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                                                                                                                                  Los caminos cruzados de Le Clézio y Villoro

                                                                                                                                  El premio Nobel de Literatura francés y el escritor mexicano en el evento imperdible de hoy en la tarde en el Hay Festival de Cartagena.

                                                                                                                                  Nelson Fredy Padilla, editor de El Espectador

                                                                                                                                  Juan Villoro y J. M. G. Le Clézio / (Fotos tomadas de elfaro-paz.blogspot.com y AFP)

                                                                                                                                  En medio de sus afanes para llegar a Cartagena ninguno de los dos quiso hablar sobre el otro antes de su charla de hoy en el Hay Festival, cuando caiga la noche. Jean Marie Gustave Le Clézio, premio Nobel de Literatura 2008, dice que “es difícil contestar en la urgencia” y Juan Villoro, uno de los más reconocidos y talentosos escritores hispanoamericanos, que tiene “mil cosas que hacer” sin “tiempo para más”. (Lea: "No soy de la generación de 'Charlie Hebdo'")

                                                                                                                                  El primer rastro de su amistad está en la revista ‘Casa del Tiempo’ de la Universidad Autónoma Metropolitana de México, de noviembre de 2008. En la misma edición el francés publicó el sobrecogedor cuento ‘Tixcacal’, sobre una noche ancestral, metafísica, densa, tan helada que hace crujir las piedras, y el mexicano “El camino blanco de las pirámides”, la historia de cómo conoció a Le Clézio a finales de los años 70 en el pueblo mexicano de San José de Gracia.

                                                                                                                                  Juan Villoro cuenta: “Era un hombre alto, de cabello castaño tirando a rubio, con la quijada rectangular, la nariz recta y el jersey de tejido grueso que mi imaginación atribuye a un marino noruego. Ambos visitábamos al historiador Luis González y González, autor de un maravilloso libro de microhistoria (‘Pueblo en vilo’). Le Clézio seguía la estela de Claude y Marcel Batallion, investigadores franceses muy interesados en la historia de México”.

                                                                                                                                  Read more!

                                                                                                                                  El francés había viajado a México, influido también por la experiencia poética mexicana de Antoine Artaud (precisamente el nombre de uno de los premios que ha recibido Villoro), en busca de lo que llama “la riqueza de las culturas perdidas”. Fue a conocer lo “exótico” y encontró “la verdad”. El mexicano, hijo del filósofo Luis Villoro, disfrutaba de sus veintes con la disyuntiva de ser sociólogo o embarcarse del todo en la escritura pues ya era guionista del programa radiofónico “El lado oscuro de la luna”, en Radio Educación.

                                                                                                                                  Villoro le prestó especial atención a Le Clézio por su pertinencia: “aunque prefería oír que hablar, se refirió con pericia a las culturas precolombinas”. Pensó que se trataba de uno de los muchos historiadores atraídos por Luis González. “En cierta forma así era, solo que su visión del pasado ocurría en clave narrativa”. El precoz escritor francófono ya era famoso, estudioso de la cultura maya y de la literatura de Juan Rulfo. La experiencia mexicana, el legado indígena americano marcado por la influencia africana y europea, lo ayudó a terminar de configurar la estructura de la novela ‘Desierto’, donde contrasta por primera vez a fondo la cultura del norte de África –su padre nació en Isla Mauricio- con la realidad de los inmigrantes “indeseados” en Europa.

                                                                                                                                  El mexicano empezó a entender de verdad la escritura del francés en 1980 cuando leyó ‘Tres ciudades santas’, su viaje iniciático a la sacralidad maya en 1980 siendo investigador de El Colegio de Michoacán, narración editada por la Universidad Autónoma Metropolitana, donde Villoro estudiaba. “Admiré la evocación poética de una civilización perdida. Para Le Clézio, el mundo de las pirámides era un tejido de signos que debía ser recreado por una maleza de palabras. Los edificios de la cultura maya fueron concebidos como templos de las inscripciones. Sus cresterías y estelas debían ser leídas como un códice. Perdido el acceso a esa forma de escritura, Le Clézio, visitante de las ciudades santas, ejercía la conjetura poética. Había ido a México en busca de una riqueza desaparecida. No le interesaban las ruinas, sino la razón que llevó a edificarlas, la mente detrás de las piedras. Las ciudades santas de los mayas estaban comunicadas por una ruta de arena conocida como sacbé (el camino blanco). El trabajo literario de Le Clézio consistía en imaginar una vía equivalente a las pirámides, cuya contundencia parecía exigir una causa remota. Sin apelar a tramas ni personajes, el narrador especulaba en el sentido de un sitio para recuperarlo en forma sensorial”. Villoro descubrió así en Le Clézio la forma de utilizar el lenguaje del ensayo para “transfigurar un pasado cargado de misterio en un presente de perplejidad”. “A diferencia de D. H. Lawrence, no le asigna una nueva cosmogonía al paisaje; trata de comprenderlo como algo ajeno que solo la experiencia poética puede volver próximo. Estamos ante una antropología hechizada por la belleza, una investigación estética e incluso mágica del legado de las piedras”.

