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Los fantasmas de Cien años de soledad

La gran novela colombiana se estrenó en Netflix y ya es hito mundial. Aquí una mirada a su gestación y una entrevista al custodio de la Casa mexicana en la que se escribió.

Farouk Caballero, especial para El Espectador
13 de diciembre de 2024 - 11:00 p. m.
El cuarto de Melquiades o la tercera cueva. Estudio en el que García Márquez escribió Cien años de soledad.
El cuarto de Melquiades o la tercera cueva. Estudio en el que García Márquez escribió Cien años de soledad.
Foto: Farouk Caballero
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Gabito, con 23 o 25 marzos cumplidos, escribió la columna “La casa de los Buendía”. Allí dejó huella impresa de su idea descomunal de crear el relato fundacional de Hispanoamérica. Desde el inicio, se ve su vocación de “artesano insomne”, como él mismo se bautizó. Las oraciones cortas son innegociables. Por eso, redactó: “La casa es fresca; húmeda durante las noches, aun en verano. Está en el norte, en el extremo de la única calle del pueblo, elevada sobre un alto y sólido sardinel de cemento”. Y cómo no, ese personaje que tanto tiene suyo y de su abuelo aparece allí: “Cuando Aureliano Buendía regresó al pueblo, la guerra civil había terminado. Tal vez al nuevo coronel no le quedaba nada del áspero peregrinaje. Le quedaba apenas el título militar y una vaga inconsciencia de su desastre. Pero le quedaba también la mitad de la muerte del último Buendía y una ración entera de hambre”.

El hambre se trasladó al joven escritor, quien duró, semanas más semanas menos, quince años martillando las palabras en el cerebro y ganando para sobrevivir. El orfebre que conocemos hoy se pulió párrafo a párrafo. Y fue en el verano del 65. Vía a Acapulco, desde Ciudad de México, nació la primera frase de Cien años de soledad. Al salmo vallenato, respondemos: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. El resto es literatura gruesa.

Gabo lo dejó claro: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Por lo que de esa intempestiva vuelta en “U” hay varias versiones. Su biógrafo más conocido, Gerald Martin, afirmó que Gabo no se regresó de inmediato. Llegó a Acapulco y pasó sus vacaciones tomando notas y escogiendo los personajes sobre los que fundaría Macondo. Gabo, sin embargo, sostuvo que dio media vuelta en el acto y llegó a escribir poseído por sus propios fantasmas. De lo que sí no hay duda es del éxito universal posterior y de la precariedad de Los Gabos en ese año largo de escritura.

Para el aniversario cuarenta de Cien años de soledad, Gabo se enfrentó a un salón Getsemaní repleto de amigos. Fiel a su sello, mamó gallo. Ya graduado de octogenario, leyó en su discurso inaugural que no había cambiado su rutina de escribir con sus dedos índices desde sus 17 años. Precisó que todavía a sus “setenta y pico de años”, seguía con la misma disciplina. Las carcajadas aun suenan en el Centro de Convenciones de Cartagena. Luego, le rindió el mejor de los homenajes eternos que le hizo a Mercedes. Declamó: “Lo que podría ser motivo de otro libro mejor, sería cómo sobrevivimos Mercedes y yo, con nuestros dos hijos, durante ese tiempo en el que no gané ni un centavo por ninguna parte. Ni siquiera sé cómo hizo Mercedes durante esos meses para que no faltara, ni un día, la comida en la casa”.

Ese tiempo fue el de escritura de Cien años de soledad. Arrancó en julio de 1965 y terminó en agosto de 1966. Los Gabos empeñaron todo. Incluso vendieron el carro Opel blanco, testigo de la epifanía en Acapulco, en un concesionario de segunda mano en Tacubaya. Las “joyas” heredadas de Mercedes fueron examinadas en el Monte de Piedad (prendería). Los diamantes, las esmeraldas y los rubíes fueron devueltos con “una larga verónica de novillero: ‘todo esto es puro vidrio’”. Al final, lograron reunir unos pesos y enviar la segundad mitad del mamotreto a Paco Porrúa de la Editorial Sudamericana en Argentina. El hombre la leyó y la historia de la literatura latinoamericana se partió en antes y después de Cien años de soledad.

