Los confines de la infelicidad
Presentamos una reseña sobre la novela Principio de Karenina de Afonso Cruz: una exploración de la condición humana a través de los dilemas personales y familiares del narrador, entrelazando temas de amor, tradición y búsqueda de sentido en la vida.
Jefferson Echeverría
Una carta de amor de un padre a la hija que nunca conoció, que devela abismos y similitudes. Una historia de amor que el miedo hace imposible. Una reflexión sobre quiénes somos y sobre lo que quisiéramos ser. En Principio de Karenina, Afonso Cruz, profundiza en la humanidad, en los conceptos más elementales del bien y del mal, en la reflexión sobre la felicidad y el amor.
Al explorar más allá de nuestras raíces, lo desconocido tiende a parecernos un destino seductoramente incierto. Es natural para nosotros aventurarnos hacia otros mundos, alejarnos de nuestros lugares de origen, de la rutina familiar donde nacimos y crecimos. Buscar la oportunidad de atravesar todas las fronteras posibles es un impulso inevitable para nosotros, incluso cuando ello implique dejar atrás la lealtad y las súplicas de nuestros seres queridos que temen perdernos como un recuerdo que se desvanece entre adioses. Sin embargo, en nuestra naturaleza también hay una firme decisión de no sobrepasar ciertos límites; de percibir el mundo exterior como un lugar salvaje y ajeno a nuestra civilización. Esta dualidad nos expone a una realidad rigurosa que fortalece un ciclo alternativo donde la monotonía puede ser vista como otra forma de felicidad.
La novela Principio de Karenina, escrita por el portugués Afonso Cruz, nos plantea estas dos visiones particulares de concebir al mundo limitado e ilimitado a modo de confesión mortal. La narración fluye naturalmente, dirigida de manera constante al mismo destinatario, inmersa en las travesías de sus orígenes. Describe los dos amores, uno decepcionante y el otro clandestino y fugaz, que nunca cumplieron con las expectativas. Aborda el temor innato de explorar más allá de los límites geográficos percibidos como peligrosos y salvajes, así como el dilema de traicionar tardíamente los principios impuestos por un padre de convicciones firmes. También menciona la dulce agonía de una madre que busca conectar con el mundo a través de la música.
En esta obra se plantean varios paralelos que confluyen y se contradicen, se alejan y, por azares válidos, se complementan continuamente. El narrador convive con el respeto a la tradición inamovible de su padre, quien decide darle la espalda al mundo y construir su propia barrera a través del encierro, donde solamente el paraíso de su pueblo tanto en gente como en territorio existe para sí mismo y para los suyos, es decir, su familia y los oriundos de su nación.
Desde su infancia, el narrador ha sido sometido a este rigor y se ve obligado a preservar la memoria paternal en todos los aspectos. Al principio lo hace con convicción, llegando incluso a sentirse parte de esa herencia. Nunca abandona esos principios y encuentra una satisfacción en mantener sus límites, en lugar de obsesionarse vanamente con abandonar su tierra natal y explorar nuevos horizontes, buscando imitar los mismos rasgos de su progenitor. En cierto sentido, encuentra que la felicidad se complementa con el deseo de una tranquilidad soberana y reducida.
El tiempo, que lo lleva de la misma manera que su cojera, torpe y lentamente, y la amistad contradictoria, pero sincera con su amigo Dos Metros —a quien el destino ha engañado con una falsa grandeza corporal—, lo obligan finalmente a enfrentar sus dilemas internos, aunque esa cercanía creará una rencilla de imposible resolución entre los dos amigos.
Su primer amor —encarnado en Fernanda, la joven de la farmacia, por quien lucha a muerte contra un pretendiente mucho mejor dotado que él—, supera todas las barreras que se interponen a sus limitaciones físicas y emocionales. Sin embargo, al obtener el triunfo deseado, cuando la lleva al altar y conforma su propia familia tal como lo había deseado, siente el hastío por la presencia de su mujer que se diluye y vulgariza frente a sus ojos; la falta de pasión reduce su sentimiento a un vago deseo que por momentos se justifica por el anhelo común de tener un hijo.
Con la llegada de otra mujer a su fortín ocurre la verdadera transfiguración. Es en ese preciso instante en el que se puede esperar cualquier cosa menos la semilla de la infelicidad que sea capaz de romper la alteridad del cuadrado, para conformar un círculo angustioso y temible. Esta mujer, proveniente de Cochinchina, desestabiliza el imperio del narrador y, con el típico arte de la ternura y de la seducción, despierta instintos apasionantes y melancólicos. El amor se gesta bajo el mismo techo donde convive con su mujer Fernanda. Los encuentros furtivos estrechan un vínculo que poco a poco los completa, recreando esa necesidad mutua de unir sus manos, de escribir el destino que, caprichosamente, no repara en principios, sino en momentos inmortalizados a través de frases breves pero profundas, registrados siempre en el cuaderno de contabilidad.