                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  Por eso el mexicano anotó en “El camino blanco de las pirámides”: “Si Malcolm Lowry encontró en México una mezcla de infierno y paraíso, y Graham Greene un purgatorio de intolerancia y comida picante, J. M. G. Le Clézio fue en busca de una ceremonia, las bodas del paisaje y la palabra. En sus textos sobre México se aparta de las prenociones históricas, desanda la ruta del civilizado, recorre descalzo la arena que lleva a las ciudades donde cada capitel es un signo y cada escalón un episodio sagrado. ¿Qué dice el discurso de las piedras? ¿Qué mensaje trazan los frisos que avanzan y vuelven sobre sí mismos como las ramas de la selva? Le Clézio se enfrentó al profundo silencio de las culturas desaparecidas de México. Ahí encontró el sonido de sus palabras. Toda su obra posterior se desprende de ese gesto. Su aventura de la alteridad lo llevó al punto de partida”.

                                                                                                                                  De acuerdo. Allí está la esencia del “bosque de las paradojas” del que habló en el discurso de recepción del Nobel. Y Le Clézio ha leído a Villoro, porque se ha mantenido cerca de la cultura mexicana hasta el punto de tener casa en Albuquerque, Nuevo México, porque también estuvo obsesionado con la fusión de amor y arte de Diego Rivera y Frida Kahlo. De esa investigación surgió en 1994 la biografía ‘Diego y Frida’. De todo esto seguramente hablarán hoy estos dos creadores que ya han coincidido, por ejemplo, en el Hay Festival de Xalapa en 2012. Tal vez contarán cómo los une el paraíso de lo simbólico a través de obras de Villoro como ‘Apocalipsis’ o ‘¿Hay vida en la tierra?’, sobre el misterio de ser mexicano; de miedo y angustia por los recientes hechos de ‘Charlie Hebdó’ en Francia, sobre lo que Le Clézio ya habló con ‘El Espectador’; del escalofrío que produce ‘Tixcacal’, del calor de Cartagena, de cómo la lluvia también une sus ficciones: el francés, autor de ‘El diluvio’, bautizado por los aguaceros eternos de las selvas del Darién y la energía de sus rayos y el mexicano autor de “Conferencia sobre la lluvia”, de la que luego hará una lectura dramatizada en el Teatro Adolfo Mejía.
                                                                                                                                   

                                                                                                                                  Juan Villoro y J. M. G. Le Clézio / (Fotos tomadas de elfaro-paz.blogspot.com y AFP)

                                                                                                                                  En medio de sus afanes para llegar a Cartagena ninguno de los dos quiso hablar sobre el otro antes de su charla de hoy en el Hay Festival, cuando caiga la noche. Jean Marie Gustave Le Clézio, premio Nobel de Literatura 2008, dice que “es difícil contestar en la urgencia” y Juan Villoro, uno de los más reconocidos y talentosos escritores hispanoamericanos, que tiene “mil cosas que hacer” sin “tiempo para más”. (Lea: "No soy de la generación de 'Charlie Hebdo'")

                                                                                                                                  El primer rastro de su amistad está en la revista ‘Casa del Tiempo’ de la Universidad Autónoma Metropolitana de México, de noviembre de 2008. En la misma edición el francés publicó el sobrecogedor cuento ‘Tixcacal’, sobre una noche ancestral, metafísica, densa, tan helada que hace crujir las piedras, y el mexicano “El camino blanco de las pirámides”, la historia de cómo conoció a Le Clézio a finales de los años 70 en el pueblo mexicano de San José de Gracia.

                                                                                                                                  Juan Villoro cuenta: “Era un hombre alto, de cabello castaño tirando a rubio, con la quijada rectangular, la nariz recta y el jersey de tejido grueso que mi imaginación atribuye a un marino noruego. Ambos visitábamos al historiador Luis González y González, autor de un maravilloso libro de microhistoria (‘Pueblo en vilo’). Le Clézio seguía la estela de Claude y Marcel Batallion, investigadores franceses muy interesados en la historia de México”.