Uno de los íntimos parranderos de “La cueva de la mafia”, como Gabo bautizó, whisky en mano y cigarrillo en boca, a su estudio, fue Álvaro Mutis. El autor colombiano escribió sobre el libro que nos ocupa: “no se ha dicho aún toda la deslumbrada materia que esconde. Cada generación lo recibirá como una llamada del destino y del tiempo y sus mudanzas poco podrán con él”. Otro visitante de charlas y peas fue Carlos Fuentes. El cuate afirmó: “Acabo de leer ochenta cuartillas magistrales […] una crónica exaltante y triste, una prosa sin desmayo, una imaginación liberadora. Me siento nuevo después de leer este libro, como si les hubiese dado la mano a todos mis amigos. He leído el Quijote americano, un Quijote capturado entre las montañas y la selva […] ¡Qué maravillosa recreación del universo inventado y re-inventado!” Y de ese parche del Boom, el Nobel Vargas Llosa sentenció que Cien años era una “NOVELA TOTAL”, la nombró el Amadís de América. De Gabo, declaró: “¿Quién es el autor de esta hazaña? Un colombiano de treinta y nueve años nacido en Aracataca, un pueblecito de la costa que conoció a principios de siglo la fiebre, el auge del banano, y luego el derrumbe económico, el éxodo de sus habitantes, la muerte lenta y sofocante de las aldeas del trópico”.

La casa chilanga de los Buendía

Gabo le confesó a su llave, Álvaro Cepeda, que iba a México a buscar trabajo: “Quién sabe de qué carajo porque lo que es de periodismo ya me corté la coleta. Será de intelectual”. Se relacionó, entonces, con Gustavo Alatriste y escribió notas femeninas para La Familia y crónica roja para Sucesos para todos. No firmó sus textos, pero demostró su adaptabilidad narrativa por necesidad. Luego, conoció a Manuel Barbachano, uno de los últimos impulsores de la época dorada del cine mexicano. Por Barbachano y Alatriste fue guionista de cine. Los Gabos alquilaron una casa preciosa de clase media alta en Lomas de San Ángel Inn.

El cine entró en crisis. El problema era pagar la renta. Los Gabos fueron, en los sesenta, una especie de precuela caribe de don Ramón. El señor Barriga era el dueño de casa, Luis Coudurier, quien es descrito por García Márquez como “paciente casero, buen licenciado, alto funcionario del Estado y uno de los hombres más elegantes y pacientes que habíamos conocido”. Coudurier le dijo a Mercedes, mientras un Gabo frenético escribía todos los días, que bien podían adeudarle ocho meses de renta y que la esperaba con el dinero completo el siete de setiembre. De garantía, le soltó a La Gaba una de las frases más gallardas de la historia literaria: “con su palabra me basta”.

Cien años de soledad se publicó y la situación económica de Los Gabos cambió para siempre y por generaciones. Después de muerto, Gabo factura millones. En agosto nos vemos fue uno de los libros más vendidos en 2024 y Netflix seguro un buen cheque en dólares les dejó a los hijos y nietos. Es por esto que, antes de ver la serie, visité ese templo valioso como ninguno y sencillo como manda la tradición caribe. Las llaves de la Capilla Sixtina de nuestra América las tiene Geney Beltrán. Escritor mexicano nacido en Tlamazula, Durango, en 1976. Hoy es el coordinador ejecutivo de la Casa Estudio Cien Años de Soledad.

La amabilidad y léxico de Geney me guían por la casa y su historia. Es fácil notar por qué ha publicado las novelas Adiós, Tomasa (2019), Cualquier cadáver (2014) y Cartas ajenas (2011). La visita comenzó en la cocina con una concha de chocolate y un café calientito, como su novela recién salida: Crónica de la lumbre (2024). Geney ya se graduó de gabólogo. Con precisión me explica detalles sobre los espacios y las habitaciones de la planta superior, que hoy son oficinas adaptadas para escritores y que antes fueron las habitaciones de Los Gabos y sus hijos. En diversas paredes hay fotografías icónicas de la familia y frases célebres: “Sufro como un condenado poniendo a raya la retórica… sorprendiendo a la poesía cuando la poesía se distrae, peleándome con las palabras”. “Las mariposas amarillas invadían la casa desde el atardecer”.

Y, claro, la frase más gloriosa de Mercedes: “Lo único que falta ahora es que la novela sea mala”, está justo a la espalda del escritorio réplica del estudio original en el que Gabo seleccionó cada palabra de su obra mágica y perfecta. Ahí se sienta Geney para arrancar la plática. Yo pienso que debo quitarme los zapatos porque, como manda la tradición, el lugar que piso, santo es.

¿Cómo llegó Gabo a la biblioteca de tu vida?

Leí a Gabo por primera vez en el primer año de bachillerato, tenía 14 casi 15 años. Hasta entonces, solo había leído novelas de Julio Verne, de Salgari, de Jack London, de Stevenson. Leí Cien años de soledad y descubrí que realmente no había leído literatura. Esto era algo muy superior, fue un deslumbramiento. No quería leer otra cosa. Cambió mi vida. Hasta entonces quería ser periodista, trabajaba en las tardes en la sección cultural de un periódico de Culiacán, de mi ciudad, y después de leer a García Márquez descubrí que quería dedicarme a la literatura.

