Los crímenes de Estados Unidos en Colombia, según Noam Chomsky
A propósito de los problemas de salud del pensador estadounidense, un Fragmento de su libro “¿Quién domina el mundo?” (Ediciones B, 2016).
Noam Chomsky * / Especial para El Espectador
Las guerras de Estados Unidos en Latinoamérica entre 1960 y 1990, dejando aparte sus horrores, han tenido un significado histórico de larga duración. Por tratar solo un aspecto importante, fueron, en no menor medida, guerras contra la Iglesia católica, llevadas a cabo para aplastar una terrible herejía proclamada en el Concilio Vaticano II, en 1962 (La noticia: el presidente de Brasil, Luis Inacio Lula, visitó a Noam Chomsky).
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Las guerras de Estados Unidos en Latinoamérica entre 1960 y 1990, dejando aparte sus horrores, han tenido un significado histórico de larga duración. Por tratar solo un aspecto importante, fueron, en no menor medida, guerras contra la Iglesia católica, llevadas a cabo para aplastar una terrible herejía proclamada en el Concilio Vaticano II, en 1962 (La noticia: el presidente de Brasil, Luis Inacio Lula, visitó a Noam Chomsky).
En aquel momento, en palabras del distinguido teólogo Hans Küng, el papa Juan XXIII «condujo a una nueva era en la historia de la Iglesia católica» ya que restauró las enseñanzas de los evangelios, que se habían dejado de lado en el siglo IV, cuando el emperador Constantino estableció el cristianismo como la religión del Imperio romano e instituyó «una revolución» que convirtió «la Iglesia perseguida» en una «Iglesia perseguidora». La herejía del Vaticano II fue aceptada por los obispos latinoamericanos, que adoptaron la «opción preferencial por los pobres». Sacerdotes, monjas y seglares llevaron luego el mensaje pacifista radical de los Evangelios a los pobres, ayudándolos a organizarse para mejorar su destino amargo en los dominios del poder de Washington.
Ese mismo año, 1962, el presidente John F. Kennedy tomó varias decisiones críticas. Una fue la de desplazar la misión de los ejércitos de Latinoamérica de la «defensa hemisférica» (un anacronismo desde la Segunda Guerra Mundial) a la «seguridad interna»; en la práctica, una guerra contra la población si se llegaba a levantar la cabeza. Charles Maechling Jr., que dirigió la contrainsurgencia y la planificación de la defensa interna desde 1961 a 1966, describe las consecuencias no sorprendentes de la decisión de 1962 como un movimiento desde la tolerancia de la «voracidad y crueldad de las fuerzas armadas de Latinoamérica» hasta la «complicidad directa» en sus crímenes y el apoyo de Estados Unidos a «los métodos de las brigadas de exterminio de Heinrich Himmler».
Una iniciativa fundamental fue el golpe militar en Brasil, respaldado por Washington y llevado a cabo poco después del asesinato de Kennedy, que instituyó allí una situación de seguridad nacional asesina y brutal. La plaga de la represión se extendió por todo el hemisferio, y llegó el golpe de 1973 que instaló la dictadura de Pinochet en Chile y, después, la más brutal de todas, la dictadura argentina, el régimen favorito de Ronald Reagan en Latinoamérica. El turno de Centroamérica —aunque no era la primera vez— llegó en la década de 1980 con el liderazgo del «fantasma afable y amistoso» de los eruditos de la Institución Hoover, que ahora es admirada por sus éxitos.
El asesinato de los intelectuales jesuitas cuando caía el Muro de Berlín fue un golpe final para derrotar a la herejía de la teología de la liberación, la culminación de una década de horror en El Salvador, que se inició con el asesinato, por las mismas manos, del arzobispo Óscar Romero, la «voz de los sin voz». Los vencedores en la guerra contra la Iglesia declararon su responsabilidad con orgullo. La Escuela de las Américas (después rebautizada), famosa por su preparación de asesinos latinoamericanos, anunció como uno de sus «temas de debate» que la teología de la liberación iniciada en el Vaticano II «fue derrotada con la ayuda del ejército de Estados Unidos».
En realidad, los asesinatos de noviembre de 1989 fueron casi un golpe final; todavía se necesitaba más esfuerzo. Un año después, Haití celebró sus primeras elecciones libres y, para sorpresa y estupefacción de Washington —que había anticipado una victoria fácil de su propio candidato, escogido entre la elite privilegiada—, el pueblo organizado en los barrios pobres y en las montañas eligió a Jean-Bertrand Aristide, un sacerdote popular, comprometido con la teología de la liberación.
Estados Unidos enseguida empezó a socavar el Gobierno electo y, tras el golpe militar que lo derrocó unos meses después, prestó un apoyo sustancial a la brutal junta militar y sus partidarios de la élite que tomaron el poder. El comercio con Haití se incrementó, lo que violaba las sanciones internacionales, y aumentó todavía más con el presidente Clinton, quien también autorizó a la compañía petrolera Texaco a abastecer a los gobernantes asesinos, desafiando sus propias directrices.
Me saltaré las vergonzosas secuelas, ampliamente estudiadas en otros lugares, salvo para señalar que en 2004 los dos torturadores tradicionales de Haití, Francia y Estados Unidos, a los que se unió Canadá, intervinieron por la fuerza otra vez, secuestraron al presidente Aristide (que había sido elegido de nuevo) y lo enviaron al África central. Aristide y su partido fueron luego efectivamente vetados en la farsa de elecciones de 2010-2011, el episodio más reciente en una historia horrenda que se remonta centenares de años y apenas es conocida entre los responsables de los crímenes, que prefieren cuentos de esfuerzos abnegados para salvar a pueblos que sufren de su destino nefasto.
