Los escritores y los micrófonos (Letras de feria)
Sobre un día en la Feria Internacional del Libro de Bogotá recorriendo sus pabellones y asistiendo a conversatorios, editoriales independientes, lanzamiento del libro de Antonio Torres y charla con Mircea Căartăarescu.
Laura Camila Arévalo Domínguez
“No puedo parquear aquí, así que me voy a detener rápido para que pueda bajarse, ¿sí, señorita?”, me dijo el taxista cuando llegamos a una de las entradas de Corferias. Y aunque ya iba emocionada, ese comentario me puso más feliz. Con un tono de voz muy alto y un exceso de explicaciones y condescendencia, exageré mi respuesta: “Claaaaro, no se preocupe, me bajo donde me diga, lo que le quede más cómodo, es que esto está llenísimo”. Me bajé y me acomodé la maleta, la bolsa de tela y el pelo. La torpeza no me importó. Solo pensaba en que el señor no pudo parquear porque había muchos carros, por lo tanto, mucha gente, y que volveríamos a una feria llena de viejos conocidos, libros y escritores. Otra señal de que regresaba la vida más o menos como la conocíamos.
Mi plan era asistir a un par de charlas y recorrer algunos pabellones. Cuando me senté en la primera de ellas, a la que fui porque sería moderada por un amigo y colega que también trabaja en este periódico, pensé que, por supuesto, un conversatorio con un escritor no es como un concierto en donde, con luces, humo, alcohol y música en vivo, la experiencia llega a excitarte tanto que los artistas parecen extraterrestres. Como tocados por la gracia y el don de pararte los pelos de la piel y dejarte sin voz para que cantes su promesa, anhelo o celebración. En la charla que te dispones a ver entre un escritor y su entrevistador permaneces quieto. Ahí te sientas y te dispones a escuchar al que salió de una rutina solitaria, silenciosa e introspectiva para conocer más de sus porqués. Te callas y haces un esfuerzo por concentrarte.
Muchos escritores resultan ser malos para la exposición: introvertidos o tímidos, decepcionan en vivo y en directo, y entonces entiendes que su espectáculo se remite a las veces en las que abres el libro y también eliges la soledad. Otros, por el contrario, además de haberse decidido a escribir sus crisis, preguntas constantes o curiosidades existenciales, tienen la capacidad de envolverte y provocar que, de aquella charla, salgas con la misma sensación que te provoca una película de superhéroes: sientes que eres capaz de todo, y que además lo harás. Que cambiarás el orden socialmente establecido, o por lo menos tu orden.
Se inició la charla: Andrés Osorio, periodista de El Espectador, y Antonio Torres, quien estaba presentando su libro El hedor del jazmín.
Torres, a quien no había visto nunca, tenía una vida alejadísima de la literatura: estudió comercio internacional y es experto diseñando planes de desarrollo y planes integrales de seguridad y convivencia ciudadana. “Pagaban bien”, dijo, justificando el montón de años que le dedicó a una labor tan distante a lo que realmente quería hacer: escribir.
Osorio le preguntó por qué se había decidido por una novela negra, y él respondió: “No sabía que estaba escribiendo una novela negra, simplemente escribí”, y pensé: uno de los encantos de un escritor y un micrófono podría ser la honestidad sobre sus razones. Si se animan a ser honestos, se impulsan, y hasta les cambia el tono de la voz. Desde ese momento comencé a prestar más atención.
Torres también habló sobre un señor real de Caquetá, que convirtió en un personaje para su novela, y sobre la vez en la que lo impresionó tanto: lo vio en una morgue mientras se comía un pollo en frente de un cadáver. Estaba desayunando, tranquilo, como si lo que tuviera en frente fuese muy normal. Y pues sí, ¿habrá algo más natural que la muerte?
El escritor conversaba entre sonrisas que salían como si tuviese un botón en alguna parte del cuerpo que las activara. Como prendiendo y apagando el switch de la luz, así se asomaban y escondían sus dientes, que contrastaban con su piel morena y su camisa azul. A su lanzamiento fueron pocas personas, pero eso es usual cuando un escritor comienza, así que él mostró su agradecimiento y se emocionó con cada una de las felicitaciones que se acercaron a darle. Su libro era su premio, la confirmación de que, finalmente, su éxito no estaba en el dinero que ganaba haciendo planes de desarrollo, sino escribiendo, haciendo lo que sabía que tenía que hacer.