¿Lo conociste en persona?

Me tocó conocer a Gabo una mañana de 2007, cuando él fue a la Fundación para las Letras Mexicanas allá en la calle Liverpool en la colonia Juárez. Yo era becario del programa de formación literaria y Gabo era una persona muy cercana a la Fundación. Sin ninguna actitud de soberbia, ni nada por el estilo, sino con una absoluta naturalidad, se sentó en el salón de los espejos a platicar con nosotros, a ver qué estábamos leyendo, qué nos interesaba.

¿Qué crees que esta Ciudad de México, florida y espinuda, le entregó a Gabo y a Cien años de soledad desde lo popular?

La Ciudad de México es una ciudad de ciudades. Tiene varias capas geológicas y le tocó a Gabo conocer un momento de esplendor en la historia, no en el sentido político (risas sarcásticas), por supuesto, sino en el sentido de lo que significaba la vida social y cultural. La CDMX recibe todo, aquí hay personas de todos los rincones del país y de muchos otros países. Es una plaza pública, es un lugar donde se escuchan todos los acentos. Y el hecho de que en los cincuenta y los sesenta la cultura mexicana estaba explorando de manera muy vanguardista, expandiéndose, experimentando, significaba también que había artistas que traían una experiencia de vida muy distinta a la experiencia urbana, a la experiencia de lo que es la CDMX, la capital del virreinato, la capital de la República, la ciudad donde están las universidades, donde están las instituciones de cultura, donde está el establishment o la inteligencia.

Uno de los factores que validó mucho la búsqueda de Gabo en el plano de la narrativa fue Juan Rulfo. Él mismo recordaba la fascinación que le provocó cuando leyó, por recomendación de Álvaro Mutis, Pedro Páramo. Y lo que hay en Rulfo es la representación de un mundo perdido. El México profundo, el México de los altos de Jalisco, en la transición de la dictadura de Porfirio Díaz a la Revolución y el surgimiento de ese México actual que en los años cincuenta todavía se sentía muy cercano a la dimensión histórica de los Pedro Páramo, de los caciques, de los generales “robolucionarios” como les llamaban. Fue un momento de muchísima confianza en las posibilidades de la representación literaria y las relaciones de la literatura con otras disciplinas artísticas. Precisamente como es una ciudad de ciudades, y es una ciudad donde hay habitantes de todos los orígenes, la manifestación de la cultura popular es algo que se encuentra uno apenas abre una puerta hacia la calle o abre una ventana. Con una multiplicidad muy rica que va más allá de la música, porque también ya en el cine, desde los treintas y los cuarentas, se encontró esa impronta de la cultura popular.

¿Cómo es chambear a diario en tierra santa, en la Capilla Sixtina de Macondo?

Todavía no me la creo. Las primeras semanas yo sentía mucha perplejidad al caer en cuenta que por estos pasillos caminó un Gabo fumando, mientras traía en su cabeza las líneas narrativas de Cien años de soledad. A partir de todo lo que he ido descubriendo sobre la casa, me ha resultado factible crear en mi cabeza una suerte de guion de las escenas de convivencia de Gabo con Mercedes, Rodrigo, Gonzalo, Álvaro Mutis, María Luisa Elío, Carlos Fuentes. Y en el plano más estricto, lo que significa la soledad del artista frente a la máquina de escribir. O sea, los momentos en los cuales estuvo tecleando y se detenía. Y se ponía a pensar, y corregía. Todo eso es algo intransferible, es algo que solo el artista puede contar, puede recordar. Es una travesía desasosegante, puede tener momentos de frenesí, de altísima emoción, pero es probable que a lo largo del camino lo que predominó fue el temor, la duda o la frustración. Porque de esos momentos está llena la creación literaria. Gabo y Mercedes muy probablemente temían que la novela fuera un fracaso. Pensaron quizá más de una vez que todo lo que habían invertido en esos meses de espera y de deudas podría no ser recompensado.

Y pensar que aquí estuvo ese cuerpo de Gabo, pensando y sintiendo, le da una dimensión a esta Casa que va más allá de las paredes, de la lógica estrictamente arquitectónica. Saber que aquí ocurrió ese milagro es una suerte de epifanía, de descubrimiento de lo que usualmente no reparamos cuando leemos una gran obra. Pensamos que así con esa naturalidad y esa fluidez la escribió el autor. Saber que aquí realmente ese milagro ocurrió, que no ocurrió en ningún otro lado. Es decir, que necesitaba el destino traer a Gabo a este lugar para que todas las líneas de su vida confluyeran y se sentara a escribir el libro que nos ha cambiado la vida, que nos ha enriquecido a millones de personas en el mundo.

