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Una señora vestida con camisa y pantalón negro abre una reja, con cara de sorpresa. Al parecer no esperaba a dos comensales adicionales o al menos no a esa hora. Un hombre ataviado de verde le explica quiénes son aquellos infiltrados. No hay tiempo de observar el movimiento en las mesas, como de seguro les pasa a los meseros, porque la verdadera acción no ocurre afuera, sino en la cocina. “Deben intentar adelgazar para que quepan, el espacio no es muy grande”, nos advierte una mujer, quien lleva un delantal azul cubierto de harina, sus manos también lo están, aunque intenta limpiarse el polvo blanco antes de saludar. Habla español, o mejor dicho, ítalo-español. Ella es italiana y chef: es Viviana Varese y el sábado 11 de febrero decidió apoderarse de la cocina del restaurante El Casual, de Leo Espinosa, para brindar una noche de pizzas, algo que no pasaría en su restaurante Viva, en Milán, porque allá no ofrece este plato, aunque pronto eso cambiará.
En septiembre abrirá un nuevo restaurante en aquella histórica y legendaria ciudad italiana, con más de un millón de habitantes. En aquella donde, dos veces al año, las casas de moda Gucci, Prada y Dolce & Gabbana, entre otras, presentan sus colecciones otoño-invierno y primavera-verano: la Semana de la Moda de Milán. En siete meses, cuando se realice la segunda ronda del evento, quizá los asistentes puedan disfrutar de las pizzas de Varese, hechas con pasta artesanal, trigo antiguo, de ese que no llega a Colombia. Como dice Leonor Espinosa: “Acá tenemos la concepción de que la comida italiana es barata y que es solo pasta, pero la que llega ni siquiera es la que uno se puede comer en Europa”.
Aquel sábado, la chef colombiana lleva un chaleco negro encima de una camiseta blanca, un pantalón de cuero y unos tenis negros con líneas rojas a los lados. No lleva delantal. Ella solo pasa a ver el movimiento en su cocina y no a cocinar. Viviana Varese es quien está a cargo y prepara, cerca de un horno de leña, algunas de las pizzas que sirven esa noche. Entonces, coge una pala para meter una pizza en medio de una hoguera, en el horno. Luego, también tira unos palos. No es la única que hace algo en ese momento. Son siete personas más las que están en la cocina. Normalmente serían cinco, pero Varese se trajo de Italia a dos de sus cocineros: Ida y Matteo. Ella lleva siete años trabajando con Varese, y él, diez. Comenzaron en Milán, pero ahora ambos laboran en Sicilia, porque la chef tiene dos restaurantes allí. “Yo paso una tercera parte de mi vida en Milán, otra tercera parte en Sicilia y otra viajando”. Pero antes era distinto.
Cuando tenía 21 años su padre falleció, a raíz de eso decidió regresar a su hogar. Dos años antes había emprendido un negocio de licor con su hermano: preparaban limoncello artesanal. Pero tras la muerte de su padre decidió hacerse cargo del restaurante familiar, donde empezó trabajando como pizzera los fines de semana, a los 13 años, aunque desde los siete ya amasaba la harina de la pizza junto a su papá. “Me gustaba trabajar y mi papá me pagaba, así que yo podía comprar lo que quería”. Para esa época, no se imaginaba pasar su vida laborando en un restaurante, porque “era un trabajo de mucho sacrificio, que no tenía horario y en donde los cocineros eran vistos como la peor clase del mundo, como borrachos”.
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Pensó que con el tiempo cambiaría de trabajo, que tal vez se convertiría en fisioterapeuta o economista, “pero era mucho tiempo que había que estudiar y yo quería empezar a trabajar rápido”. Y así lo hizo y lo sigue haciendo, aunque al menos ahora puede vacacionar de vez en cuando. Y es que los primeros cinco años, después de asumir la dirección del restaurante de sus padres, prefirió no tomar ni un solo día de descanso. “Yo creo que no está bien descansar cuando haces empresa por tu cuenta, sino enfocarte en tu proyecto”. Entonces, se dedicó a pagar las deudas que tenía, aunque lo siguió haciendo después de aquellos años, “pero eso es normal cuando haces empresa”.
En realidad, cuando está de vacaciones también trabaja: “Cuando voy a comer algo, miro los ingredientes”. Aunque ni siquiera lo que hace a diario lo considera un trabajo, pues lo define como su pasión. “Cuando tienes un trabajo que es tu vida, no importan las horas ni los días”. Quizá por eso no tuvo ningún problema al ofrecer una noche de pizzas en dos horarios: 6:30 p.m. y 9:30 p.m. Pero hay algo que, en algún momento de esa noche, empieza a preocuparle. La pizza se está acabando porque no hay suficiente masa preparada. Uno de los cocineros les transmite aquella información a los meseros. Entonces, Varese pregunta en particular por una persona: Laura. Se asegura de los platos que ella ha consumido. A Laura no la esperaban a las 6:30 p.m. Laura está anotada en el segundo horario, igual que Sebastián, pero él también se adelantó.
