Los hechos en primera fila: dos obras sobre periodistas de investigación
Ensayo del profesor y editor de la revista Educación Estética, de la Universidad Nacional de Colombia, sobre el documental “Breslin y Hamill: las voces de Nueva York” y el libro “Aquí no ha habido muertos”.
Pablo Castellanos / Especial para El Espectador
En 2018, vieron la luz dos obras que permiten observar características de los periodistas de investigación. Primero, el documental Breslin y Hamill: las voces de Nueva York, producido por HBO y dirigido por John Block, Jonathan Alter y Steve McCarthy; luego, el libro titulado Aquí no ha habido muertos. Una historia de asesinato y negación en Colombia, escrito por Maria McFarland y publicado por la editorial Planeta. (Recomendamos: Otro ensayo de Pablo Castellanos sobre el papel de los animales en el cine).
El documental permite conocer de cerca la vida pública (historias, testimonios, polémicas, debates, acontecimientos), la vida privada (familia, amigos) y algo de la vida secreta de Jimmy Breslin y Pete Hamill, reporteros que brillaron en los años setenta, ochenta y parte de los noventa del siglo pasado. Este filme –apoyado en videos e imágenes de archivo, así como en entrevistas concedidas por sus protagonistas y otros personajes– alterna esas dos voces, para reproducir la resonancia que tuvieron en la época.
Durante un tiempo, coincidieron en el periódico Daily News. Breslin fue columnista del New York Herald Tribune, mientras Hamill, columnista y editor de The New York Post. Según los colegas entrevistados, Breslin contaba “de un puñetazo” (de manera fresca, concisa, coloquial) lo que había sucedido el día anterior en la ciudad, mientras que Hamill sumergía al lector en una especie de novela francesa, donde se describía la atmósfera con las luces que se atisban de los edificios. Sobre el estilo de su escritura, ambos comparten una lección escolar: “Sujeto, verbo y complemento. Esa era toda la historia. Sustantivos concretos, verbos activos. Nos enseñaros de esa forma”. Estas fueron las bases del Nuevo Periodismo norteamericano que ellos representaron, caracterizado por usar las técnicas específicas de la ficción, pero siendo fieles a los hechos.
Breslin comenzó su carrera en 1951 cubriendo un partido de béisbol entre los Gigantes y los Dodgers. En el año de 1963, ya estaba registrando sucesos tan desgarradores para EE. UU. como el asesinato de John F. Kennedy. En esta oportunidad, siguió la noticia más allá de la conferencia de prensa oficial: escribió un artículo sobre quienes estuvieron en la sala de emergencias adonde llevaron a Kennedy, y otro sobre el sepulturero que sentía el honor de cavar en su día de descanso la tumba del presidente por tres dólares la hora. En enero del 65, cubrió con pesadumbre el asesinato de Malcolm X.
Para el año 1984, algunos consideraban que Breslin era el único que sacaba la cara por el periodismo local, que parecía estar ausente en Nueva York. Lo anterior se muestra en su artículo sobre un supuesto acto en defensa propia: “Un hombre hirió a cuatro personas en el Metro, dos de ellas en la espalda, y se dio a la fuga. Uno de los heridos en la espalada tiene 19 años, y pasará el resto de su vida en una silla de ruedas. Algunos alabaron al agresor. Se aplaude la falta de ley, mientras Nueva York vive su momento más amargo cuando las personas se han convertido en lo mismo que odian. ¿Habría disparado el hombre y la gente estaría feliz, si los cuatro heridos fueran blancos? Casi nadie quiere escuchar esa pregunta, porque apagaría la celebración”.
Respecto de los problemas raciales en la gran ciudad, para 1965 Hamill –admirador de Breslin– ya se había iniciado en el periodismo con reportajes enérgicos, por ejemplo, sobre la marcha de los afroamericanos en Alabama que “se levantaron del polvo de las calles en que los blancos los habían mantenido siempre, para exigir el derecho a votar, que es el inicio del derecho a vivir”. Un año después, estaba ocupado en relatar la brutalidad de la guerra de Vietnam, y se fijaba en un pesado día que había tenido Martin Luther King en Chicago. En el 77, Hamill se refería al duro impacto del invierno en un barrio pobre de Nueva York, donde no se contaba desde hacía un año con calefacción.
