Los juegos de Saramago (Epifanías III)
En esta tercera entrega de la serie de “Epifanías”, el gran protagonista es José de Saramago, como firmaba cuando era niño y se juraba en silencio desquitarse escribiendo de los golpes de su padre y de un amigo de apellido Barata mientras jugaban en un rudimentario futbolín en los años 30.
Fernando Araújo Vélez
Primero fue aquella escena de un juego burdo sobre una tabla burda pinchada con oxidados clavos que jugaba con su padre y un amigo de él en una cocina burda, el escenario principal de unas burdas costumbres que solían tenerlo como protagonista. Luego llegaron los amores, otras cocinas y él, sentado una vez más en un burdo butaco, observando la vida, o una de las tantas manifestaciones de quienes vivían cerca de su vida. Más tarde aparecieron las memorias, las cosas pequeñas de todos los días vueltas historia, e historias, y la firma tembleque, prácticamente ilegible de un niño casi que firmaba como José de Saramago, aunque en realidad se hubiera debido llamar simplemente José de Souza, como su padre.
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Primero fue aquella escena de un juego burdo sobre una tabla burda pinchada con oxidados clavos que jugaba con su padre y un amigo de él en una cocina burda, el escenario principal de unas burdas costumbres que solían tenerlo como protagonista. Luego llegaron los amores, otras cocinas y él, sentado una vez más en un burdo butaco, observando la vida, o una de las tantas manifestaciones de quienes vivían cerca de su vida. Más tarde aparecieron las memorias, las cosas pequeñas de todos los días vueltas historia, e historias, y la firma tembleque, prácticamente ilegible de un niño casi que firmaba como José de Saramago, aunque en realidad se hubiera debido llamar simplemente José de Souza, como su padre.
Lo nombraron Saramago porque el cura que lo bautizó estaba algo borracho, y en el acta de nacimiento, o en la partida bautismal, añadió un Saramago después del Souza. “Que ese Saramago no era apellido paterno, sino el apodo por el que era conocida la familia en la aldea. Que cuando mi padre fue a inscribir ante el registro civil de Golegä el nacimiento de su segundo hijo sucedió que el funcionario (Silvino se llamaba) estaba borracho (por despecho, de eso lo iba a acusar siempre mi padre), y que bajo los efectos del alcohol y sin que nadie notara el onomástico fraude, decidió, por su cuenta y riesgo, añadir el Saramago al lacónico José de Souza que mi padre pretendía que llevara”.
Del juego en la tabla recordaría que era una especie de fútbol recreado, que los jugadores eran clavos dispuestos en dos equipos de a once 11 cada uno, y que los habían clavado a la usanza de las viejas tácticas del fútbol de aquellos tiempos, “es decir, cinco en la primera línea, que eran los delanteros, tres a continuación, que eran los medios, también llamados halfs, a la inglesa, dos o tres atrás, denominados defensas, o backs, y finalmente los porteros, o keeper”. La pelota, una canica o una bola de metal que sacaban de los rodamientos, iba de un lado hacia el otro de la tabla, empujada, golpeada por una especie de espátula por entre los jugadores, que por supuesto eran del Benfica o del Sporting de Lisboa, o del Porto.
Saramago diría que aquella parecía la edad de oro, pero que no lo era. Y relataba que una tarde, “estábamos en la terraza de la parte de atrás de la casa mi padre y yo, jugando, yo sentado en el suelo, él en un banquito de madera (…). A mis espaldas, de pie, presenciando el juego, estaba Antonio Barata. Mi padre no era persona de dejar que el hijo le ganara, y por eso, implacable, aprovechándose de mi poca habilidad, iba marcando goles unos tras otros. El tal Barata, como agente de la Policía de Investigación Criminal que era, debería de haber recibido entrenamiento más que suficiente en cuanto a los diferentes modos de ejercer una eficaz presión psicológica sobre los detenidos a su cargo, pero pensaría que podría aprovechar la ocasión para ejercitarse un poco más”.
En la medida en que Saramago recibía goles, iba teniendo que soportar golpes e insultos. El agente de la Policía le susurraba “estás perdiendo, estás perdiendo”, y el padre se le reía en la cara con cada nuevo tanto, hasta que el chiquillo, en palabras de él mismo, “aguantó lo que pudo al padre que lo derrotaba y al vecino que lo humillaba, pero de pronto, desesperado, dio un golpe (un golpe, pobre de él, un roce de cachorrillo) en el pie de Barata, al mismo tiempo que se desahogaba con las pocas palabras que en reales circunstancias podrían decirse sin ofender a nadie”. Sus palabras fueron “Estese quieto”. Solo esas, aunque ni siquiera pudo decirlas por completo, porque antes de finalizar “ya el padre vencedor le asestaba dos bofetadas en la cara”.
El niño rodó por la terraza. Rodó, tragándose su llanto y sus gritos, atorado de impotencia, de rabia, de inocencia, según sus futuras palabras en Las pequeñas memorias, “por haberle faltado al respeto a una persona mayor, claro está. Uno y otro, el padre y el vecino, ambos agentes de la Policía y honestos celadores del orden público, nunca se dieron cuenta de que ello, le habían faltado al respeto a una persona que todavía tenía que crecer mucho para poder, por fin, contar la triste historia. La suya y la de ellos”. Tuvo que crecer para escribir. Crecer para hilar unas cuantas líneas. Y volver a rodar por el suelo de alguna terraza, y aprender de la vida. Y mentir con la vida y por la vida y en sus hojas de borradores.