Producto de este amor fugitivo vendrá una hija para modificar el ciclo generacional y deshonrar la memoria familiar. Pero al narrador poco le importa esto, aun así, tampoco se libera del paso del tiempo que lo envuelve progresivamente en las redes de la pasividad, en un laberinto limítrofe. Posterga absolutamente todo y entrega la responsabilidad de amar al mañana y el regreso de aquella mujer a Cochinchina, se convierte pronto en un suceso remoto. Ni las cartas recibidas con palabras de ausencia, ni las promesas hechas antes de la despedida, ni los deseos de reencontrarse en aquel lugar plagado de bárbaros, pudieron vencer la pasividad de un hombre que ve cómo transcurre su paraíso en falsos dilemas e impulsos fugaces: cuando se da cuenta del tiempo transcurrido y de nuevas desgracias que, tal como aparece en la obra de Tolstoi, adquieren una fisonomía diferente, siente por fin el impulso de explorar lo desconocido, de recorrer el mundo tan ajeno a su memoria y a sus orígenes.
Ante esta desazón, sabemos que la desgracia no conoce límites, acude a nosotros en diferentes rostros, momentos o coincidencias, sin asumirlo, sin desearlo, muchas veces sin preverlo. El narrador, que espera la clemencia del tiempo, ruega por un reencuentro mágico. En su imaginación poética, se atreve a definir a la mujer y al fruto de su amor después de muchos años de ausencia. Sin embargo, como nos muestra el principio y gran parte de la novela Ana Karenina, los aspectos de la infelicidad difieren de la dicha común. Por costumbre o por preservar el instinto humano, tendemos a sufrir la desgracia con una devoción mayor, llegando incluso a poetizarla en el llanto y a magnificarla en confesiones profundas y mortales, tal como sugiere Afonso Cruz a lo largo de varios capítulos que podrían convertirse en fragmentos de un dolor sin rabia ni rencores, más bien dedicados a una reconciliación íntimamente paternal.
Con la traducción de Gabriela de la Parra Morales y fotografías del propio autor, Cruz presenta una obra de confesiones y reconciliaciones genuinas, cuya voz en primera persona nos guía lentamente por diversos estados.
Una carta de amor de un padre a la hija que nunca conoció, que devela abismos y similitudes. Una historia de amor que el miedo hace imposible. Una reflexión sobre quiénes somos y sobre lo que quisiéramos ser. En Principio de Karenina, Afonso Cruz, profundiza en la humanidad, en los conceptos más elementales del bien y del mal, en la reflexión sobre la felicidad y el amor.
Al explorar más allá de nuestras raíces, lo desconocido tiende a parecernos un destino seductoramente incierto. Es natural para nosotros aventurarnos hacia otros mundos, alejarnos de nuestros lugares de origen, de la rutina familiar donde nacimos y crecimos. Buscar la oportunidad de atravesar todas las fronteras posibles es un impulso inevitable para nosotros, incluso cuando ello implique dejar atrás la lealtad y las súplicas de nuestros seres queridos que temen perdernos como un recuerdo que se desvanece entre adioses. Sin embargo, en nuestra naturaleza también hay una firme decisión de no sobrepasar ciertos límites; de percibir el mundo exterior como un lugar salvaje y ajeno a nuestra civilización. Esta dualidad nos expone a una realidad rigurosa que fortalece un ciclo alternativo donde la monotonía puede ser vista como otra forma de felicidad.
La novela Principio de Karenina, escrita por el portugués Afonso Cruz, nos plantea estas dos visiones particulares de concebir al mundo limitado e ilimitado a modo de confesión mortal. La narración fluye naturalmente, dirigida de manera constante al mismo destinatario, inmersa en las travesías de sus orígenes. Describe los dos amores, uno decepcionante y el otro clandestino y fugaz, que nunca cumplieron con las expectativas. Aborda el temor innato de explorar más allá de los límites geográficos percibidos como peligrosos y salvajes, así como el dilema de traicionar tardíamente los principios impuestos por un padre de convicciones firmes. También menciona la dulce agonía de una madre que busca conectar con el mundo a través de la música.
En esta obra se plantean varios paralelos que confluyen y se contradicen, se alejan y, por azares válidos, se complementan continuamente. El narrador convive con el respeto a la tradición inamovible de su padre, quien decide darle la espalda al mundo y construir su propia barrera a través del encierro, donde solamente el paraíso de su pueblo tanto en gente como en territorio existe para sí mismo y para los suyos, es decir, su familia y los oriundos de su nación.