En abril de 1989, una mujer blanca que hacía ejercicio en Central Park sería violada y casi asesinada a golpes. De inmediato, la policía apresó a cinco adolescentes negros, quienes fueron acusados y condenados por el crimen. Mientras se adelantaba el proceso de acusación, el entonces joven empresario Donald Trump apareció en los medios para decir que había que odiar y matar a esos “criminales”, y pagó un anuncio de página completa en varios periódicos clamando por el regreso de la pena de muerte: “Bring Back the Death Penalty. Bring Back Our Police!”, decía el encabezado del anuncio, que claramente insinuaba que se podía prescindir de la justicia cuando los supuestos culpables son personas negras.
Hamill, quien fue uno de los primeros en ver que la estrategia de Trump para favorecer su popularidad era alentar la división (en este caso, avivando el odio racial en Nueva York), escribió enseguida: “Los gruñidos, la insensibilidad, su dureza fraudulenta, la insistencia en las virtudes de la estupidez [...]. El odio era solo otro lujo. Y Trump se paró desnudo como vocero de esa ínfima minoría de estadounidenses, que llevan vidas bien resguardadas. Olvida la pobreza y sus causas. Olvida el deterioro y la miseria de millones. Fríanlos, llévenlos a la pasividad”. Trece años después, la justicia tendría que reconocer que los condenados eran inocentes. Sin saber esto, Hamill había sido acertado en su crítica a un Trump incapaz de reconocer la relación que existe entre la injusticia y la desigualdad social.
De la mano de otros momentos estelares de su carrera como periodistas, el documental resalta los rasgos que definieron a Breslin y Hamill, como la convicción de estar del lado del hombre común, la sensibilidad del obrero y la poesía de la calle.
A propósito de la conciencia social de los periodistas, McFarland escribe una historia imprescindible sobre la muchas veces negada violencia en Colombia de las décadas de 1990 y 2000, cuyos graves peligros y problemas fueron revelados y enfrentados con integridad por tres hombres, considerados héroes por la autora: primero, Jesús María Valle, abogado y defensor de los derechos humanos asesinado después de denunciar en 1996 que paramilitares (extrañamente relacionados con el ejército) estaban matando campesinos, conductores de bus y tenderos en el municipio de Ituango; luego, Iván Velásquez, quien le siguió la pista a las denuncias de Valle y llevó a cabo una investigación judicial sistemática que desentrañó el creciente fenómeno del paramilitarismo en los años noventa y, luego, el de la parapolítica, que fue como se conocieron los vínculos de más de sesenta congresistas o candidatos al Congreso con los paramilitares; por último, el periodista Ricardo Calderón, cuyas revelaciones sobre el paramilitarismo y la parapolítica en columnas para la revista Semana coincidieron con los resultados de las investigaciones de Velásquez.
Al igual que Breslin, Calderón se inició en la reportería cubriendo deportes. Acerca de su trabajo periodístico de madurez, McFarland analiza dos artículos: uno fue publicado en agosto de 2008, y el otro, en febrero de 2009. En el primero, explica la autora, Calderón reveló que paramilitares ingresaron a la Casa de Nariño en Bogotá para brindarles información a funcionarios del gobierno en su proyecto por desacreditar y sabotear las investigaciones de la Corte Suprema de Justicia sobre la parapolítica. Este artículo, anota ella, causó un escándalo nacional, con todas las noticias de los medios cubriendo esos descubrimientos.
El segundo artículo dio a conocer las interceptaciones ilegales que hizo sistemáticamente el DAS. Al respecto, escribe McFarland: “Basado en las declaraciones de más de treinta testigos y participantes en los eventos, al igual que de un vasto número de documentos y grabaciones de audio, Calderón describió una agencia de inteligencia que, en vez de enfocarse en las verdaderas amenazas a la seguridad nacional, había invertido gran parte de sus recursos en espiar gente (magistrados, periodistas, políticos) que percibía como enemiga de la administración Uribe”. La autora comenta que la profundidad del conocimiento de Calderón sobre el crimen organizado en el país le valió al jefe de entonces de la Policía Nacional para expresar que este periodista podría ser la persona mejor informada en Colombia.
