Los dones de la memoria de Manuel Mejía Vallejo

El autor de “Viaje a la semilla”, biografía de Gabriel García Márquez, revisa “el lenguaje popular de la novela y las técnicas magistrales del diálogo y de la narración” en la obra del antioqueño.

Dasso Saldívar / Especial para El Espectador
09 de agosto de 2018 - 02:00 a. m.
Manuel Mejía Vallejo (1923-1998) es uno de los escritores colombianos más reconocidos y estudiados a nivel académico.  / Archivo El Espectador
Manuel Mejía Vallejo (1923-1998) es uno de los escritores colombianos más reconocidos y estudiados a nivel académico. / Archivo El Espectador

Su familia y sus amigos, el tango y la milonga, la poesía y la novela, la anécdota reveladora, la conversación detenida entre amigos y el humor inteligente y creativo fueron, junto a su inseparable ron con Coca-Cola, las fuentes recurrentes que sostuvieron la vida y alimentaron la escritura de Manuel Mejía Vallejo (Jericó, 1923 - El Retiro, 1998).

En las cantinas de Medellín, en su casa de la calle Perú, en su finca Ziruma o en la Universidad Nacional, donde ejerció de profesor durante años, fue un contertulio entrañable y un personaje literario las veinticuatro horas del día. Siempre azuzado por los dones ineludibles de la memoria, podía contar historias o escucharlas durante noches y días enteros. O escribir hasta dieciséis relatos en una sola jornada, como ocurrió con Las noches de la vigilia. Sin embargo, decía, como Montaigne, que su primera vocación era la de ser hombre, porque le importaba “más vivir que otra cosa”. (Le puede interesar: Mejía Vallejo según Eduardo Márceles).

Creía que “después de aprender a defenderse de la muerte, del mundo, como hombre, ya se vuelve más fácil defenderse como escritor”. Fue un bohemio trashumante, hasta que en 1973 contrajo matrimonio con la arquitecta Dora Luz Echeverría, con quien tuvo a sus cuatro hijos, Pablo Mateo, María José, Adelaida y Valeria, y luego siguió siendo una especie de bohemio doméstico. Siempre rodeado de amigos, la bohemia no supuso para Mejía Vallejo un alejamiento de la vida y de la literatura, sino la forma de asumirlas con mayor intensidad. Personaje popular no sólo por su literatura sino también por sus muchas anécdotas, tal vez la más reveladora de su estado de ánimo (y de ánima) sea la que él mismo contaba de cuando un día obró el milagro y decidió aparecérsele a la Virgen.

El impacto que les produjo a él y a su familia el abandono de la tierra natal de Jericó, donde pasó la infancia, fue el motivo central de su primera novela, La tierra éramos nosotros (1945), obra de aprendizaje y de despunte de algunos de los temas de sus futuros libros.

El pueblo y el campo quedarían también asociados desde muy temprano a su aprendizaje literario, pues mientras su madre, Rosana Vallejo, le leía cuentos a la luz de una vela, los arrieros le pedían que les escribiera cartas de amor para las muchachas del servicio. Luego vinieron las vivencias de la ciudad y el desgarramiento esencial de la Violencia, experiencias que alimentarían buena parte de su obra futura, como las novelas Al pie de la ciudad (1957), El día señalado (1964) y los libros de cuentos Tiempo de sequía (1956), Cielo cerrado (1962) y Cuentos de zona tórrida (1966).

Al año siguiente del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán se refugió en Venezuela, en un exilio forzoso que lo llevaría por varios países de América Central. En Maracaibo estudió y ejerció el periodismo, lo mismo que en Guatemala, donde cultivó la amistad de Miguel Ángel Asturias y heredó una de sus máquinas de escribir. Al regresar a Medellín, en 1957 fue nombrado director de la Imprenta Departamental, de donde pasó a dirigir la Emisora Cultural y la Imprenta de la Universidad de Antioquia. En 1963 obtuvo el Premio Nadal en España con su novela El día señalado y al año siguiente viajó a Europa.

Desde 1967 se vinculó a la Universidad Nacional como profesor a tiempo completo. En años posteriores se dedicó fundamentalmente a la enseñanza, a la escritura y a la vida. Dirigió durante veinte años el Taller de Escritores de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, y durante estos años hizo algunos viajes de significación literaria, como el viaje a Moscú en 1975, en condición de delegado de Colombia al Congreso Mundial de Escritores, y el viaje a La Habana en 1978, para asistir al Congreso Internacional de Escritores, a la vez que como jurado del Premio Casa de las Américas.

