente las cultivaban. Aprendiste de la voracidad de unas élites parasitarias que depravaban las costumbres del campesinado vendiéndoles el vicio del licor o llevándolos a creer la terrible falsedad de un credo ni en el que ellos mismos creían. En fin, de cómo se había vuelto un fenómeno inatajable el acaparamiento cruel del botín por parte de aristócratas insaciables. Entendiste que igual avaricia identificaba a un hacendado panameño que a uno de las estepas rusas. “Tengo demasiada tierra pero quien sabe si Dios me dejará morir en ella” exclamaba casi con angustia un especulador de tierras en la obra de Tolstoi. En algunos casos eran hombres cultos e inteligentes que a sangre fría ordenaban matanzas masivas de campesinos con la complicidad de obispos y capellanes. Huelga decir que la Iglesia adquiría los diezmos sobre cada acre despojada, hasta llegar a convertirse en uno de los principales terratenientes. “Os desprecian y odian porque los matáis, y los matáis porque les teméis” sentenciaba el gran escritor a los grandes propietarios. Fueron estos los vientos de infamia que recorrieron el mundo campesino en los albores del nuevo siglo y que no en vano desencadenaron tempestades de revolución popular que estremecerían de manera violenta las entrañas de varias naciones y del orden mundial.
El silencio hervía con el calor que azotaba a esa hora de la tarde el patio del cuartel de las bóvedas. Al fondo alcanzaste a escuchar el rozar metálico de los fusiles alistándose para apuntarte. Tras el velo negro apretando tus párpados, la oscuridad te proyectaba recuerdos melancólicos de la lujuriosa fertilidad en las montañas de tu pueblo y por un momento extrañaste la serenidad bajo el limonero del huerto donde colgabas la hamaca. Era una vida de sosiego y lentitud en el corazón de la espesura, donde aún podías gozar de la fortuna de no haber prosperado aquel intruso contaminante del ánimo de lucro. La plata y el oro eran en tu cultura apenas adornos del ritual para celebrar la estética de los dioses, jamás monedas de cambio para envilecer las relaciones humanas. Como un ciclón efímero de la memoria recordaste el emocionante encuentro con el general Benjamín Herrera, quizás el único hombre blanco que podría salvar a tu gente de la servidumbre a la que te querían someter los gramáticos conservadores de la camándula. Fue un encuentro memorable a las orilla del río Tonosí, en la desembocadura al mar Pacífico, donde desembarcó el general con una división de hombres desbocados por un coraje frenético sobre las playas doradas. Ante la mirada cómplice de cientos de monos araña haciendo acrobacias entre lianas y ceibas, trascendiste a la historia de la mano de tu nuevo aliado. Te internaste en el tupido e infernal santuario de Cajanagua acompañado de aquel ícono de la guerra de los mil días, transformado tu también en un soberbio general de división. Tus soles no demorarían en brillar con la aplastante ferocidad que exhibiste en la batalla y el sitio de Aguadulce, considerada por los cronistas de la época como la operación militar mejor planeada de aquel conflicto fratricida que fue la guerra de los Mil Días.
Desde esas primeras horas cabalgando por trochas dantescas con el caudillo liberal, le comunicaste con represada indignación tu reflexión de que la evolución de tu pensamiento y la de tu indiada no podía quedarse rezagada en el arcaísmo de que los aborígenes estaban desligados de la evolución del pensamiento humano y por tanto condenados al ostracismo social y marginados del imperio jurídico. Le reclamaste que así como en Europa en su momento acontecieron revoluciones burguesas por la libertad de los hombres y por la igualdad jurídica de esas libertades, también los campesinos e indígenas americanos tenían el derecho a tener derechos, no sólo a cumplir órdenes, sino también a exigir la universalidad y la reciprocidad en el ejercicio de esos derechos. Tu pueblo lo considerabas un sujeto esencial de la nación en la cual recaía la soberanía de la república. Se lo resumiste con una frase fundamental y contundente, que demostraba el juicio con que habías asumido tus días de ilustración en el infernal cautiverio: “las autoridades de la capital no nos pueden obligar a nada a lo que nosotros recíprocamente no los podamos obligar”. Y fue para defender esta profunda convicción que transformaste tu delirio guerrero en el alistamiento de un guerrillero liberal, como ingenioso táctico, combatiendo al lado de las tropas rebeldes contra el régimen autoritario de los aristócratas ultramontanos.
