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Los fantasmas de Goya

Esta es la primera entrega de la serie “Arte de terror”. En este texto se analiza el lado oscuro de la obra del maestro Francisco de Goya.

Sorayda Peguero Isaac
29 de octubre de 2014 - 04:07 a. m.
El aguafuerte ‘El sueño de la razón produce monstruos’ es un grabado de la serie los ‘Caprichos’, de Goya.
El aguafuerte ‘El sueño de la razón produce monstruos’ es un grabado de la serie los ‘Caprichos’, de Goya.

 “El sueño de la razón produce monstruos”.

El cuerpo humano está formado por cuatro humores, cuatro sustancias fluidas: la sangre, la flema, la bilis amarilla y la bilis negra. Así lo afirmaban los antiguos sabios. Filósofos de las civilizaciones griegas y romanas estaban de acuerdo con que la estabilidad de estos cuatro humores determinaba la buena salud de una persona. Coincidían en que el exceso de bilis negra era la causa de los estados de ánimo melancólicos. Aristóteles decía que “todos los hombres excepcionales son melancólicos”, y que el mismo prodigio que favorece la genialidad y la capacidad creadora de líderes, filósofos, artistas y poetas podía convertirlos en blanco de los embates de la locura.

Era el invierno de 1819 cuando Francisco de Goya y Lucientes resolvió abandonar la ciudad de Madrid. El pintor compró una casa en las afueras, en una localidad próxima al puente de Segovia, a orillas del río Manzanares. Pagó sesenta mil reales de la época por una finca que, paradójicamente y a causa de un habitante anterior, se llamaba La Quinta del Sordo. Se arrimaba a las ventanas de su nueva casa para contemplar la imagen velada y distante de los edificios de Madrid. Se sumergía en el silencio de su sordera y padecía la amargura de una depresión que planeaba sobre él como una bandada de pájaros de carroña. Apagadas las luces, empezó el sueño de la razón y aparecieron los monstruos. Era el principio de la decadencia. Goya volcó las tenebrosas imágenes que le dictaba su cabeza en las paredes de su casa. Bajo el influjo de esta angustiante confusión, el pintor zaragozano creó una de sus obras más polémicas y fascinantes: las Pinturas negras.

Ante la extravagancia de esta obra pictórica resulta difícil mostrar una actitud impasible. Miedo, rechazo, sugestión. Las consideraciones y preguntas que suscita el conjunto son variadas. Decorar las paredes de una casa con semejantes visiones... ¿A quién se le ocurre? ¿Por qué?, preguntan escandalizados algunos visitantes del Museo del Prado. El escritor y crítico de arte Philip Gilbert Hamerton opinó al respecto: “¿Qué es lo que pintó Goya, en tales circunstancias, para solaz propio? ¿Formas bellas y graciosas? ¿Visiones del paraíso de un poeta o de un artista? ¿La realización de esos anhelos ideales que el mundo real sugiere pero que nunca puede satisfacer? Ninguna de estas cosas. Su mente no se elevó a pensamientos espirituales, sino que se mantuvo en un odioso infierno personal, una región repelente, aterradora, sin ninguna cualidad sublime, informe como el caos, de color horrible y ‘abandonada de la Luz’, habitada por los abortos más viles que jamás pensara el cerebro de un pecador”.

Los fantasmas que atizaban la imaginación del pintor afloraron por primera vez durante un viaje que realizó a la ciudad de Sevilla en 1792. Goya padecía alucinaciones, vértigos, desvaríos y pesadillas que torturaban sus horas. Escribía cartas a sus amigos que eran como “golpes de cuchillos”. El desasosiego y la amenaza constante de la muerte lo hundían en una sensación de cansancio profundo, en una rabia y un mal humor que él mismo reconocía y detestaba. Los facultativos modernos apuntaron la intoxicación por plomo —presente en el albayalde, uno de los pigmentos utilizados en la pintura artística— como posible causa de su enfermedad. El diagnóstico no estaba claro. Después de una convalecencia de casi medio año, su salud empezó a mostrar signos de mejoría, pero el ruido en su cabeza era persistente y se acrecentaba los síntomas que lo aproximaban a una sordera absoluta.

Una vez más, Goya estaba enfermo. Se sentía deprimido y derrotado. El protagonismo que ostentaba en los medios oficiales y de poder era cada vez menor. Lo afectaban los acontecimientos de carácter político que convulsionaban a España en aquel momento. Asimismo, el exilio de algunos amigos —liberales como el pintor—, el olvido por parte de otros y los comentarios que lo involucraban sentimentalmente con una mujer casada y mucho más joven (Leocadia Weiss) pudieron motivar su decisión de instalarse en las afueras de la ciudad.