Aparte del Premio Nadal, Mejía Vallejo obtuvo numerosos galardones con sus cuentos y novelas: el Concurso Internacional de Cuento de México, con Tiempo de sequía; el Concurso de Cuento de El Nacional de Venezuela, con Al pie de la ciudad; el Concurso Centroamericano de Cuento de El Salvador, con Muerte de Pedro Canales; el Concurso Nacional de Cuento de El Tiempo de Bogotá y la revista Cromos, con La Venganza; la primera Bienal Nacional de Novela de Cali, con Aire de tango, en 1973; el Premio Rómulo Gallegos de Venezuela, con La casa de las dos palmas, en 1989, que fue escenificada con gran éxito para la televisión colombiana. Entre sus últimas publicaciones están Otras historias de Balandú, Los abuelos de cara blanca y Sombras contra el muro.

Tejedor insomne de la memoria, que es la primera forma de la invención, maestro de la narración y del diálogo, siempre supo poner una adecuada dosis de poesía en sus cuentos y novelas, y dejó muestras de su calidad de gran versificador en varios libros de coplas, décimas y redondillas: Prácticas para el olvido (1977), El viento lo dijo (1981), Soledumbres (1990) y Memoria del olvido (1990). Su estancia final es también la de un poeta de raíz: sus cenizas reposan al pie de un roble, frente al patio de la casa familiar de Ziruma, como un acto de coherencia poética con el alma y el título de su primera novela.

Una noche, mientras departía con unos amigos entre aguardientes y tangos en el barrio Guayaquil, Manuel Mejía Vallejo preguntó: “¿Quién va a escribir todo lo que vivimos en Guayaquil, en La Curva del Bosque, en Las Camelias? ¿Quién va a contar esa historia que se la tragó el tiempo, la noche, el aguardiente, el ron que bebíamos, las prostitutas lindas que nos quisieron, a quienes amamos un día? Eso se va a perder del todo, y eso es la transformación de Medellín y de Antioquia, el paso de la aldea a la ciudad”. Respondiendo a su propio reto, años después empezó con un cuento que terminó en una novela cuyos originales fueron robados. Aire de tango no es sólo la cristalización de ese desafío, sino una novela escrita a contracorriente de las modas literarias del momento en Colombia y en América Latina.

Un expresidiario, ya viejo y desengañado, regresa a un barrio que está habitado sólo por fantasmas y narra la historia de su esplendor y decadencia en el marco de la tragedia área que le costó la vida a Carlos Gardel y del fondo social y político de la Violencia. La voz primera es la de Jairo, el protagonista, y a través de éste van desfilando muchas otras voces de amigos, enemigos, simples conocidos o personajes legendarios e históricos.

Pero los verdaderos protagonistas son Gardel y el tango en la medida en que Gardel es el tango y Jairo se encarna en Gardel, en sus gestos, mitos y leyendas. Si el Zorzal Criollo murió llevando un puñal, Jairo tiene siete puñales bautizados con los nombres de la semana: Martes, Jueves, Viernes… Porque si los tangos “nos van entrenando para la muerte”, aquéllos son los instrumentos de la muerte. Pero, más allá de un aire, de un acicate, ¿qué es el tango? El tango es un arte y un mensaje de soledad y de alienación. Jairo lo sabe porque en él también está la dualidad del artista y del enajenado social, él es un antisocial y un poeta de la memoria y de la melancolía: “¿Saben por qué Gardel era un genio, además de lo demás? Porque no se dejó enredar de los pendejos que del tango entendieron la mala sangre”. O de otra manera: “El tango es el gran desafío, un macho que se siente bien macho, tal vez porque no está seguro de ser macho, llega bravo contra el mundo porque es un pobre diablo como yo”.

En esta novela no sólo desfilan el barrio Guayaquil, que conoció su auge entre los años cuarenta y sesenta por su estación ferroviaria, su mercado popular, sus cantinas, sus tangos, sus burdeles y sus chulos, sino todo el Medellín de atmósfera prostibularia y tanguera: La Curva del Bosque, Las Camelias, El Llano, Lovaina, La Toma, Manrique, El Prado. El tango, Gardel y sus mitos, la violencia, la matonería, el aire homosexual, la soledad, no son inventos del autor. Lo que sí es una obra de singular creación es el lenguaje popular de la novela y las técnicas magistrales del diálogo y de la narración.

Para el poeta Álvaro Mutis, en Aire de tango “están escondidas todas las claves del alma antioqueña, no es en Carrasquilla, que representa precisamente todo lo contrario: la máscara detrás de la cual se escudaron los antioqueños. Donde está ese fatum, donde está esa sombra de muerte, esa capacidad de perderlo todo, es en el libro de Manuel Mejía Vallejo”.

Por Dasso Saldívar / Especial para El Espectador

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