Los guerreros impasibles: diez años sin el maestro Armando Villegas

El 29 de diciembre de 2023 se cumplieron 10 años sin el maestro Armando Villegas, quien dejó tras de sí más de 15.000 obras de todos los formatos y técnicas.

Juan David Zuloaga- @D_Zuloaga- juandavidzuloaga@yahoo.com
30 de diciembre de 2023 - 12:00 a. m.
Armando Villegas, autor de pinturas como “La huella del hombre”, “Elementos”, entre otras, en su taller.
Armando Villegas, autor de pinturas como “La huella del hombre”, “Elementos”, entre otras, en su taller.
Foto: Manuel Olarte.
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El 19 de diciembre de hace diez años, el maestro Armando Villegas firmaba la que sería su última obra. Aquel jueves salió de su estudio al mediodía y se encaminó al segundo piso de su casa, en el barrio Usaquén de Bogotá.

Acorralado por la fatiga, se dirigió a su habitación a descansar tras una jornada rigurosa de trabajo, como todas las suyas. Se recostó en la cama y se sumió en un sueño ligero e inquieto. Ignoraba que aquella sería la última vez que estaría en el taller en el que había trabajado durante los últimos treinta y tres años de su vida. Tampoco habría de bajar de nuevo al primer piso. Siguieron diez días de despedida; diez días de un lento apagarse el cuerpo, de un largo adiós a una vida de arte notable y de trabajo esmerado y constante.

Su periplo artístico había comenzado en la Escuela Nacional Superior Autónoma de Bellas Artes del Perú. Tras haber hecho sus primeros dibujos, se matriculó en la academia de Lima donde se formaría con el maestro Juan Manuel Ugarte Eléspuru. En 1951 llegó a Colombia a estudiar un posgrado en muralismo en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional con Ignacio Gómez Jaramillo, gracias a una beca que le había sido concedida y obtuvo tras sortear todo género de enredos burocráticos en Colombia y Perú. Cursó con éxito la maestría en la Universidad Nacional de Colombia y continuó su singladura de trabajo y creación.

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Pronto se abrió un camino en el mundo artístico del país, camino que recorrería hasta las cimas más altas de la escena plástica nacional. Terminados sus estudios de magíster se vinculó con la célebre galería bogotana El Callejón y allí desempeñaría los oficios más varios, desde marquetero hasta curador de las exposiciones. En esa misma galería tendría lugar su primera muestra individual en el 1954, en donde exhibió un conjunto de piezas abstractas. Una crítica de arte que auguraba todos los éxitos y vislumbraba una carrera larga y henchida de posibilidades fue escrita para el diario El Espectador por un joven periodista costeño que hacía poco había llegado a la ciudad: Gabriel García Márquez. Esta nota admirada y sincera habría de sellar la amistad entre dos de los artistas más grandes que tuvo el país en el siglo XX.

“Tengo la satisfactoria impresión de estar asistiendo al principio de una obra pictórica asombrosa”, escribió en su crítica de arte. Y no se equivocaba.

En 1958 Villegas ganó el segundo puesto en el XI Salón Nacional de Artistas con su obra Azul violeta verde luz, la edición en la que el primer puesto se le concedió a Fernando Botero. Todo un logro si se considera que se trataba de un artista foráneo y de una obra abstracta. Un reconocimiento inesperado no solo por su condición de extranjero en un país que hasta la fecha había sido más bien provinciano y de puertas cerradas, sino porque se trataba de una pieza abstracta en tiempos en los que el arte nacional se circunscribía en su mayoría a un ámbito doméstico y a unos temas locales, desarrollados siempre dentro del rigor de la academia; a la sazón el grupo artístico más importante en la historia del arte de Colombia había sido la Escuela de la Sabana, cuya producción giraba en torno a los paisajes bucólicos de Bogotá y sus alrededores.

En este contexto irrumpió el primer Villegas con una obra abstracta que, al menos en algunas de sus manifestaciones, es reminiscencia de los tocapus de sus ancestros quechuas —cuya lengua, valga decir, aprendió desde la infancia y continuó hablando a lo largo de su vida—, aquellas telas tejidas con los mil colores de la naturaleza y con figuras geométricas entremezcladas que de niño viera hilar a sus tías maternas en su Pomabamba natal con la paciencia de una vida dedicada al oficio.

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Tras dos décadas de trabajo en la abstracción, en 1973 su obra retornó al dominio figurativo. Resultado de un viaje que hiciera a la República Dominicana, enviado por la Organización de Naciones Unidas como promotor artesanal gracias a su labor realizada en la artesanía artística, su paleta se impregnó de la exuberancia del Caribe y comenzaron a gestarse esas figuras que terminarían siendo icónicas de su universo creativo: los guerreros.