Otra de sus recordadas investigaciones se desarrolló en 2013. Según relata McFarland, Calderón estaba tras la pista de la corrupción en la cárcel militar de Tolemaida. Él había encontrado que “muchos de los 269 miembros del ejército que estaban presos allí y que habían sido condenados por crímenes terribles, disfrutaban de privilegios extraordinarios: recibían su salario cuando no debían hacerlo, organizaban fiestas, sus familiares los acompañaban por las noches e incluso se les permitía salir de la cárcel para irse de vacaciones o a clubes nocturnos de la zona”. El 2 de mayo de ese año, cuenta la autora, el periodista salió de la ciudad para reunirse con una fuente que tenía información sobre tal caso. Al atardecer, de regreso a su casa, Calderón hizo un alto en la carretera y se bajó de su carro. De pronto, “vio dos manos que empezaron a dispararle. Corrió y se tiró a una zanja, sin respirar”. Salió ileso, aunque sin poder sentir las piernas por la conmoción del ataque.
Del talante de Calderón habla el afiche que tenía colgado en su oficina en 2009, reproducido por McFarland en el libro. Es la portada de un número de la revista Le Nouvel Observateur, en la que aparece la imagen de un revolver cuyo cañón se curva hasta convertirse en una pluma de escribir. Debajo de la imagen se lee la frase: “Le pouvoir des journalistes”, lo que simboliza el poder del periodismo para narrar los hechos y contribuir a que la verdad se abra camino.
Las obras evocadas muestran la labor de Breslin, Hamill y Calderón, quienes se insertan en la tradición del periodismo de investigación. Persiguieron las noticias en las calles, escribieron sus historias en salas de redacción ruidosas y activas día y noche, o en el silencio de su privacidad. Para ellos, la información es un derecho; de ahí su interés por esclarecer los hechos, de ahí el noctambulismo que evidencia su aplicación a la labor paciente y rigurosa, de ahí su poder de deducción inspirado en los detectives razonadores de la novela policial.
Esta tradición se diferencia claramente del periodismo que se pliega a los poderosos. De esos medios de comunicación que, por ejemplo, se pusieron al servicio de Joseph McCarthy, el senador republicano estadounidense que sería objeto de la reprobación pública y el desprestigio por generar de manera compulsiva acusaciones insustentables y titulares de prensa sensacionalistas, con los que esperaba ganar más popularidad.
En 2018, vieron la luz dos obras que permiten observar características de los periodistas de investigación. Primero, el documental Breslin y Hamill: las voces de Nueva York, producido por HBO y dirigido por John Block, Jonathan Alter y Steve McCarthy; luego, el libro titulado Aquí no ha habido muertos. Una historia de asesinato y negación en Colombia, escrito por Maria McFarland y publicado por la editorial Planeta. (Recomendamos: Otro ensayo de Pablo Castellanos sobre el papel de los animales en el cine).
El documental permite conocer de cerca la vida pública (historias, testimonios, polémicas, debates, acontecimientos), la vida privada (familia, amigos) y algo de la vida secreta de Jimmy Breslin y Pete Hamill, reporteros que brillaron en los años setenta, ochenta y parte de los noventa del siglo pasado. Este filme –apoyado en videos e imágenes de archivo, así como en entrevistas concedidas por sus protagonistas y otros personajes– alterna esas dos voces, para reproducir la resonancia que tuvieron en la época.
Durante un tiempo, coincidieron en el periódico Daily News. Breslin fue columnista del New York Herald Tribune, mientras Hamill, columnista y editor de The New York Post. Según los colegas entrevistados, Breslin contaba “de un puñetazo” (de manera fresca, concisa, coloquial) lo que había sucedido el día anterior en la ciudad, mientras que Hamill sumergía al lector en una especie de novela francesa, donde se describía la atmósfera con las luces que se atisban de los edificios. Sobre el estilo de su escritura, ambos comparten una lección escolar: “Sujeto, verbo y complemento. Esa era toda la historia. Sustantivos concretos, verbos activos. Nos enseñaros de esa forma”. Estas fueron las bases del Nuevo Periodismo norteamericano que ellos representaron, caracterizado por usar las técnicas específicas de la ficción, pero siendo fieles a los hechos.