La charla terminó y caminé hasta el pabellón de librerías independientes. Son distintos estands que se diferencian en tamaños, logos y oferta, pero que están ahí con un objetivo similar: presentarse ante aquellos que los desconocen, seducir con obras que no harán otra cosa que proponerles pensamientos o reflexiones sobre temas variados y reencontrarse con aquellos que ya comenzaron algún tipo de viaje: libros ilustrados, clásicos reeditados, nuevos escritores, libros gordos, delgados, con pastas duras, livianas, recicladas…
Le sugerimos leer: Viva la Filbo este fin de semana en compañía de El Espectador
En la Feria del Libro de Bogotá se compra, pero cuando no hay dinero, se mira. Y con eso bastaría para sembrar una semilla de la que, de alguna manera, saldrá la forma de acercarse al libro físico. En la Filbo hay transacciones económicas por aquellos objetos que nos han elevado tanto o nos han arrastrado con algo de violencia (pero siempre para bien), aunque también hay intercambios de ideas, lo que basta para comenzar a tomar rumbos distintos, a cambiar vidas.
El último plan de aquel día fue un conversatorio con Mircea Cartarescu, un escritor que muchos conocen y esperaban en esta Feria, pero que jamás había leído. Solo había escuchado el entusiasmo de muchos por este rumano, que resultó muy cercano y gracioso en aquella conversación, conducida por Enrique Redel, su editor en España.
En el Gimnasio Moderno, el rumano habló sobre lo latino que se sentía: “Tenemos el mismo ADN cultural”. Dijo que los poetas tenían una vida productiva de siete años, y que, de ahí en adelante, comenzaban a repetirse: “Es muy honrado parar cuando ya no se tiene nada que decir”, agregó, además de mencionar que para él la poesía era una forma rara de ver el mundo, era el lenguaje con el que se expresaba la belleza que nadie más veía.
“No me comparo con otros escritores, pero sí con los Cartarescu de otras épocas”, le contestó a Redel, para finalizar dando una especie de primicia sobre su nueva obra llamada Melancolía. “Este libro es un homenaje a Nostalgia y al Cartarescu que fue capaz de escribir aquel libro, que sigue siendo el más traducido y vendido en todo el mundo. El de ahora, el Cartarescu del presente, no hubiese podido hacerlo”.
“No puedo parquear aquí, así que me voy a detener rápido para que pueda bajarse, ¿sí, señorita?”, me dijo el taxista cuando llegamos a una de las entradas de Corferias. Y aunque ya iba emocionada, ese comentario me puso más feliz. Con un tono de voz muy alto y un exceso de explicaciones y condescendencia, exageré mi respuesta: “Claaaaro, no se preocupe, me bajo donde me diga, lo que le quede más cómodo, es que esto está llenísimo”. Me bajé y me acomodé la maleta, la bolsa de tela y el pelo. La torpeza no me importó. Solo pensaba en que el señor no pudo parquear porque había muchos carros, por lo tanto, mucha gente, y que volveríamos a una feria llena de viejos conocidos, libros y escritores. Otra señal de que regresaba la vida más o menos como la conocíamos.
Mi plan era asistir a un par de charlas y recorrer algunos pabellones. Cuando me senté en la primera de ellas, a la que fui porque sería moderada por un amigo y colega que también trabaja en este periódico, pensé que, por supuesto, un conversatorio con un escritor no es como un concierto en donde, con luces, humo, alcohol y música en vivo, la experiencia llega a excitarte tanto que los artistas parecen extraterrestres. Como tocados por la gracia y el don de pararte los pelos de la piel y dejarte sin voz para que cantes su promesa, anhelo o celebración. En la charla que te dispones a ver entre un escritor y su entrevistador permaneces quieto. Ahí te sientas y te dispones a escuchar al que salió de una rutina solitaria, silenciosa e introspectiva para conocer más de sus porqués. Te callas y haces un esfuerzo por concentrarte.
Muchos escritores resultan ser malos para la exposición: introvertidos o tímidos, decepcionan en vivo y en directo, y entonces entiendes que su espectáculo se remite a las veces en las que abres el libro y también eliges la soledad. Otros, por el contrario, además de haberse decidido a escribir sus crisis, preguntas constantes o curiosidades existenciales, tienen la capacidad de envolverte y provocar que, de aquella charla, salgas con la misma sensación que te provoca una película de superhéroes: sientes que eres capaz de todo, y que además lo harás. Que cambiarás el orden socialmente establecido, o por lo menos tu orden.