                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  Villoro le prestó especial atención a Le Clézio por su pertinencia: “aunque prefería oír que hablar, se refirió con pericia a las culturas precolombinas”. Pensó que se trataba de uno de los muchos historiadores atraídos por Luis González. “En cierta forma así era, solo que su visión del pasado ocurría en clave narrativa”. El precoz escritor francófono ya era famoso, estudioso de la cultura maya y de la literatura de Juan Rulfo. La experiencia mexicana, el legado indígena americano marcado por la influencia africana y europea, lo ayudó a terminar de configurar la estructura de la novela ‘Desierto’, donde contrasta por primera vez a fondo la cultura del norte de África –su padre nació en Isla Mauricio- con la realidad de los inmigrantes “indeseados” en Europa.

                                                                                                                                  El mexicano empezó a entender de verdad la escritura del francés en 1980 cuando leyó ‘Tres ciudades santas’, su viaje iniciático a la sacralidad maya en 1980 siendo investigador de El Colegio de Michoacán, narración editada por la Universidad Autónoma Metropolitana, donde Villoro estudiaba. “Admiré la evocación poética de una civilización perdida. Para Le Clézio, el mundo de las pirámides era un tejido de signos que debía ser recreado por una maleza de palabras. Los edificios de la cultura maya fueron concebidos como templos de las inscripciones. Sus cresterías y estelas debían ser leídas como un códice. Perdido el acceso a esa forma de escritura, Le Clézio, visitante de las ciudades santas, ejercía la conjetura poética. Había ido a México en busca de una riqueza desaparecida. No le interesaban las ruinas, sino la razón que llevó a edificarlas, la mente detrás de las piedras. Las ciudades santas de los mayas estaban comunicadas por una ruta de arena conocida como sacbé (el camino blanco). El trabajo literario de Le Clézio consistía en imaginar una vía equivalente a las pirámides, cuya contundencia parecía exigir una causa remota. Sin apelar a tramas ni personajes, el narrador especulaba en el sentido de un sitio para recuperarlo en forma sensorial”. Villoro descubrió así en Le Clézio la forma de utilizar el lenguaje del ensayo para “transfigurar un pasado cargado de misterio en un presente de perplejidad”. “A diferencia de D. H. Lawrence, no le asigna una nueva cosmogonía al paisaje; trata de comprenderlo como algo ajeno que solo la experiencia poética puede volver próximo. Estamos ante una antropología hechizada por la belleza, una investigación estética e incluso mágica del legado de las piedras”.

                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  Por eso el mexicano anotó en “El camino blanco de las pirámides”: “Si Malcolm Lowry encontró en México una mezcla de infierno y paraíso, y Graham Greene un purgatorio de intolerancia y comida picante, J. M. G. Le Clézio fue en busca de una ceremonia, las bodas del paisaje y la palabra. En sus textos sobre México se aparta de las prenociones históricas, desanda la ruta del civilizado, recorre descalzo la arena que lleva a las ciudades donde cada capitel es un signo y cada escalón un episodio sagrado. ¿Qué dice el discurso de las piedras? ¿Qué mensaje trazan los frisos que avanzan y vuelven sobre sí mismos como las ramas de la selva? Le Clézio se enfrentó al profundo silencio de las culturas desaparecidas de México. Ahí encontró el sonido de sus palabras. Toda su obra posterior se desprende de ese gesto. Su aventura de la alteridad lo llevó al punto de partida”.

                                                                                                                                  De acuerdo. Allí está la esencia del “bosque de las paradojas” del que habló en el discurso de recepción del Nobel. Y Le Clézio ha leído a Villoro, porque se ha mantenido cerca de la cultura mexicana hasta el punto de tener casa en Albuquerque, Nuevo México, porque también estuvo obsesionado con la fusión de amor y arte de Diego Rivera y Frida Kahlo. De esa investigación surgió en 1994 la biografía ‘Diego y Frida’. De todo esto seguramente hablarán hoy estos dos creadores que ya han coincidido, por ejemplo, en el Hay Festival de Xalapa en 2012. Tal vez contarán cómo los une el paraíso de lo simbólico a través de obras de Villoro como ‘Apocalipsis’ o ‘¿Hay vida en la tierra?’, sobre el misterio de ser mexicano; de miedo y angustia por los recientes hechos de ‘Charlie Hebdó’ en Francia, sobre lo que Le Clézio ya habló con ‘El Espectador’; del escalofrío que produce ‘Tixcacal’, del calor de Cartagena, de cómo la lluvia también une sus ficciones: el francés, autor de ‘El diluvio’, bautizado por los aguaceros eternos de las selvas del Darién y la energía de sus rayos y el mexicano autor de “Conferencia sobre la lluvia”, de la que luego hará una lectura dramatizada en el Teatro Adolfo Mejía.
                                                                                                                                   

                                                                                                                                  Por Nelson Fredy Padilla, editor de El Espectador

                                                                                                                                  Ver todas las noticias
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