Osuna: los héroes también recorren caminos de tinta
Héctor Daniel Osuna Gil cumple 65 años como uno de los caricaturistas más importantes en la historia del país. Este es un homenaje a un hombre que se hizo a punta de convicción, independencia y tenacidad. Un texto que terminó reflejando una de las mil caras del héroe.
Juliana Vargas
“Descubrí que podía decir las cosas con color y formas, cosas que no podía decir de otra manera porque no encontraba las palabras”. Georgia O’Keeffe
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“Descubrí que podía decir las cosas con color y formas, cosas que no podía decir de otra manera porque no encontraba las palabras”. Georgia O’Keeffe
Todo arte se reduce a la necesidad instintiva de decir algo, a menos que el artista quiera morir. Morir bajo el manto de la rutina, morir entre operaciones sin sentido, morir viendo el horizonte opresivo, morir en un torbellino infernal de pensamientos que no encuentran un papel, un lienzo, un verso. El arte es un acto de supervivencia.
Héctor Daniel Osuna Gil es una de estas personas que, a falta de alguna otra actividad que lo hiciera abstraerse del sinsentido, la opresión y los vientos que giran y giran, se encadenó al dibujo. Primero intentó entrar al seminario y formarse como jesuita, pero abandonó la vida religiosa. Luego, entró al Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, pero no terminó de estudiar Derecho. No en vano tuvo unos padres también artistas. Su madre se graduó de Bellas Artes y su padre trabajaba en varias imprentas editoriales, así que no es extraño que ambos lo exhortaran a seguir su vocación. A la larga, el papel sería su templo y la crítica ácida sus leyes cuando, el 6 de marzo de 1959, comenzó su carrera en El Siglo.
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Como casi todo inicio en el arte, no fue suficiente realizar su trabajo y esperar a que su disciplina hiciera el resto. Tuvo que tocar una puerta y esperar que detrás de ella apareciera un mecenas. El antropólogo y mitólogo Joseph Campbell sostiene que todos los mitos de los héroes siguen la misma estructura, y si esto es así, tal vez nuestras vidas también. La primera fase de la aventura es la partida, en la que el héroe vive en el mundo ordinario y recibe una llamada para una aventura. Generalmente, el héroe no está seguro de seguir esta invitación; no obstante, es ayudado por una figura mentora que le da consejos y lo convence de seguir la llamada. Para Héctor Osuna, Álvaro Gómez Hurtado fue aquella figura y mecenas que le recibió los bocetos a un joven de 22 años que no esperaba nada cuando tocó a la puerta del director de El Siglo y, sin dudarlo, al día siguiente le publicó un general Rojas Pinilla poniéndose de ruana al Senado de la República.
A partir de ese momento, Colombia fue testigo de unas caricaturas que han capturado no solo la fisonomía de quienes han manejado sus riendas, sino también, a través de ellos, la historia de este país tan agobiado y doliente, tan impetuoso y paciente, esperando que la tormenta y la oscuridad pasen. No es extraño que precisamente sea la caricatura el estilo de arte que logró esto. “Caricatura” viene del verbo “cargar” y, en efecto, los dibujos de Osuna cargaron con la malicia, mentira y cobardía, para transformarlas en los rasgos exagerados y puestos al descubierto por un explorador de las pasiones humanas.
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Esta evolución no fue lineal. Fue becado para estudiar pintura en España, bajo la dirección de un segundo mentor llamado Pedro Marcos Bustamante. Al regresar a Colombia, montó su estudio y se dedicó de tiempo completo a pintar retratos al óleo. No obstante, al poco tiempo robaron varias de sus obras y herramientas. Ah, pero Osuna ya había traspasado el primer umbral del camino del héroe. Ya estaba destinado a ser el artista inclemente de Colombia. Un nuevo acontecimiento histórico era una prueba más para este héroe que había tomado el lápiz a modo de espada. Dicen que no solo las armas se forjan, sino también sus portadores, y así fue como Osuna se forjó con cada pincelada que, desde mediados del siglo XX, El Espectador le publicó. Aprendió a no dejar nada suelto, a que todos los detalles tuvieran algún significado; no fue muy amigo de las figuras retóricas y se decantó por los mensajes directos. Su tira se llamaba Rasgos y Rasguños y, en efecto, rasguños era lo que representaba Osuna con sus obras. Presidentes, congresistas, ministros, fiscales, militares, religiosos, revolucionarios… Todo el muestreo del poder en Colombia ha quedado con cicatrices después de enfrentarse al lápiz de Osuna.
La tinta china fue y vino en vaivenes que, con cada oleaje, creaba una obra más. Se sirvió de la mascota de Alfonso López Michelsen para plasmar sus críticas. En la época de Julio César Turbay dibujó caballos a modo de represión. Ha dibujado elefantes demasiado grandes para ser ignorados, basura que caía de ciertos camiones que aún están parqueados en Briceño, presidentes con los ojos bajo un gran casco… Los símbolos fueron y vinieron en trazos aparentemente sencillos que, sin embargo, desnudaron el alma. De este modo, Osuna atacó a todos los enemigos que se han cruzado en su aventura. Sencillamente, los desarmó atravesando las apariencias hasta llegar al núcleo de sus almas.
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A lo largo de este periplo, el héroe obtuvo dos premios nacionales de periodismo y otros premios Simón Bolívar a la Vida y obra de un periodista que, de hecho, rechazó hasta el 2014. Regresó con un elixir porque ningún héroe vuelve al mundo ordinario siendo el mismo. De esa forma, transformado por las pasiones que exploró, los personajes que retrató y los símbolos que le ayudaron a interpretar este país, el maestro Osuna ahora vive en Cajicá, donde fue reconocido como uno de sus residentes ilustres “por su gestión y aporte en beneficio de la sociedad cajiqueña”.
En su refugio, este héroe vive entre el óleo y la tinta que lo han protegido durante 65 años de oficio y lo hicieron el artista inclemente de Colombia. Inclemente porque no de otra forma podría haber sido alguien que se aferró a la libertad, ni podría haber sido un héroe al que la libertad bendijo con la posibilidad de representar aquello que no se ve a simple vista. Quizás, al pasar por el parque principal de Cajicá, Osuna se ve reflejado en el águila que él mismo sugirió desempolvar para que se levantara como símbolo de libertad del pueblo.
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Quizás, Osuna rechazó varios premios porque la verdadera recompensa estaba en la capacidad de obrar sin ningún tipo de impedimento. Estaba en la capacidad de ser responsable de su obra sin las ataduras de un partido político, de alguno de tantos personajes ilustres que han pasado por su pluma, de alguna ideología en particular. La meta última de su camino del héroe estaba en transformarse en águila. Así es como, aun recluido en su refugio en Cajicá, convirtió su lápiz en una especie de arma mágica que lo hizo levantar el vuelo para poder ver las vicisitudes de este país en toda su dimensión.
“Quienes lo conocemos de frente pensamos que es un hombre que calza varios números más grande que él. Para calificarlo solo existe un adjetivo que por falta de uso está a punto de ser un arcaísmo: atildado. Todo en él es de un rigor sacramental: su atuendo metódico, su urbanidad milimétrica, su edad de niño. Uno podría creer que su sentido más útil es el de la vista. Pero hablando con él se descubre que no está tan pendiente de los gestos como de los pensamientos menos pensados que se quieren esconder detrás de las palabras”, escribió Gabriel García Márquez sobre él. Es una descripción tremendamente justa de la persona que construyó Héctor Osuna con los años. Una persona que hizo del arte una profesión, un estilo de vida y, sobre todo, un acto de supervivencia.
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