Los fantasmas habitaban Los Gabos. Seguramente algo de eso hay en esta Casa. ¿Cómo te llevas con esos fantasmas de Fuentes, Mutis, Gabo, Mercedes y sus voces, carcajadas, lecturas, brindis y demás parrandas literarias?

Gonzalo García Barcha recuerda una frase de sus padres: “quien no tenga religión, que tenga superstición”. En efecto, eran supersticiosos y creían en la magia, en la mala suerte. La idea del programa de residencias literarias aquí en la Casa se desprende de una convicción no oficial de que el fantasma de Gabo muy probablemente anda por aquí. Y que inspira a los autores que están como residentes, lo que va más allá solo de sentarse a escribir, pues es sentarse a escribir potenciado por la asesoría o los murmullos que ese fantasma puede soltar. La casa era nueva, quizá era una casa que no tenía fantasmas, pero los fantasmas los trajeron Gabo y Mercedes. Eran sus historias familiares, sus ancestros, esas voces que estaban habitándolo. Una cosa que recordaba Mercedes es que cuando Gabo por fin mata al coronel Aureliano Buendía, se sube a la habitación en la planta alta y se suelta a llorar tres horas. Era un personaje de ficción, por más que inspirado en el abuelo. Y en realidad no era un personaje de ficción. Era una presencia, una corporalidad que estaba ahí al lado de Gabo. ¿Cómo puedes escribir si no tienes una imaginación y una sensibilidad porosa como para atestiguar todo eso? La creación es la apertura de un umbral a la posibilidad de aprender esas otras realidades. Y sí, ha habido episodios que nos hacen pensar que en esta casa hay fantasmas.

Este mundo lee cada vez menos. Nos gobiernan las redes sociales y las pantallas de smartphones. Desde Trump a Petro consumen más redes que cualquier otra vaina. ¿Cómo, entonces, incentivar y mantener la lectura de Gabo?

Nosotros no hicimos nada para que existiera Cien años de soledad. Llegamos a este mundo y ya estaba escrita. Es un regalo. Los que saldremos perjudicados, si no leemos a Gabo, somos nosotros. Nuestra vida será menos plena, menos rica. Quien rechaza leer a un autor de esta dimensión, puede sentirse llevado por un impulso de hartazgo, por un deseo de hacer justicia, puesto que hay quien rechaza a ciertos autores canónicos porque en todos lados se le aplaude o por algún defecto de su persona. Si apoyaba a Fidel Castro o si era una persona con tales defectos… pero nosotros no leemos a la persona, nosotros leemos al artista. Y el artista es alguien que crea algo que no existía. Es un momento en el cual ese individuo que va a morir, que como todos tiene una fecha final en el calendario, tiene la posibilidad de vencer su mortalidad, de trascender su limitado presente creando algo que va a trastocar la vida, que va a enriquecer la imaginación de una manera eléctrica y estremecedora de personas a las que no conoció, que nunca va a llegar a conocer y que van a vivir doscientos o trescientos años.

García Márquez es un autor de esa categoría, está en el olimpo de la literatura. Esa condición universal tiene que ver con la identificación de las pasiones que todos los seres humanos experimentamos porque estamos vivos. Si eso existe sin que hayamos movido un dedo, sin que nos encerráramos doce o catorce meses a escribir: ¿por qué no lo vamos a disfrutar? Los seres humanos tenemos una gran hambre de belleza y la literatura de ese nivel es pura belleza. Y la coyuntura del centenario de Gabo y sesenta años de la publicación de Cien años de soledad, pues es un momento de acción de gracias de parte de quienes lo hemos leído. Nosotros comemos un platillo que nos parece exquisito, pues lo recomendamos a todo mundo. Que vayan a tal restaurante o que coman las enchiladas que hace la abuela. Y eso mismo ocurre con un libro como Cien años de soledad, porque es una experiencia límite. Es una obra como hay muy pocas y sabemos que nuestra vida ha cambiado después de leerlo. Y que cada vez que lo releemos encontramos otras maravillas. No nos decepciona y la vida usualmente sí nos decepciona.

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Por Farouk Caballero, especial para El Espectador

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Usuario(82157)Hace 35 minutos
Moraleja compadre no deje dinero a los hijos que trabajen vagos, estos sinverguenzas no respetaron la memoría de su padre muerto.
Usuario(82157)Hace 39 minutos
Hasta ahora ni fu ni fa , ni chicha ni limoná, la avaricia de los herederos cuando en tipo jamás acepto nada de cine en su gran obra. Los hijos se arrodillaron al dios dinero.
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