Este era el sustrato del heroísmo y la mística que demostraron los campesinos coclesanos que integraron tu división militar durante la guerra civil. Más allá de ser un accionar militante en defensa de uno de los partidos tradicionales que se disputaban el poder político, el tuyo era un movimiento espontáneo tras la reivindicación de los derechos sociales, en medio de una repugnante pugna clasista que pretendía mantener postrados en la servidumbre a la gleba indígena. En una de tus cartas durante el presidio previo a tu fusilamiento, bien lo señalabas, “ya se llegará el día en que las autoridades de toda la República se convencerán que en los pueblos hay gamonales que sólo hancian y envidian todo para ellos y a la sombra de la Justicia abusan de la inocencia de los naturales”. Ahora esperabas allí sentado con el carisma de tu timidez y tu apariencia llena de majestad. En el profundo espejo de tu ternura moribunda se reflejaba la tempestad de un cisma continental que partiría en dos la historia Colombia y de cuyos estertores surgiría el más colosal atajo para embarcaciones que intentaban llegar en tiempo prudente hasta los más remotos confines.
La noche anterior a tu ejecución quedaste atrapado en la ebriedad del insomnio y no encontraste más que rogarle a los teólogos de tu conciencia que a pesar de la desdicha de tu historia, quizás te depararan un último amparo de gracia. Las horas de la madrugada se tornaron infinitas y cada minuto de espera era como un siglo de agonía. Bajo el sudor de la oscuridad sin brisa recordaste la espiritualidad aprendida de Pascuala Troya frente a las miserables arbitrariedades de los hombre blancos y comprendiste entonces que tu juicio sumario no era más que la discordia irreconciliable entre dos linajes contradictorios, de intereses antagónicos en una partida de ajedrez. La sabiduría de Pascuala te enseñó desde niño que aquel cosmos en que madurabas era una improvisación ruin gobernada por hombres deficientes y abstraídos por la avaricia. Por eso asumiste desde temprano en la vida, que lo tuyo sería un permanente desafío contra la adversidad humana y no pretendiste nunca que la impecabilidad fuese uno de tus atributos, pues bien sabías que era inútil aspirar a arrebatarle a la divinidad su atributo exclusivo de la felicidad.
Tu alzamiento en armas como guerrillero liberal, engañado por la demagogia de caudillos ofreciéndote redimir la secular exclusión y la promesa de aligerar la usura tributaria, terminaría su epifanía cuando bajo los metales oxidados y un calor soporífero acordaron tu muerte con la anuencia de todos los negociadores que firmaron esa traición en el barco insignia de la armada imperial, el acorazado Wisconsin. Quedará para los registros de la infamia la misteriosa deliberación que llevó a los delegados a coincidir en que tu ajusticiamiento sería el símbolo de la redención necesaria para que la ‘pax americana’ tuviera efectos inmediatos sobre los demás rebeldes insumisos. El sacrificio de un hombre sería necesario en representación de la salvación de los demás hombres. El Judas de tu delación quedará como el arcano de un trasegar épico entre manglares y lianas de una selva inmisericorde. Te asesinaron porque sintieron la amenaza de un bestiario capaz de corroer los cimientos de aquel decadente edificio elitista. “Muero como Cristo”, fue tu último grito antes de escuchar las treinta y seis detonaciones. Tenías razón, como él, te rebajaste a ser hombre y tu estertor en el patíbulo fue tan solo la prolongación de una crucifixión que se repite en el tiempo sin tregua ni clemencia.
En memoria del líder indígena Victoriano Lorenzo.
Naciste en medio de una encrucijada de ímpetus tectónicos disputándose la indomable geografía entre los dos océanos. Era esa selva enfurecida por los abusos de los colonos, la que te adoptaría como su guardián más avezado, incluso antes de tu nacimiento. Las deidades te revelarían los misterios del Gaital para abrir la puerta de la inmortalidad a tu pueblo Ngöbe. Sin embargo, en la sombra de los acontecimientos históricos que te rodeaban, había una causa truculenta conspirando para que tu destino se desviara hacia un desenlace aciago. Habían transcurrido ya casi cuatro siglos desde que se entabló esa partida feroz de ajedrez entre los conquistadores y los natales de Abya Yala. Muy a pesar de tu prohijamiento cósmico, el balanceo mundial era un hervidero entre el ocaso de unos imperios y el cenit de otros que descollaban, cuyos coletazos desencadenarían la ruindad humana que te obligó a caminar descalzo al cadalso un día infausto de 1903. El azote del poder colonial había corrompido las entrañas de la tierra donde viviste tu infancia y no sólo pretendían imponerle la obediencia a tu rebeldía, sino que fraguaban una traición para trazarte un destino maldito, con una condena que enceguecería tu alma y opacaría tu legado. Porque mientras los advenedizos acaudalados de la política nacional se mataban por el poder, tu y tu clan debían desgarrarse a muerte para no dejarse exterminar.