Se inició la charla: Andrés Osorio, periodista de El Espectador, y Antonio Torres, quien estaba presentando su libro El hedor del jazmín.
Torres, a quien no había visto nunca, tenía una vida alejadísima de la literatura: estudió comercio internacional y es experto diseñando planes de desarrollo y planes integrales de seguridad y convivencia ciudadana. “Pagaban bien”, dijo, justificando el montón de años que le dedicó a una labor tan distante a lo que realmente quería hacer: escribir.
Osorio le preguntó por qué se había decidido por una novela negra, y él respondió: “No sabía que estaba escribiendo una novela negra, simplemente escribí”, y pensé: uno de los encantos de un escritor y un micrófono podría ser la honestidad sobre sus razones. Si se animan a ser honestos, se impulsan, y hasta les cambia el tono de la voz. Desde ese momento comencé a prestar más atención.
Torres también habló sobre un señor real de Caquetá, que convirtió en un personaje para su novela, y sobre la vez en la que lo impresionó tanto: lo vio en una morgue mientras se comía un pollo en frente de un cadáver. Estaba desayunando, tranquilo, como si lo que tuviera en frente fuese muy normal. Y pues sí, ¿habrá algo más natural que la muerte?
El escritor conversaba entre sonrisas que salían como si tuviese un botón en alguna parte del cuerpo que las activara. Como prendiendo y apagando el switch de la luz, así se asomaban y escondían sus dientes, que contrastaban con su piel morena y su camisa azul. A su lanzamiento fueron pocas personas, pero eso es usual cuando un escritor comienza, así que él mostró su agradecimiento y se emocionó con cada una de las felicitaciones que se acercaron a darle. Su libro era su premio, la confirmación de que, finalmente, su éxito no estaba en el dinero que ganaba haciendo planes de desarrollo, sino escribiendo, haciendo lo que sabía que tenía que hacer.
La charla terminó y caminé hasta el pabellón de librerías independientes. Son distintos estands que se diferencian en tamaños, logos y oferta, pero que están ahí con un objetivo similar: presentarse ante aquellos que los desconocen, seducir con obras que no harán otra cosa que proponerles pensamientos o reflexiones sobre temas variados y reencontrarse con aquellos que ya comenzaron algún tipo de viaje: libros ilustrados, clásicos reeditados, nuevos escritores, libros gordos, delgados, con pastas duras, livianas, recicladas…
Le sugerimos leer: Viva la Filbo este fin de semana en compañía de El Espectador
En la Feria del Libro de Bogotá se compra, pero cuando no hay dinero, se mira. Y con eso bastaría para sembrar una semilla de la que, de alguna manera, saldrá la forma de acercarse al libro físico. En la Filbo hay transacciones económicas por aquellos objetos que nos han elevado tanto o nos han arrastrado con algo de violencia (pero siempre para bien), aunque también hay intercambios de ideas, lo que basta para comenzar a tomar rumbos distintos, a cambiar vidas.
El último plan de aquel día fue un conversatorio con Mircea Cartarescu, un escritor que muchos conocen y esperaban en esta Feria, pero que jamás había leído. Solo había escuchado el entusiasmo de muchos por este rumano, que resultó muy cercano y gracioso en aquella conversación, conducida por Enrique Redel, su editor en España.
En el Gimnasio Moderno, el rumano habló sobre lo latino que se sentía: “Tenemos el mismo ADN cultural”. Dijo que los poetas tenían una vida productiva de siete años, y que, de ahí en adelante, comenzaban a repetirse: “Es muy honrado parar cuando ya no se tiene nada que decir”, agregó, además de mencionar que para él la poesía era una forma rara de ver el mundo, era el lenguaje con el que se expresaba la belleza que nadie más veía.
“No me comparo con otros escritores, pero sí con los Cartarescu de otras épocas”, le contestó a Redel, para finalizar dando una especie de primicia sobre su nueva obra llamada Melancolía. “Este libro es un homenaje a Nostalgia y al Cartarescu que fue capaz de escribir aquel libro, que sigue siendo el más traducido y vendido en todo el mundo. El de ahora, el Cartarescu del presente, no hubiese podido hacerlo”.