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                                                                                                                                Los crímenes de Estados Unidos en Colombia, según Noam Chomsky

                                                                                                                                A propósito de los problemas de salud del pensador estadounidense, un Fragmento de su libro “¿Quién domina el mundo?” (Ediciones B, 2016).

                                                                                                                                Noam Chomsky * / Especial para El Espectador

                                                                                                                                Noam Chomsky tiene 95 años de edad y fue dado de alta de un hospital de São Paulo, Brasil. Es profesor emérito del Departamento de Lingüística y Filosofía del MIT, activista político y uno de los más influyentes críticos de la política exterior estadounidense.
                                                                                                                                Foto: EFE - Francisco Guasco
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO

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                                                                                                                                Foto: EFE - Francisco Guasco
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                                                                                                                                En aquel momento, en palabras del distinguido teólogo Hans Küng, el papa Juan XXIII «condujo a una nueva era en la historia de la Iglesia católica» ya que restauró las enseñanzas de los evangelios, que se habían dejado de lado en el siglo IV, cuando el emperador Constantino estableció el cristianismo como la religión del Imperio romano e instituyó «una revolución» que convirtió «la Iglesia perseguida» en una «Iglesia perseguidora». La herejía del Vaticano II fue aceptada por los obispos latinoamericanos, que adoptaron la «opción preferencial por los pobres». Sacerdotes, monjas y seglares llevaron luego el mensaje pacifista radical de los Evangelios a los pobres, ayudándolos a organizarse para mejorar su destino amargo en los dominios del poder de Washington.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                En realidad, los asesinatos de noviembre de 1989 fueron casi un golpe final; todavía se necesitaba más esfuerzo. Un año después, Haití celebró sus primeras elecciones libres y, para sorpresa y estupefacción de Washington —que había anticipado una victoria fácil de su propio candidato, escogido entre la elite privilegiada—, el pueblo organizado en los barrios pobres y en las montañas eligió a Jean-Bertrand Aristide, un sacerdote popular, comprometido con la teología de la liberación.

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Me saltaré las vergonzosas secuelas, ampliamente estudiadas en otros lugares, salvo para señalar que en 2004 los dos torturadores tradicionales de Haití, Francia y Estados Unidos, a los que se unió Canadá, intervinieron por la fuerza otra vez, secuestraron al presidente Aristide (que había sido elegido de nuevo) y lo enviaron al África central. Aristide y su partido fueron luego efectivamente vetados en la farsa de elecciones de 2010-2011, el episodio más reciente en una historia horrenda que se remonta centenares de años y apenas es conocida entre los responsables de los crímenes, que prefieren cuentos de esfuerzos abnegados para salvar a pueblos que sufren de su destino nefasto.

                                                                                                                                Otra catastrófica decisión de Kennedy en 1962 fue enviar una misión de las Fuerzas Especiales, dirigida por el general William Yarborough, a Colombia. Yarborough asesoró a las fuerzas de seguridad colombianas para que llevaran a cabo «actividades paramilitares, de sabotaje o terroristas contra partidarios comunistas conocidos», actividades que «deberían ser respaldadas por Estados Unidos».

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                El significado de la expresión «partidarios comunistas» lo explicó el respetado presidente del Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos en Colombia, que también fue ministro de Asuntos Exteriores, Alfredo Vázquez Carrizosa, quien escribió que la Administración Kennedy «se esforzó mucho para transformar nuestros ejércitos regulares en brigadas de contrainsurgencia, aceptando la nueva estrategia de escuadrones de la muerte», dando lugar a: lo que en Latinoamérica se conoce como la doctrina de seguridad nacional [...] [que no es una forma de] defensa contra un enemigo externo, sino una forma de hacer de las instituciones militares los señores del juego [...].