Las tierras del Coclé a las orillas del plácido estuario de mariposas atlánticas, siempre las envidiaron los españoles desde los tiempos de Balboa en el siglo XVI y ahora las envidiaban con más ínfulas sus imitadores colombianos. Patriarcas terratenientes conservadores y liberales, unidos bajo los designios de la camándula pontificia y el oro de la hacienda, pretendían extender y resguardar sus intereses, confabulándose con las dádivas de los políticos y los dólares de los magnates extranjeros. Era la codicia de un imperio norteamericano que necesitaba avanzar su avaricia sin más obstáculos, una vez el destacamento de soldados cumpliera la orden de fusilarte. Varias veces en vida intentarías despertar de ese vaticinio, pero nunca el yugo de las cañoneras y las traiciones del poder imperial te lo permitieron. Aún así fuiste un peleador apasionado contra la embestida imperial y en los combates peleabas como un testigo herido por las injusticias que ni los demonios del Darién lograban espantar. La rendición sólo llegó cuando tu trágico lamento ahogó la detonación que apagaría tu epifanía.
Eran las cinco de la tarde de un crepúsculo argentino de mayo de 1903, cuando Victoriano Lorenzo sintió las manos temblorosas de un soldado vendándote los ojos con un paño polvoriento. Los panfletos pegados en los muros durante las tinieblas de la noche anunciaban el espectáculo de tu fusilamiento para la una de la tarde de un día húmedo y gris. Era el artilugio para intimidar a los insurrectos de toda laya, montado por los mandatarios figurines venidos del interior y adoctrinados por clérigos andinos para escenificar ese tribunal de pandereta. Te cegaron del furor de las montañas vírgenes del Darién que tu mirada melancólica veneraba y cuya majestuosidad ideó el Dios de la naturaleza. Te sentaron sobre un banco desvencijado para que agonizaras durante horas, y así te quedaste paralizado, mirándole el rostro a la tortura. De repente, se escuchó un sonido estridente invadiendo la plaza del cuartel de las Bóvedas, instantes previos a que los esbirros te arrojaran casi desnudo, derramando tu sangre sublevada, sobre un sepulcro poblado y sin nombre. Eran las siete campanas de la iglesia de El Cacao, dando la señal al destacamento para descargar aquella ráfaga vil sobre tu diminuto cuerpo de general. Treinta y seis proyectiles te destruyeron sin misericordia la legendaria constitución de indígena histórico. Tu quimera pretendían borrarla cobardemente desvastando la memoria de tu épica, con ese estropicio de espejos rotos que dejó el juicio y la ejecución sumaria de tu estirpe.
Desde la profundidad de las bóvedas se alcanzó a escuchar el eco desgarrador de Pascuala Troya, aquella mujer recia que te había arrojado de su vientre hacia las selvas de Penonomé una madrugada de 1867. Entre los picos del cerro Carigüana, a las orillas del río Zaratí y bajo las borrascas del mar Atlántico, creciste de niño con la hechura de un toro y la cara reluciente de un santo. Tu infancia y adolescencia la viviste en medio de una comunidad pacifista, aunque las disputas para defender las tierras de la usurpación de los colonizadores hacendarios eran ya una tradición desde que anclaron sus galeones en Abya Yala, cargados de espejuelos y bestias míticas. Paradójicamente tu circunstancia te hilaba con luchas universales por los derechos naturales que reclamaban desde lejanos meridianos otros campesinos. Ya desde la república de la Roma antigua, los campesinos representaban la columna tutelar de su esencia identitaria y cuando Roma perdió el vínculo místico con la tierra, con el campesino, se depravó la república y nació el imperio cesarista. Pero desde entonces se había configurado para la historia de los pueblos el arquetipo del campesino que labraba la tierra, con rigor y disfrute, para atender la economía de su sustento básico. También se esparció en todos los continentes, desde tiempos inmemoriales, la virtud olvidada de la frugalidad que identificaba la conexión de tu cultura indígena con el cuidado existencial de los bosques y de la selva, como la heredad para legar a sucesivas generaciones. Vínculo eterno entre el hombre labrador y su tierra, que dibujó bellamente con su pensamiento el historiador Catón, el tribuno de los plebeyos: “Los campesinos no tenemos más patria que la tierra, en ella nacimos y en ella yaceremos”. Igualmente arduas fueron las ominosas reyertas que siglos después debieron padecer los mujiks rusos, errantes en los mismos laberintos circulares del despojo. Este paralelismo de batallas contra las aristocracias del saqueo de tierras en teatros tan apartados, develaba una oculta sincronía del tiempo en la que iguales traidores con diferentes nacionalidades, ponían en escena similar conjura para engañar y concluir que el traidor eras tú, el desposeído, convertido en criminal por los conspiradores auténticos.