Otra catastrófica decisión de Kennedy en 1962 fue enviar una misión de las Fuerzas Especiales, dirigida por el general William Yarborough, a Colombia. Yarborough asesoró a las fuerzas de seguridad colombianas para que llevaran a cabo «actividades paramilitares, de sabotaje o terroristas contra partidarios comunistas conocidos», actividades que «deberían ser respaldadas por Estados Unidos».
El significado de la expresión «partidarios comunistas» lo explicó el respetado presidente del Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos en Colombia, que también fue ministro de Asuntos Exteriores, Alfredo Vázquez Carrizosa, quien escribió que la Administración Kennedy «se esforzó mucho para transformar nuestros ejércitos regulares en brigadas de contrainsurgencia, aceptando la nueva estrategia de escuadrones de la muerte», dando lugar a: lo que en Latinoamérica se conoce como la doctrina de seguridad nacional [...] [que no es una forma de] defensa contra un enemigo externo, sino una forma de hacer de las instituciones militares los señores del juego [...].
El derecho a combatir al enemigo interno, como se estableció en la doctrina brasileña, la doctrina argentina, la doctrina uruguaya y la doctrina colombiana, es el derecho a combatir y exterminar a trabajadores sociales, sindicalistas, hombres y mujeres que no apoyan al poder establecido y que se supone que son comunistas extremistas. Y esto podría significar cualquiera, incluidos activistas de los derechos humanos como yo mismo.
Vázquez Carrizosa vivía con una fuerte escolta en su residencia de Bogotá cuando lo visité en 2002 como parte de una misión de Amnistía Internacional, que estaba iniciando su campaña de un año entero para proteger a los defensores de los derechos humanos en Colombia en respuesta al horripilante historial de ataques contra activistas pro derechos humanos, sindicalistas y las víctimas habituales del Estado del terror: los pobres e indefensos.
Al terror y a la tortura en Colombia se les añadió la guerra química («fumigación») en el ámbito rural bajo el pretexto de la guerra contra las drogas, lo cual condujo a la miseria y a un enorme éxodo de los supervivientes a los suburbios urbanos. La fiscalía general de Colombia calcula ahora que más de ciento cuarenta mil personas han sido asesinadas por paramilitares, que a menudo actuaron en estrecha colaboración con el ejército financiado por Estados Unidos.
Hay señales de la carnicería por todas partes. En 2010, en una carretera de tierra casi intransitable que llevaba a un pueblo remoto en el sur de Colombia, mis compañeros y yo pasamos un pequeño calvero con muchas cruces sencillas que marcaban las tumbas de víctimas de un ataque paramilitar a un autobús local. Los informes de los crímenes son suficientemente gráficos; el tiempo que pasamos con los supervivientes, que están entre la gente más amable y compasiva que he tenido el privilegio de conocer, hace la imagen más gráfica y más dolorosa.
Esto no es más que un breve esbozo de crímenes terribles, de los cuales Washington tiene un parte sustancial de culpa, que podríamos haber evitado con facilidad. Pero es más gratificante disfrutar de los elogios por protestar con valentía de los abusos de enemigos oficiales: es una buena acción, pero nada que ver con la prioridad de un intelectual que se rige por los valores y que se toma en serio la responsabilidad de esa posición.
Dentro de nuestros dominios de poder, a diferencia de los de países enemigos, a las víctimas no solo se las pasa por alto y se las olvida rápidamente, sino que también se las insulta con cinismo. Un ejemplo llamativo de este hecho se produjo a las pocas semanas del asesinato de los intelectuales latinoamericanos en El Salvador, cuando Vaclav Havel visitó Washington y se dirigió a una sesión conjunta del Congreso. Ante su embelesado público, Havel alabó a los «defensores de la libertad» en Washington, que «comprendían la responsabilidad que emana de ser la nación más poderosa de la tierra»; significativamente, su responsabilidad por el asesinato brutal de sus homólogos salvadoreños poco antes. La clase intelectual liberal quedó cautivada por su discurso. Anthony Lewis defendió con entusiasmo en The New York Times que Havel nos ha recordado que «vivimos en una época romántica».
Otros destacados comentaristas liberales se deleitaron con el «idealismo, la ironía y la humanidad [de Havel] «al predicar una doctrina de culto a la responsabilidad individual», mientras que el Congreso «obviamente se estremeció de respeto» por su genio e integridad, y se preguntó por qué Estados Unidos carece de intelectuales que, como él, «antepongan la moral al interés personal». No hace falta entretenerse en pensar cuál habría sido la reacción si las fuerzas de élite armadas y entrenadas por la Unión Soviética hubieran asesinado a Havel y media docena de sus colegas, lo cual era, por supuesto, inconcebible, y el padre Ignacio Ellacuría, el más destacado de los intelectuales jesuitas asesinados, hubiera pronunciado las mismas palabras en la Duma.
Como apenas podemos ver lo que está ocurriendo ante nuestros ojos, no es sorprendente que los hechos que suceden a una ligera distancia resulten del todo invisibles.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Noam Chomsky Es autor de numerosas obras políticas, entre ellas los best sellers Hegemonía o supervivencia (2004), Estados fallidos (2007) y ¿Quién domina el mundo? (2016).