Los libros perdidos y el declive bizantino (De Urufa a Europa VIII)
Entre las obras que se perdieron durante la oscura Edad Media hubo una biografía sobre Alejandro Magno, otra sobre Pedro, un recuento explicado de las palabras difíciles en los textos de Platón y un tratado sobre la medicina del siglo III antes de Cristo. Luego de que también desaparecieran escuelas, universidades, e incluso ciudades, en el siglo IX la literatura y el arte comenzaron a resurgir, gracias a los trabajos de los monjes y migrantes de Constantinopla.
Fernando Araújo Vélez
El hombre que multiplicó el sentido de la palabra biblioteca, y la misma palabra, cuyo origen se derivaba del griego “bibliotheke”, se llamaba Focio. Vivió a mediados del siglo IX en Constantinopla. Era un hombre de guerra y también de paz, de trámites diplomáticos y de espionaje, y más allá de todo aquello, era un hombre de letras. Cuenta la historia que un día fue enviado a liberar a unos prisioneros de guerra con los árabes, y temiendo que de aquel viaje probablemente no volvería, le escribió una carta a su hermano Tarasio con el recuento de los libros que había leído, para que por lo menos quedara constancia de que existían. Cada libro incluía un pequeño resumen, y en total eran 280 sus reseñas. Aquel extenso documento fue llamado ‘biblioteca’.
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El hombre que multiplicó el sentido de la palabra biblioteca, y la misma palabra, cuyo origen se derivaba del griego “bibliotheke”, se llamaba Focio. Vivió a mediados del siglo IX en Constantinopla. Era un hombre de guerra y también de paz, de trámites diplomáticos y de espionaje, y más allá de todo aquello, era un hombre de letras. Cuenta la historia que un día fue enviado a liberar a unos prisioneros de guerra con los árabes, y temiendo que de aquel viaje probablemente no volvería, le escribió una carta a su hermano Tarasio con el recuento de los libros que había leído, para que por lo menos quedara constancia de que existían. Cada libro incluía un pequeño resumen, y en total eran 280 sus reseñas. Aquel extenso documento fue llamado ‘biblioteca’.
Según Peter Watson, “No es claro cuánto terminó su ‘Biblioteca’ (lo hizo en algún momento entre los años 838 y 875), pero la obra parece haber sido concebida desde el principio como un compendio de sus lecturas, algo que evidencia el título que él mismo le dio: ‘Inventario y enumeración de los libros que hemos leído, de los cuales nuestro querido hermano Tarasio solicitó un análisis general’”. Luego de un profundo análisis, Focio dejó por fuera de su tratado algunas obras que en su criterio cualquier bizantino medianamente culto debía conocer, como las de Homero y Hesíodo y los más importantes trágicos de la Grecia antigua. De los que mencionó, se perdieron con el transcurso del tiempo 42 libros.
Algunos de los textos refundidos, o decididamente desaparecidos, eran una biografía de Alejandro Magno escrita por “un tal Amintano” y dedicada a Marco Aurelio, como lo señaló Watson en “Ideas”, una obra sobre Orígenes, de autor desconocido, otra que se titulaba “Animales maravillosos”, de Damascio, creada entre los años de 458 y 533, un tratado de medicina del siglo III antes de Cristo de Dionisio de Egea, un texto sobre Pitágoras y uno que se titulaba “Sobre las palabras difíciles en Platón”, y otro cuyo título era “Sobre san Pablo”, firmado por Juan Crisóstomo. Según Watson, “Además de los cuarenta y dos libros totalmente perdidos, hay ochenta y un obras adicionales que sólo se conocen a través de la obra de Focio”.
De acuerdo con las cuentas que hizo Watson en “Ideas”, de los 280 títulos reseñados por Focio se perdieron 123. Así como los libros fueron desapareciendo entre los siglos V y IX, las ciudades se fueron derrumbando como consecuencia de las guerras, los terremotos y las plagas. Para Cyril Magno, citado por Watson, hasta el siglo V las ciudades del Imperio Bizantino eran muchas y “espléndidas”. Con el pasar de los años y de las distintas muestras de violencia, fueron quedando reducidas a casi nada. Pérgamo, Escitópolis, Singidunum, hoy Belgrado, y Serdica, que pasó a llamarse siglos más tarde Sofía, por poco desaparecen. A su caída le siguieron hambrunas, crisis económicas y migraciones.
Constantinopla no fue la excepción. Atacada una y otra vez por los bárbaros, dada su condición de capital del Imperio Romano de Oriente, fue padeciendo siglo tras siglo un prolongado y sostenido deterioro que afectó a sus murallas y casonas, pero también, y en gran medida, a su población. La gente no tenía cómo quedarse en la ciudad. O fallecía, o se iba. A mediados de los años 700, Constantinopla se encontraba “abandonada y en ruinas”, como la describía un libro de viajes de la época. La primera parte de su reconstrucción se inició con la promesa de un futuro importante que le hicieron sus autoridades a decenas de migrantes que provenían de las islas del Egeo. Cien años más tarde, ya la ciudad tenía una forma distinta, y más que eso, un espíritu de progreso y de futuro.
Con ese espíritu, con las nuevas corrientes que provenían de los migrantes, que a su vez llevaban viejas costumbres, leyendas y saberes, Constantinopla resurgió, y lo hizo como solía ocurrir por aquellos tiempos, de la mano de la religión. Dios estaba en todas partes, aunque hubiera varios, y más que eso, pese a las distintas teorías y doctrinas que surgían de cada uno de ellos. Los textos eran una perfecta prueba de aquello, igual que la representación de los dioses y de las religiones en obras pictóricas. Con la nueva fuerza del desarrollo, los bizantinos se enfrascaron en la guerra de los íconos, o de las imágenes. El arte cristiano era el centro de la controversia, como se pintara y si se pintaba a Jesús, a Pedro o María.
Después de doscientos años de conflictos entre los iconoclastas y los iconódulos, que defendían el uso de las imágenes sagradas, y de que a diversos artistas les hubieran arrancado las manos o la lengua por blasfemos, unos y otros lograron llegar al acuerdo de que se podrían representar en pinturas o esculturas a quienes hubieran existido, comenzando por Cristo y los apóstoles, María y unos cuantos santos, y terminando por los ángeles que se le hubieran aparecido a ellos. Dios, el espíritu santo, la santísima trinidad y el Padre quedaban prohibidos. Según lo acordado, las obras que se realizaran tenían que ser idénticas a las personas representadas allí. El artista era simplemente un copista, un artesano que se dedicaba a plasmar lo que le decían que plasmara, con las formas y los colores que le indicaban.