                                                                                                                                El derecho a combatir al enemigo interno, como se estableció en la doctrina brasileña, la doctrina argentina, la doctrina uruguaya y la doctrina colombiana, es el derecho a combatir y exterminar a trabajadores sociales, sindicalistas, hombres y mujeres que no apoyan al poder establecido y que se supone que son comunistas extremistas. Y esto podría significar cualquiera, incluidos activistas de los derechos humanos como yo mismo.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Vázquez Carrizosa vivía con una fuerte escolta en su residencia de Bogotá cuando lo visité en 2002 como parte de una misión de Amnistía Internacional, que estaba iniciando su campaña de un año entero para proteger a los defensores de los derechos humanos en Colombia en respuesta al horripilante historial de ataques contra activistas pro derechos humanos, sindicalistas y las víctimas habituales del Estado del terror: los pobres e indefensos.

                                                                                                                                Al terror y a la tortura en Colombia se les añadió la guerra química («fumigación») en el ámbito rural bajo el pretexto de la guerra contra las drogas, lo cual condujo a la miseria y a un enorme éxodo de los supervivientes a los suburbios urbanos. La fiscalía general de Colombia calcula ahora que más de ciento cuarenta mil personas han sido asesinadas por paramilitares, que a menudo actuaron en estrecha colaboración con el ejército financiado por Estados Unidos.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Hay señales de la carnicería por todas partes. En 2010, en una carretera de tierra casi intransitable que llevaba a un pueblo remoto en el sur de Colombia, mis compañeros y yo pasamos un pequeño calvero con muchas cruces sencillas que marcaban las tumbas de víctimas de un ataque paramilitar a un autobús local. Los informes de los crímenes son suficientemente gráficos; el tiempo que pasamos con los supervivientes, que están entre la gente más amable y compasiva que he tenido el privilegio de conocer, hace la imagen más gráfica y más dolorosa.

                                                                                                                                Esto no es más que un breve esbozo de crímenes terribles, de los cuales Washington tiene un parte sustancial de culpa, que podríamos haber evitado con facilidad. Pero es más gratificante disfrutar de los elogios por protestar con valentía de los abusos de enemigos oficiales: es una buena acción, pero nada que ver con la prioridad de un intelectual que se rige por los valores y que se toma en serio la responsabilidad de esa posición.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Dentro de nuestros dominios de poder, a diferencia de los de países enemigos, a las víctimas no solo se las pasa por alto y se las olvida rápidamente, sino que también se las insulta con cinismo. Un ejemplo llamativo de este hecho se produjo a las pocas semanas del asesinato de los intelectuales latinoamericanos en El Salvador, cuando Vaclav Havel visitó Washington y se dirigió a una sesión conjunta del Congreso. Ante su embelesado público, Havel alabó a los «defensores de la libertad» en Washington, que «comprendían la responsabilidad que emana de ser la nación más poderosa de la tierra»; significativamente, su responsabilidad por el asesinato brutal de sus homólogos salvadoreños poco antes. La clase intelectual liberal quedó cautivada por su discurso. Anthony Lewis defendió con entusiasmo en The New York Times que Havel nos ha recordado que «vivimos en una época romántica».

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Otros destacados comentaristas liberales se deleitaron con el «idealismo, la ironía y la humanidad [de Havel] «al predicar una doctrina de culto a la responsabilidad individual», mientras que el Congreso «obviamente se estremeció de respeto» por su genio e integridad, y se preguntó por qué Estados Unidos carece de intelectuales que, como él, «antepongan la moral al interés personal». No hace falta entretenerse en pensar cuál habría sido la reacción si las fuerzas de élite armadas y entrenadas por la Unión Soviética hubieran asesinado a Havel y media docena de sus colegas, lo cual era, por supuesto, inconcebible, y el padre Ignacio Ellacuría, el más destacado de los intelectuales jesuitas asesinados, hubiera pronunciado las mismas palabras en la Duma.

                                                                                                                                Como apenas podemos ver lo que está ocurriendo ante nuestros ojos, no es sorprendente que los hechos que suceden a una ligera distancia resulten del todo invisibles.

                                                                                                                                * Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Noam Chomsky Es autor de numerosas obras políticas, entre ellas los best sellers Hegemonía o supervivencia (2004), Estados fallidos (2007) y ¿Quién domina el mundo? (2016).

                                                                                                                                Por Noam Chomsky * / Especial para El Espectador

                                                                                                                                Ver todas las noticias
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