Desde su infancia, el narrador ha sido sometido a este rigor y se ve obligado a preservar la memoria paternal en todos los aspectos. Al principio lo hace con convicción, llegando incluso a sentirse parte de esa herencia. Nunca abandona esos principios y encuentra una satisfacción en mantener sus límites, en lugar de obsesionarse vanamente con abandonar su tierra natal y explorar nuevos horizontes, buscando imitar los mismos rasgos de su progenitor. En cierto sentido, encuentra que la felicidad se complementa con el deseo de una tranquilidad soberana y reducida.
El tiempo, que lo lleva de la misma manera que su cojera, torpe y lentamente, y la amistad contradictoria, pero sincera con su amigo Dos Metros —a quien el destino ha engañado con una falsa grandeza corporal—, lo obligan finalmente a enfrentar sus dilemas internos, aunque esa cercanía creará una rencilla de imposible resolución entre los dos amigos.
Su primer amor —encarnado en Fernanda, la joven de la farmacia, por quien lucha a muerte contra un pretendiente mucho mejor dotado que él—, supera todas las barreras que se interponen a sus limitaciones físicas y emocionales. Sin embargo, al obtener el triunfo deseado, cuando la lleva al altar y conforma su propia familia tal como lo había deseado, siente el hastío por la presencia de su mujer que se diluye y vulgariza frente a sus ojos; la falta de pasión reduce su sentimiento a un vago deseo que por momentos se justifica por el anhelo común de tener un hijo.
Con la llegada de otra mujer a su fortín ocurre la verdadera transfiguración. Es en ese preciso instante en el que se puede esperar cualquier cosa menos la semilla de la infelicidad que sea capaz de romper la alteridad del cuadrado, para conformar un círculo angustioso y temible. Esta mujer, proveniente de Cochinchina, desestabiliza el imperio del narrador y, con el típico arte de la ternura y de la seducción, despierta instintos apasionantes y melancólicos. El amor se gesta bajo el mismo techo donde convive con su mujer Fernanda. Los encuentros furtivos estrechan un vínculo que poco a poco los completa, recreando esa necesidad mutua de unir sus manos, de escribir el destino que, caprichosamente, no repara en principios, sino en momentos inmortalizados a través de frases breves pero profundas, registrados siempre en el cuaderno de contabilidad.
Producto de este amor fugitivo vendrá una hija para modificar el ciclo generacional y deshonrar la memoria familiar. Pero al narrador poco le importa esto, aun así, tampoco se libera del paso del tiempo que lo envuelve progresivamente en las redes de la pasividad, en un laberinto limítrofe. Posterga absolutamente todo y entrega la responsabilidad de amar al mañana y el regreso de aquella mujer a Cochinchina, se convierte pronto en un suceso remoto. Ni las cartas recibidas con palabras de ausencia, ni las promesas hechas antes de la despedida, ni los deseos de reencontrarse en aquel lugar plagado de bárbaros, pudieron vencer la pasividad de un hombre que ve cómo transcurre su paraíso en falsos dilemas e impulsos fugaces: cuando se da cuenta del tiempo transcurrido y de nuevas desgracias que, tal como aparece en la obra de Tolstoi, adquieren una fisonomía diferente, siente por fin el impulso de explorar lo desconocido, de recorrer el mundo tan ajeno a su memoria y a sus orígenes.
Ante esta desazón, sabemos que la desgracia no conoce límites, acude a nosotros en diferentes rostros, momentos o coincidencias, sin asumirlo, sin desearlo, muchas veces sin preverlo. El narrador, que espera la clemencia del tiempo, ruega por un reencuentro mágico. En su imaginación poética, se atreve a definir a la mujer y al fruto de su amor después de muchos años de ausencia. Sin embargo, como nos muestra el principio y gran parte de la novela Ana Karenina, los aspectos de la infelicidad difieren de la dicha común. Por costumbre o por preservar el instinto humano, tendemos a sufrir la desgracia con una devoción mayor, llegando incluso a poetizarla en el llanto y a magnificarla en confesiones profundas y mortales, tal como sugiere Afonso Cruz a lo largo de varios capítulos que podrían convertirse en fragmentos de un dolor sin rabia ni rencores, más bien dedicados a una reconciliación íntimamente paternal.
Con la traducción de Gabriela de la Parra Morales y fotografías del propio autor, Cruz presenta una obra de confesiones y reconciliaciones genuinas, cuya voz en primera persona nos guía lentamente por diversos estados.