Breslin comenzó su carrera en 1951 cubriendo un partido de béisbol entre los Gigantes y los Dodgers. En el año de 1963, ya estaba registrando sucesos tan desgarradores para EE. UU. como el asesinato de John F. Kennedy. En esta oportunidad, siguió la noticia más allá de la conferencia de prensa oficial: escribió un artículo sobre quienes estuvieron en la sala de emergencias adonde llevaron a Kennedy, y otro sobre el sepulturero que sentía el honor de cavar en su día de descanso la tumba del presidente por tres dólares la hora. En enero del 65, cubrió con pesadumbre el asesinato de Malcolm X.
Para el año 1984, algunos consideraban que Breslin era el único que sacaba la cara por el periodismo local, que parecía estar ausente en Nueva York. Lo anterior se muestra en su artículo sobre un supuesto acto en defensa propia: “Un hombre hirió a cuatro personas en el Metro, dos de ellas en la espalda, y se dio a la fuga. Uno de los heridos en la espalada tiene 19 años, y pasará el resto de su vida en una silla de ruedas. Algunos alabaron al agresor. Se aplaude la falta de ley, mientras Nueva York vive su momento más amargo cuando las personas se han convertido en lo mismo que odian. ¿Habría disparado el hombre y la gente estaría feliz, si los cuatro heridos fueran blancos? Casi nadie quiere escuchar esa pregunta, porque apagaría la celebración”.
Respecto de los problemas raciales en la gran ciudad, para 1965 Hamill –admirador de Breslin– ya se había iniciado en el periodismo con reportajes enérgicos, por ejemplo, sobre la marcha de los afroamericanos en Alabama que “se levantaron del polvo de las calles en que los blancos los habían mantenido siempre, para exigir el derecho a votar, que es el inicio del derecho a vivir”. Un año después, estaba ocupado en relatar la brutalidad de la guerra de Vietnam, y se fijaba en un pesado día que había tenido Martin Luther King en Chicago. En el 77, Hamill se refería al duro impacto del invierno en un barrio pobre de Nueva York, donde no se contaba desde hacía un año con calefacción.
En abril de 1989, una mujer blanca que hacía ejercicio en Central Park sería violada y casi asesinada a golpes. De inmediato, la policía apresó a cinco adolescentes negros, quienes fueron acusados y condenados por el crimen. Mientras se adelantaba el proceso de acusación, el entonces joven empresario Donald Trump apareció en los medios para decir que había que odiar y matar a esos “criminales”, y pagó un anuncio de página completa en varios periódicos clamando por el regreso de la pena de muerte: “Bring Back the Death Penalty. Bring Back Our Police!”, decía el encabezado del anuncio, que claramente insinuaba que se podía prescindir de la justicia cuando los supuestos culpables son personas negras.
Hamill, quien fue uno de los primeros en ver que la estrategia de Trump para favorecer su popularidad era alentar la división (en este caso, avivando el odio racial en Nueva York), escribió enseguida: “Los gruñidos, la insensibilidad, su dureza fraudulenta, la insistencia en las virtudes de la estupidez [...]. El odio era solo otro lujo. Y Trump se paró desnudo como vocero de esa ínfima minoría de estadounidenses, que llevan vidas bien resguardadas. Olvida la pobreza y sus causas. Olvida el deterioro y la miseria de millones. Fríanlos, llévenlos a la pasividad”. Trece años después, la justicia tendría que reconocer que los condenados eran inocentes. Sin saber esto, Hamill había sido acertado en su crítica a un Trump incapaz de reconocer la relación que existe entre la injusticia y la desigualdad social.
De la mano de otros momentos estelares de su carrera como periodistas, el documental resalta los rasgos que definieron a Breslin y Hamill, como la convicción de estar del lado del hombre común, la sensibilidad del obrero y la poesía de la calle.
A propósito de la conciencia social de los periodistas, McFarland escribe una historia imprescindible sobre la muchas veces negada violencia en Colombia de las décadas de 1990 y 2000, cuyos graves peligros y problemas fueron revelados y enfrentados con integridad por tres hombres, considerados héroes por la autora: primero, Jesús María Valle, abogado y defensor de los derechos humanos asesinado después de denunciar en 1996 que paramilitares (extrañamente relacionados con el ejército) estaban matando campesinos, conductores de bus y tenderos en el municipio de Ituango; luego, Iván Velásquez, quien le siguió la pista a las denuncias de Valle y llevó a cabo una investigación judicial sistemática que desentrañó el creciente fenómeno del paramilitarismo en los años noventa y, luego, el de la parapolítica, que fue como se conocieron los vínculos de más de sesenta congresistas o candidatos al Congreso con los paramilitares; por último, el periodista Ricardo Calderón, cuyas revelaciones sobre el paramilitarismo y la parapolítica en columnas para la revista Semana coincidieron con los resultados de las investigaciones de Velásquez.