Seres imaginarios que, hieráticos, se yerguen, adustos y silenciosos, en el centro de la composición; ornados con penachos barrocos e improbables, pintados con los colores, muchas veces sombríos, de la imaginación, compuestos con los seres más variados de la fauna y la flora americanas. Figuras rodeadas de toda la riqueza de nuestras tierras, casi como si el universo entero emanara de aquellos seres inquietantes que observan al espectador con la mirada determinada y sutil, a veces ingenua, a veces desafiante, que el pincel de Armando Villegas daba a sus personajes. Seres fantásticos y ricos que, en una alusión tácita pero evidente al primer apellido de su segunda esposa (Sonia Guerrero Dah-Dah), terminarían por definir la impronta del maestro.

El ingenio siempre vivo de Armando Villegas habría de volver a la abstracción a la vez que crearía esculturas con todos los objetos que encontraba en su taller y en todos los rincones de la casa: balones de fútbol, estuches de joyería, guantes de cocina, monedas que habían pasado por cientos de manos, abrigos de tela guardados en armarios recónditos, zapatos usados y hasta trapos que desechaban sus estudiantes al terminar las clases. Todos esos objetos transfigurados se fueron convirtiendo, gracias a su labor de artista, en esculturas blandas y en collages; piezas que constituyen una de las producciones menos conocidas de su conjunto artístico, sin ser menos logradas ni menos considerables. Signos inequívocos de la invención siempre fértil de Villegas y de la indiscutible actualidad de su obra.

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Perteneció Armando Villegas a una generación notable de artistas plásticos colombianos, compendiada en aquella fotografía célebre que tomara Hernán Díaz y en la que aparecía retratado Villegas junto a Alejandro Obregón, Guillermo Wiedemann, Eduardo Ramírez Villamizar, Fernando Botero y Enrique Grau. La animadversión de Marta Traba y la superficialidad de cierto público con un ojo más educado para los chismes de salón que para la apreciación estética quisieron excluir de esa generación a Armando Villegas y quisieron acallar una obra que descuella y habla por sí sola. Muchas veces se publicó una versión editada de la fotografía en la que se había recortado la figura de Villegas. Necedad inocua e ingenua que desconoce el hecho de que la grandeza no puede objetarse ni editarse. Allí siguen sus 15.000 obras hechas en vida hablándoles a los espectadores en museos y colecciones privadas y públicas; allí siguen los guerreros, impasibles, exornando con su belleza y su misterio las estancias del mundo, desafiando el paso acelerado del tiempo.

Armando Villegas se quedó para siempre. Tres cuartas partes del camino de su vida las anduvo en Colombia, sus dos esposas y los hijos de sus dos matrimonios fueron colombianos y en 1993 le fue concedida la nacionalidad. Central y definitiva fue también su tarea como gestor cultural. Fundó el Museo Bolivariano de Arte Contemporáneo en la Quinta de San Pedro Alejandrino, en Santa Marta, y fue su primer director. Constituyó la Fundación Armando Villegas para que, tras su partida, velara por la integridad de su legado artístico y para que su casa se convirtiera en museo, y puedan de este modo los colombianos apreciar las obras del maestro Villegas y de su colección privada, así como las piezas precolombinas que compiló en vida y que la familia Villegas Guerrero donó al Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH): un conjunto de obras que la Fundación custodia con celo y juicio. El proyecto de ese museo es cada vez más una realidad gracias a los buenos oficios de Daniel Villegas, el menor de los hijos del artista y director encargado de la Fundación Villegas, y a Sonia Guerrero, presidenta de la Fundación.

El 29 de diciembre moría a los ochenta y siete años de edad Armando Villegas y dejaba tras de sí más de 15.000 obras de todos los formatos y técnicas, desde miniaturas en óleo o en acuarela hasta murales de seis metros de largo y esculturas de hierro o madera de más de dos metros de altura.

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El final de su carrera fue una espiral de creación y logros. No conoció el desánimo y frente a las adversidades de la vida respondió con empeño y trabajo. Nunca desfalleció, ni siquiera cuando padeció un cáncer terrible y continuó trabajando con dedicación y empeño.

El jueves 19 de diciembre de 2013, el mismo año en el que el maestro Armando Villegas había sido nominado para el premio Príncipe de Asturias en la categoría de artes, subió a descansar a su habitación tras firmar la que sería su última obra: una pintura sobre una toalla que, con sus tonos pálidos y languidecientes y sus trazos tenues, anunciaba su despedida. Fue el punto final a una vida de trabajo y creación sin límites, de entrega al arte y generosidad con su continente. Aquella obra fue su adiós postrero. Hace una década nos dejó Armando Villegas, sí, pero también nos dejó una obra inmensa que desde hace años retrata con maestría el sincretismo cultural y anímico que significa ser americano, cifrado, tal vez, en esa mirada sibilina y hermética de sus guerreros impasibles.

Por Juan David Zuloaga- @D_Zuloaga- juandavidzuloaga@yahoo.com

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