Siempre fuiste un convencido de que las leyes de la naturaleza se imponían sobre los caprichos de poder de los hombres blancos. Los seres humanos eran naturaleza y corporalidad inherente a esa inmensidad que son los siglos y el tiempo. Acontecía entonces un fabuloso encuentro, una simultaneidad atemporal entre el principio racional de los enciclopedistas revolucionarios franceses y la metafísica espiritual de los aborígenes americanos. Y en tu caso, como regidor de la legión Ngawbé, además de exigir iguales derechos que los jinetes de la avaricia, simbolizabas esa guardia imperecedera sobre la sacralidad selvática. En tu cosmovisión, eran los derechos naturales los que regían el orden del territorio. No la mentalidad provinciana y las leyes opresivas de los enjutos gobernantes de la lloviznosa capital, que como bien decía uno de tus biógrafos ilustres, era una aldea de rústicos gramáticos condenada “por los dioses a servir de guarida a la caterva de badulaques y pillos que integraban su clase dominante”.
Cuando llegaste siendo adolescente a ciudad de Panamá, venías de ser el acólito y aprendiz del cura Antonio en la iglesia del Coclé. Ahora llegabas a un efímero paso por la urbe para improvisar como alma laboriosa en cualquier oficio que te calmara el hambre y la soledad. Fuiste carpintero, chalán y herrero y antes de que la nostalgia por el abandono de tu lengua te sumiera en los oscuros arcanos de la incertidumbre, regresaste en busca de tu identidad añorada a la sierra de tus raíces. Aunque, muy a tu pesar, al poco tiempo de regresar te condenaron a vivir entre los espectros de un calabazo durante nueve años. Sin embargo, nunca dejó de vibrar en ti la indomabilidad del carácter con el mismo brío de las olas oceánicas que golpeaban furiosamente los acantilados de la selva. En una frenética pelea de cuchillos habías rasgado con el filo de tu destreza la piel toráxica de tu más enconado enemigo. Ese regidor racista de Penonomé que por su honor había jurado tu muerte, porque no soportaba tu osadía contra la abusiva tributación y la lealtad que recibías como regidor elegido por tu pueblo aborigen. Tenían la desfachatez de enviarte militares como recaudadores fiscales para usurparte el escaso excedente, cobrándote por sembrar, por vender la cosecha, por vender un semoviente o hasta por comerciar unos gramos de sal. Era una vigilancia y una explotación confiscatoria que asfixiaba la supervivencia de tu comunidad. Pero los instintos de ese lacayo no tenían tu misma ferocidad felina y rápidamente tu precisión animal hizo que su hemorragia inundara de soledad tus próximos nueve años, hasta los días finales del siglo XIX.
