Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
De esposa a la “moza”. Pasó de dormir en la cama matrimonial a juguetear en las sábanas de algún motel. Sintió vergüenza por las veces en que fue implacable y juzgó las aventuras de los maridos de sus amigas. Y se sintió amenazada, y odió la posibilidad de ser engañada. Señaló, reprobó y condenó. Le tuvo “terror al hambre, a la sensación de abandono, a esa pulsión de muerte que viene a los talones de la entrega amorosa. Pensó demasiado”.
¿Cuántas veces nos juramos no ser eso que nos puso en alerta? “Una vida más verdadera” desentierra la posibilidad de convertirnos en el enemigo. La protagonista del libro, una mujer sin nombre, aceptó vivir un idilio en las penumbras de los viernes, el día elegido para la relación clandestina que comenzó con P., su exnovio de la adolescencia. Él, casado y con hijos, la buscó y la sedujo. Ella, aburrida y un poco hambrienta, se dejó seducir. Los dos, después de algunos encuentros, se fundieron en una alternativa que al comienzo parecía cómoda y práctica.
Puede leer: Aleksandr Solzhenitsyn: la letra como condena
En el libro de Inés Garland, escritora argentina, se develan las consecuencias de pretender la libertad después de ser educados con “el pecado de pensamiento, palabra, obra y omisión”. Quisieron romper las cadenas con las que los ataron desde el vientre: al crecer, el éxito se ve muy parecido al matrimonio, y el matrimonio es sagrado. En un relato de 111 páginas, desglosó las etapas de una infidelidad desde sus raíces hasta su final: el coqueteo, el descubrimiento, la exploración, el enamoramiento, la dependencia, las quejas, el abandono y la amargura. Un libro en el que una mujer machista se definió como emancipada y autónoma, pero que, al enfrentarse con la crisis, comenzó a reclamar su posesión y a querer que la reclamaran como propia. “Su hombre”, “ser suya”, “que sea mío”.
El matrimonio, como máximo ideal, comenzó a irrumpir en el día semanal que se regalaban: el viernes; que a ella, la amante, le hubiese gustado que fuera alguno de los fines de semana, porque tenían más valor. Como si el sábado o el domingo le hubieran sumado más puntaje y ella estuviese ganando la competencia por la atención de ese hombre, que para la esposa, no era más que una sensación de estabilidad.
La protagonista, al comienzo, vio la situación con claridad, sobre todo cuando tenían sexo: era bruto, ciego, parecía un animal. La estrujaba, la desnudaba, la tomaba fuerte y la devoraba. Ella se fastidiaba y sabía que ese era un indicio de lo que obtendría de ese acuerdo en el que él solo se preocupaba por su placer. Después, con esa idea persistente y absurda de asegurarse caricias (así fueran torpes y ásperas), comenzó a encontrarle el encanto a los olores y los sabores de esos encuentros. Era mejor esa fuerza desmedida, que nada. Se ayudaba recordando que su padre decía: “no hay nada más desagradable que una mujer caliente”, e intentaba ignorar que cada vez que P. iba a “hacerle el amor”, cerraba los ojos y decía: “le ofrezco a Dios esto que pasa o esto que está por pasar”, para despercudirse de la culpa. No solo negoció el sexo, sino todo lo demás. La pita se estiró cada vez con más recurrencia, y ella aguantó. Cedió los momentos, las llamadas de urgencia de su esposa, el sexo que lo complacía a él, la comida que le gustaba a él y los días en los que podía él. Se enamoró de lo que decidió ver, y comenzó a entregarle también sus sentimientos, que no eran más que gritos de auxilio para que la escogiera a ella y la amara a ella.
Puede leer: La mano de Dios (Cuento)
Garland define su libro como una historia de amor. Y es que es cierto que durante los días en los que el encanto se impuso y la atracción pareció indestructible, leer cómo se miraban, se besaban, se cantaban y se abrazaban, daba la sensación de que el desenlace iba a ser más triunfal. La argentina, quien además de escritora es traductora y coordinadora de talleres literarios, decidió escarbar en las verdaderas pulsiones de una mujer que hablaba mal del matrimonio, pero lo anhelaba. Nació en 1960 en Buenos Aires, y ha escrito El rey de los centauros (2006), Una reina perfecta (2008), Piedra papel o tijera (2009), El jefe de la manada (2014), y la obra en cuestión, Una vida más verdadera (2017).
Los gozosos, pero, sobre todo, los dolorosos de la historia que narra Garland no se centran en su primer encuentro, o en su reencuentro, ni mucho menos en su desencuentro. La historia profundiza en la negociación entre la amante y el esposo, que en este caso se da en un escenario en el que el hombre decide en todo. “Cuando P. y yo hablábamos de política, él me convertía en una mujer que no entendía, echaba el cuerpo hacía atrás y le notaba la panza, una panza que no tenía en otros momentos”, decía ella, y así con todo. Él era el experto, ella no. No hubo violencia, esas cosas ya se sabían y aunque a ella le incomodaran, eran así: inmodificables. Se trata de quitarle las capas a las reales intenciones de una mujer que fue educada para ser “feliz”, bajo los mandatos de la religión católica y el sistema. De profundizar en las concesiones que hizo, en la forma en la que se traicionó para complacerlo. De buscar qué hay detrás de una relación desigual, en la que una de las partes acepta el placer y la invisibilidad, ufanándose de su lejanía con los absolutos, pero que realmente es la mujer que: “quiere ser la única detrás de la que se vayan los ojos de su hombre. No quiere sentirse jamás el último orejón del tarro. Quiere desear y ser deseada, y quiere ir en pos de sus sueños y que su hombre sea viento en sus velas. Esa que soy es más difícil que la que se envuelve entre las piernas, es más irritable, más inestable, quiere que la adoren, que la tomen que la busquen. Esa, cuando se siente despreciada o ignorada o toma por sentado, se cierra como una almeja y se vuelve inabordable, inalcanzable, imposible, se ofende y de retira a las profundidades de su herida”.