Unos meses más tarde, en otra terraza y, por supuesto, en otro burdo banco, aquel niño a comienzos de adolescencia iría descubriendo la magia del hacer, del arte y del pintar, por un pintor de arabescos de cerámica que vivía frente a su casa, y a quien solía visitar en las tardes. Lo veía y soñaba, e imaginaba mundos y soledades, aunque luego admitiera que por aquel tiempo no tenía ni idea de qué eran los sueños o la imaginación, y menos qué era aquello de lo que tanto hablaba la gente. De los sueños pasó a ciertas realidades de ciertos amores, que fueron su primer poema, que se iniciaba con un “Cautela, que nadie oiga / el secreto que te digo: / te doy un corazón de loza / porque el mío va contigo”.
Primero fue aquella escena de un juego burdo sobre una tabla burda pinchada con oxidados clavos que jugaba con su padre y un amigo de él en una cocina burda, el escenario principal de unas burdas costumbres que solían tenerlo como protagonista. Luego llegaron los amores, otras cocinas y él, sentado una vez más en un burdo butaco, observando la vida, o una de las tantas manifestaciones de quienes vivían cerca de su vida. Más tarde aparecieron las memorias, las cosas pequeñas de todos los días vueltas historia, e historias, y la firma tembleque, prácticamente ilegible de un niño casi que firmaba como José de Saramago, aunque en realidad se hubiera debido llamar simplemente José de Souza, como su padre.
Lo nombraron Saramago porque el cura que lo bautizó estaba algo borracho, y en el acta de nacimiento, o en la partida bautismal, añadió un Saramago después del Souza. “Que ese Saramago no era apellido paterno, sino el apodo por el que era conocida la familia en la aldea. Que cuando mi padre fue a inscribir ante el registro civil de Golegä el nacimiento de su segundo hijo sucedió que el funcionario (Silvino se llamaba) estaba borracho (por despecho, de eso lo iba a acusar siempre mi padre), y que bajo los efectos del alcohol y sin que nadie notara el onomástico fraude, decidió, por su cuenta y riesgo, añadir el Saramago al lacónico José de Souza que mi padre pretendía que llevara”.
Del juego en la tabla recordaría que era una especie de fútbol recreado, que los jugadores eran clavos dispuestos en dos equipos de a once 11 cada uno, y que los habían clavado a la usanza de las viejas tácticas del fútbol de aquellos tiempos, “es decir, cinco en la primera línea, que eran los delanteros, tres a continuación, que eran los medios, también llamados halfs, a la inglesa, dos o tres atrás, denominados defensas, o backs, y finalmente los porteros, o keeper”. La pelota, una canica o una bola de metal que sacaban de los rodamientos, iba de un lado hacia el otro de la tabla, empujada, golpeada por una especie de espátula por entre los jugadores, que por supuesto eran del Benfica o del Sporting de Lisboa, o del Porto.
Saramago diría que aquella parecía la edad de oro, pero que no lo era. Y relataba que una tarde, “estábamos en la terraza de la parte de atrás de la casa mi padre y yo, jugando, yo sentado en el suelo, él en un banquito de madera (…). A mis espaldas, de pie, presenciando el juego, estaba Antonio Barata. Mi padre no era persona de dejar que el hijo le ganara, y por eso, implacable, aprovechándose de mi poca habilidad, iba marcando goles unos tras otros. El tal Barata, como agente de la Policía de Investigación Criminal que era, debería de haber recibido entrenamiento más que suficiente en cuanto a los diferentes modos de ejercer una eficaz presión psicológica sobre los detenidos a su cargo, pero pensaría que podría aprovechar la ocasión para ejercitarse un poco más”.
En la medida en que Saramago recibía goles, iba teniendo que soportar golpes e insultos. El agente de la Policía le susurraba “estás perdiendo, estás perdiendo”, y el padre se le reía en la cara con cada nuevo tanto, hasta que el chiquillo, en palabras de él mismo, “aguantó lo que pudo al padre que lo derrotaba y al vecino que lo humillaba, pero de pronto, desesperado, dio un golpe (un golpe, pobre de él, un roce de cachorrillo) en el pie de Barata, al mismo tiempo que se desahogaba con las pocas palabras que en reales circunstancias podrían decirse sin ofender a nadie”. Sus palabras fueron “Estese quieto”. Solo esas, aunque ni siquiera pudo decirlas por completo, porque antes de finalizar “ya el padre vencedor le asestaba dos bofetadas en la cara”.
El niño rodó por la terraza. Rodó, tragándose su llanto y sus gritos, atorado de impotencia, de rabia, de inocencia, según sus futuras palabras en Las pequeñas memorias, “por haberle faltado al respeto a una persona mayor, claro está. Uno y otro, el padre y el vecino, ambos agentes de la Policía y honestos celadores del orden público, nunca se dieron cuenta de que ello, le habían faltado al respeto a una persona que todavía tenía que crecer mucho para poder, por fin, contar la triste historia. La suya y la de ellos”. Tuvo que crecer para escribir. Crecer para hilar unas cuantas líneas. Y volver a rodar por el suelo de alguna terraza, y aprender de la vida. Y mentir con la vida y por la vida y en sus hojas de borradores.
Unos meses más tarde, en otra terraza y, por supuesto, en otro burdo banco, aquel niño a comienzos de adolescencia iría descubriendo la magia del hacer, del arte y del pintar, por un pintor de arabescos de cerámica que vivía frente a su casa, y a quien solía visitar en las tardes. Lo veía y soñaba, e imaginaba mundos y soledades, aunque luego admitiera que por aquel tiempo no tenía ni idea de qué eran los sueños o la imaginación, y menos qué era aquello de lo que tanto hablaba la gente. De los sueños pasó a ciertas realidades de ciertos amores, que fueron su primer poema, que se iniciaba con un “Cautela, que nadie oiga / el secreto que te digo: / te doy un corazón de loza / porque el mío va contigo”.