La Quinta del Sordo tenía dos niveles y en cada piso de la casa había una sala de forma rectangular. Goya pintó, directamente sobre las paredes de ambas salas, catorce óleos para los que eligió una gama cromática de tonos oscuros, negros, como la bilis, que cuando se impone —según la teoría aristotélica— inflige dolor a aquellos hombres de genio excepcional y, por naturaleza, melancólicos. En la habitación que ocupaba el salón de la planta baja, en las paredes laterales, colocadas una frente a la otra, figuraban las pinturas de La romería de San Isidro y El gran cabrón o Aquelarre. Frente a la puerta, en la entrada: Saturno y Judith y Holofernes. Las pinturas de Dos viejos y La Leocadia ocupaban las paredes de ambos lados de la puerta y sobre ésta, posiblemente, estuvo la escena de Dos viejos comiendo sopa. Saturno ha sido señalada como la obra clave de las Pinturas negras: un anciano que emerge de las tinieblas, con ojos desorbitados y grandes manos que parecen aumentar de tamaño ante la mirada del espectador. Tiene la boca abierta, de un modo desproporcionado, se apresta a engullir el brazo de un cuerpo sangrante y decapitado que sostiene con firmeza y que sugiere las formas de una mujer joven. En la pared contigua, Judith y Holofernes, un escenario tétrico en el que una mujer empuña el arma con la que asesinará a su víctima, un hombre que apenas se divisa en la imagen. En la escena hay también una anciana, vestida con una túnica; en su cara destacan una gran nariz y un mentón imponente. La anciana observa la escena con las manos juntas, como si rezara. En El gran cabrón o Aquelarre, un macho cabrío —que en la tradición cristiana se asocia a Satanás— preside una reunión. A su alrededor, una concurrencia de curiosa calaña. Seres de rostros desencajados y grotescos, con mandíbulas prominentes y pies descalzos, observan con atención a la figura de cuernos alargados y retorcidos.

El espanto se repite con menos crudeza en las siete pinturas que decoraban las paredes de la planta alta: Hombres leyendo, Paseo del Santo Oficio, Asmodea, Dos jóvenes burlándose de un hombre, Átropos o Las parcas, Duelo a garrotazos y El perro. En las Pinturas negras (1819-1823), Goya hizo referencias a la vida cotidiana, a la brujería y a las celebraciones religiosas. También hizo una reinterpretación personal de alusiones mitológicas y bíblicas, pero, sobre todo, plasmó una pesadilla infernal y aterradora: viejos de aspecto monstruoso, frailes, brujas, demonios de grandes orejas, bocas como fauces apetentes, figuras humanas transmutadas en bestias de largos cuernos y animales de naturaleza extraña. A partir de 1874, estas pinturas fueron traspasadas a lienzos por Salvador Martínez Cubells. El restaurador de arte cumplió con la encomienda del barón Fréderic Emile d’Erlanger, el banquero francés que adquirió la finca en 1873. D’Erlanger presentó las Pinturas negras en la Exposición Universal de París de 1878 con el propósito de venderlas. Nadie las compró.

Cuando recién se iniciaba el verano de 1824, Goya regaló La Quinta del Sordo a su nieto Mariano, y temiendo una persecución provocada por sus ideas políticas, se exilió en Burdeos (Francia). El pintor estaba decrépito y envejecido. Laurent Matheron lo cuenta en su biografía —Goya (1858)—: “Le fue ya imposible salir sin la ayuda de su joven compatriota Brugada. Apoyándose en su brazo y por los sitios menos frecuentados probaba a marchar solo, pero eran inútiles sus esfuerzos; las piernas no le sostenían. Entonces exclamaba montando en cólera: ‘¡Qué humillación! ¡A los ochenta años me pasean como a un niño; es necesario que aprenda a andar!’”. Durante los últimos años de su vida, y a pesar del progresivo deterioro de su salud física y mental, Goya se centró en la práctica del grabado, la miniatura y el dibujo. En una de las obras que realizó durante esta etapa esbozó la figura de un anciano de cabellera y barba abundantes. En el dibujo, el anciano de cabellos blancos avanza apoyándose en dos bastones que sostiene con sus manos, notablemente afectadas por las artrosis. Su rostro exhibe la fatiga del cansancio que arrastran los años y hay, en su mirada, un perceptible deje de melancolía. Sobre el papel, Francisco de Goya escribió: “Aún aprendo”.

 

 

Por Sorayda Peguero Isaac

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