Nadie se queda sin pizza. Uno de los cocineros va chuleando en una lista los platos que van sacando y llevando. Hay otra lista colgada cerca de una montaña de platos que están sobre un horno de pizza. Antes de salir de la cocina, los platos pueden llegar a pasar por tres manos. “¿Qué llevo acá, mi rey?”, pregunta uno de los meseros. Porque cada vez que lleva un plato a la mesa, le informa a los comensales el tipo de pizza que están consumiendo, que esa noche son seis variedades, acompañadas por dos clases de vino. Mientras tanto, en la cocina algo se está quemando y no es la comida. Un papel está incinerando la basura. El incendio es mínimo, así que se logra contener. Al parecer, casi nadie se da cuenta de ello. No hay comentarios al respecto, solo una conversación entre dos hombres.
Viviana Varese está rodeada en aquella cocina, que está dividida en tres espacios, sobre todo por hombres. Algo distinto sucede en una heladería artesanal y pastelería que abrió el año pasado. Allí todas son mujeres. Al principio eran ocho, pero ahora son cuatro. Ellas no solo trabajan en aquel lugar, sino que aprenden al mismo tiempo. Durante la pandemia, Varese pensó que su próximo proyecto debía tener un objetivo muy grande, que no solo fuera dinero. Escuchando transmisiones de radio, se dio cuenta de que la violencia doméstica estaba aumentando, entonces llamó a una asociación de mujeres, les contó de su proyecto y su interés por trabajar con mujeres que quisieran aprender pastelería y heladería, pues ella pensó que el helado era algo fácil de enseñar a otras personas.
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La pandemia llenó de lecciones a Varese, pues por esa época tuvo que cerrar durante seis meses sus restaurantes. Luego, pudo abrirlos por tres meses, pero el círculo se repetía: abrían y cerraban. En algún momento, su personal pasó de 55 a 15 personas. “¿Qué puedo hacer de mi vida, si mi vida es cocinar”?, se preguntó. Entonces, se dio cuenta de que “en la vida podemos perder todo en un momento”.
***
En El Casual, ella ayuda a preparar pizzas, pero también recorre las ocho mesas para preguntarles a los comensales qué tal les ha parecido la comida. Mientras tanto, en la cocina algunos intentan hablar italiano. Pronuncian la palabra “buongiorno”. “Ahorita hablo con la chef y le digo que mañana no quiero trabajar”, dice alguien mientras se ríe. Se escucha un ruido. A un cocinero se le ha caído la pala que se utiliza para sacar la pizza del horno de leña. “Miguelito, era que organizara, no que hiciera desastres”. “Caliente, caliente”, dicen los meseros cada vez que llevan platos sucios a la cocina. Entonces, hay que correrse para que puedan pasar hasta el lavaplatos. Ahí está un “steward”, quien se encarga de lavarlos. Hay un balde blanco lleno de agua con jabón cerca de él. Otro joven ayuda a secar los platos. “Diego, estoy lavando los trapos de mi chef”, dice alguien. Al parecer la chef quería cuatro trapos, pero solo hay dos y medio.
Aquella chef aprendió a cocinar no solo viendo a sus papás en su restaurante, sino también por cuenta propia, pero nunca en una escuela, pues ella se define una autodidacta. En particular, porque creció en una época en donde no había internet ni tantos libros de cocina y la estrella Michelin había sido otorgada a pocos restaurantes. Desde hace 12 años, su restaurante, Viva, en Milán, también tiene uno de esos galardones, con una estrella Michelin. Eso ha significado mucho estrés y exigencia, pues cuanta más gente conoce su trabajo, más reflectores hay a su alrededor. No busca tener más estrellas Michelin. En parte porque le interesa la alta cocina democrática: “Que la gente pueda comer en mi restaurante al menos una vez al año”. Y por otra parte, porque así se siente “más libre”.
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Aquella quizá también fue la sensación de los meseros y cocineros en El Casual, luego de terminar el primer turno de la noche de pizzas. Pero el descanso solo duró unos minutos. “Bueno, amigo, vamos para el segundo ‘round’”, le dice un cocinero a otro. Ida y Matteo se ponen el delantal de nuevo. Ida echa a fritar una masa de pizza en un caldero lleno hasta la mitad de aceite. Va entrando de nuevo el resto del personal, entre ellos Viviana Varese. Todo empieza de nuevo. Y el descanso llegará otra vez, pero al estilo cenicienta: hasta la medianoche. O al menos eso sucederá por hoy, porque mañana todo se repetirá, pero sin italianos ni noche de pizzas.