Pero no te dejaste arredrar por el hedor miserable de la prisión. Tu amigo, el dirigente liberal Belisario Porras, te había cogido una admiración paternal y como hombre ilustrado, entendía bien que tu lucha era trascendental y universal en defensa de los pueblos originarios de América. Pero también era una lucha decimonónica por la igualdad de los derechos de los campesinos en todo el mundo. Por eso no sólo no te abandonó en todos esos años de presidio, sino que se encargó de que tu tristeza se ilustrara con la compañía de palabras cultas y conocimiento. Te las ingeniaste para convertir unos desechos de madera abandonados en el patio polvoriento, en una mesita chueca que alcanzaba a sostener los libros que te llevaba don Belisario bajo la penumbra de los barrotes y protegidos de la voracidad de un ataque de termitas depredadoras. Entre distintos textos, leíste uno que te maravilló especialmente y que te dio una dimensión histórica de tu lucha por la tierra. Era un relato literario y exaltado de quien para don Belisario era el más grande de los clásicos rusos. Se trataba del cuento “¿Cuanta tierra necesita un hombre?” de Lev Tolstoi, donde describía con crudeza el duelo de poderes entre la racionalidad acaparadora del mundo emergente y la tranquilidad amenazada de la sobriedad rural. Con ese texto entendiste cabalmente la ignominia representada por el agrandamiento de una clase buscando apoderarse de todas las tierras inhóspitas, para despojar a quienes realmente las cultivaban. Aprendiste de la voracidad de unas élites parasitarias que depravaban las costumbres del campesinado vendiéndoles el vicio del licor o llevándolos a creer la terrible falsedad de un credo ni en el que ellos mismos creían. En fin, de cómo se había vuelto un fenómeno inatajable el acaparamiento cruel del botín por parte de aristócratas insaciables. Entendiste que igual avaricia identificaba a un hacendado panameño que a uno de las estepas rusas. “Tengo demasiada tierra pero quien sabe si Dios me dejará morir en ella” exclamaba casi con angustia un especulador de tierras en la obra de Tolstoi. En algunos casos eran hombres cultos e inteligentes que a sangre fría ordenaban matanzas masivas de campesinos con la complicidad de obispos y capellanes. Huelga decir que la Iglesia adquiría los diezmos sobre cada acre despojada, hasta llegar a convertirse en uno de los principales terratenientes. “Os desprecian y odian porque los matáis, y los matáis porque les teméis” sentenciaba el gran escritor a los grandes propietarios. Fueron estos los vientos de infamia que recorrieron el mundo campesino en los albores del nuevo siglo y que no en vano desencadenaron tempestades de revolución popular que estremecerían de manera violenta las entrañas de varias naciones y del orden mundial.
El silencio hervía con el calor que azotaba a esa hora de la tarde el patio del cuartel de las bóvedas. Al fondo alcanzaste a escuchar el rozar metálico de los fusiles alistándose para apuntarte. Tras el velo negro apretando tus párpados, la oscuridad te proyectaba recuerdos melancólicos de la lujuriosa fertilidad en las montañas de tu pueblo y por un momento extrañaste la serenidad bajo el limonero del huerto donde colgabas la hamaca. Era una vida de sosiego y lentitud en el corazón de la espesura, donde aún podías gozar de la fortuna de no haber prosperado aquel intruso contaminante del ánimo de lucro. La plata y el oro eran en tu cultura apenas adornos del ritual para celebrar la estética de los dioses, jamás monedas de cambio para envilecer las relaciones humanas. Como un ciclón efímero de la memoria recordaste el emocionante encuentro con el general Benjamín Herrera, quizás el único hombre blanco que podría salvar a tu gente de la servidumbre a la que te querían someter los gramáticos conservadores de la camándula. Fue un encuentro memorable a las orilla del río Tonosí, en la desembocadura al mar Pacífico, donde desembarcó el general con una división de hombres desbocados por un coraje frenético sobre las playas doradas. Ante la mirada cómplice de cientos de monos araña haciendo acrobacias entre lianas y ceibas, trascendiste a la historia de la mano de tu nuevo aliado. Te internaste en el tupido e infernal santuario de Cajanagua acompañado de aquel ícono de la guerra de los mil días, transformado tu también en un soberbio general de división. Tus soles no demorarían en brillar con la aplastante ferocidad que exhibiste en la batalla y el sitio de Aguadulce, considerada por los cronistas de la época como la operación militar mejor planeada de aquel conflicto fratricida que fue la guerra de los Mil Días.