Al igual que Breslin, Calderón se inició en la reportería cubriendo deportes. Acerca de su trabajo periodístico de madurez, McFarland analiza dos artículos: uno fue publicado en agosto de 2008, y el otro, en febrero de 2009. En el primero, explica la autora, Calderón reveló que paramilitares ingresaron a la Casa de Nariño en Bogotá para brindarles información a funcionarios del gobierno en su proyecto por desacreditar y sabotear las investigaciones de la Corte Suprema de Justicia sobre la parapolítica. Este artículo, anota ella, causó un escándalo nacional, con todas las noticias de los medios cubriendo esos descubrimientos.
El segundo artículo dio a conocer las interceptaciones ilegales que hizo sistemáticamente el DAS. Al respecto, escribe McFarland: “Basado en las declaraciones de más de treinta testigos y participantes en los eventos, al igual que de un vasto número de documentos y grabaciones de audio, Calderón describió una agencia de inteligencia que, en vez de enfocarse en las verdaderas amenazas a la seguridad nacional, había invertido gran parte de sus recursos en espiar gente (magistrados, periodistas, políticos) que percibía como enemiga de la administración Uribe”. La autora comenta que la profundidad del conocimiento de Calderón sobre el crimen organizado en el país le valió al jefe de entonces de la Policía Nacional para expresar que este periodista podría ser la persona mejor informada en Colombia.
Otra de sus recordadas investigaciones se desarrolló en 2013. Según relata McFarland, Calderón estaba tras la pista de la corrupción en la cárcel militar de Tolemaida. Él había encontrado que “muchos de los 269 miembros del ejército que estaban presos allí y que habían sido condenados por crímenes terribles, disfrutaban de privilegios extraordinarios: recibían su salario cuando no debían hacerlo, organizaban fiestas, sus familiares los acompañaban por las noches e incluso se les permitía salir de la cárcel para irse de vacaciones o a clubes nocturnos de la zona”. El 2 de mayo de ese año, cuenta la autora, el periodista salió de la ciudad para reunirse con una fuente que tenía información sobre tal caso. Al atardecer, de regreso a su casa, Calderón hizo un alto en la carretera y se bajó de su carro. De pronto, “vio dos manos que empezaron a dispararle. Corrió y se tiró a una zanja, sin respirar”. Salió ileso, aunque sin poder sentir las piernas por la conmoción del ataque.
Del talante de Calderón habla el afiche que tenía colgado en su oficina en 2009, reproducido por McFarland en el libro. Es la portada de un número de la revista Le Nouvel Observateur, en la que aparece la imagen de un revolver cuyo cañón se curva hasta convertirse en una pluma de escribir. Debajo de la imagen se lee la frase: “Le pouvoir des journalistes”, lo que simboliza el poder del periodismo para narrar los hechos y contribuir a que la verdad se abra camino.
Las obras evocadas muestran la labor de Breslin, Hamill y Calderón, quienes se insertan en la tradición del periodismo de investigación. Persiguieron las noticias en las calles, escribieron sus historias en salas de redacción ruidosas y activas día y noche, o en el silencio de su privacidad. Para ellos, la información es un derecho; de ahí su interés por esclarecer los hechos, de ahí el noctambulismo que evidencia su aplicación a la labor paciente y rigurosa, de ahí su poder de deducción inspirado en los detectives razonadores de la novela policial.
Esta tradición se diferencia claramente del periodismo que se pliega a los poderosos. De esos medios de comunicación que, por ejemplo, se pusieron al servicio de Joseph McCarthy, el senador republicano estadounidense que sería objeto de la reprobación pública y el desprestigio por generar de manera compulsiva acusaciones insustentables y titulares de prensa sensacionalistas, con los que esperaba ganar más popularidad.