Desde esas primeras horas cabalgando por trochas dantescas con el caudillo liberal, le comunicaste con represada indignación tu reflexión de que la evolución de tu pensamiento y la de tu indiada no podía quedarse rezagada en el arcaísmo de que los aborígenes estaban desligados de la evolución del pensamiento humano y por tanto condenados al ostracismo social y marginados del imperio jurídico. Le reclamaste que así como en Europa en su momento acontecieron revoluciones burguesas por la libertad de los hombres y por la igualdad jurídica de esas libertades, también los campesinos e indígenas americanos tenían el derecho a tener derechos, no sólo a cumplir órdenes, sino también a exigir la universalidad y la reciprocidad en el ejercicio de esos derechos. Tu pueblo lo considerabas un sujeto esencial de la nación en la cual recaía la soberanía de la república. Se lo resumiste con una frase fundamental y contundente, que demostraba el juicio con que habías asumido tus días de ilustración en el infernal cautiverio: “las autoridades de la capital no nos pueden obligar a nada a lo que nosotros recíprocamente no los podamos obligar”. Y fue para defender esta profunda convicción que transformaste tu delirio guerrero en el alistamiento de un guerrillero liberal, como ingenioso táctico, combatiendo al lado de las tropas rebeldes contra el régimen autoritario de los aristócratas ultramontanos.
Este era el sustrato del heroísmo y la mística que demostraron los campesinos coclesanos que integraron tu división militar durante la guerra civil. Más allá de ser un accionar militante en defensa de uno de los partidos tradicionales que se disputaban el poder político, el tuyo era un movimiento espontáneo tras la reivindicación de los derechos sociales, en medio de una repugnante pugna clasista que pretendía mantener postrados en la servidumbre a la gleba indígena. En una de tus cartas durante el presidio previo a tu fusilamiento, bien lo señalabas, “ya se llegará el día en que las autoridades de toda la República se convencerán que en los pueblos hay gamonales que sólo hancian y envidian todo para ellos y a la sombra de la Justicia abusan de la inocencia de los naturales”. Ahora esperabas allí sentado con el carisma de tu timidez y tu apariencia llena de majestad. En el profundo espejo de tu ternura moribunda se reflejaba la tempestad de un cisma continental que partiría en dos la historia Colombia y de cuyos estertores surgiría el más colosal atajo para embarcaciones que intentaban llegar en tiempo prudente hasta los más remotos confines.
La noche anterior a tu ejecución quedaste atrapado en la ebriedad del insomnio y no encontraste más que rogarle a los teólogos de tu conciencia que a pesar de la desdicha de tu historia, quizás te depararan un último amparo de gracia. Las horas de la madrugada se tornaron infinitas y cada minuto de espera era como un siglo de agonía. Bajo el sudor de la oscuridad sin brisa recordaste la espiritualidad aprendida de Pascuala Troya frente a las miserables arbitrariedades de los hombre blancos y comprendiste entonces que tu juicio sumario no era más que la discordia irreconciliable entre dos linajes contradictorios, de intereses antagónicos en una partida de ajedrez. La sabiduría de Pascuala te enseñó desde niño que aquel cosmos en que madurabas era una improvisación ruin gobernada por hombres deficientes y abstraídos por la avaricia. Por eso asumiste desde temprano en la vida, que lo tuyo sería un permanente desafío contra la adversidad humana y no pretendiste nunca que la impecabilidad fuese uno de tus atributos, pues bien sabías que era inútil aspirar a arrebatarle a la divinidad su atributo exclusivo de la felicidad.
Tu alzamiento en armas como guerrillero liberal, engañado por la demagogia de caudillos ofreciéndote redimir la secular exclusión y la promesa de aligerar la usura tributaria, terminaría su epifanía cuando bajo los metales oxidados y un calor soporífero acordaron tu muerte con la anuencia de todos los negociadores que firmaron esa traición en el barco insignia de la armada imperial, el acorazado Wisconsin. Quedará para los registros de la infamia la misteriosa deliberación que llevó a los delegados a coincidir en que tu ajusticiamiento sería el símbolo de la redención necesaria para que la ‘pax americana’ tuviera efectos inmediatos sobre los demás rebeldes insumisos. El sacrificio de un hombre sería necesario en representación de la salvación de los demás hombres. El Judas de tu delación quedará como el arcano de un trasegar épico entre manglares y lianas de una selva inmisericorde. Te asesinaron porque sintieron la amenaza de un bestiario capaz de corroer los cimientos de aquel decadente edificio elitista. “Muero como Cristo”, fue tu último grito antes de escuchar las treinta y seis detonaciones. Tenías razón, como él, te rebajaste a ser hombre y tu estertor en el patíbulo fue tan solo la prolongación de una crucifixión que se repite en el tiempo sin tregua ni clemencia.
En memoria del líder indígena Victoriano Lorenzo.