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A los que saben perder con hidalguía. A los que saben ganar sin estridencias.
Del libro El fútbol, de la mano, de Eduardo Sacheri.
Ni mis hermanos ni yo soñábamos con jugar en una Super Liga, menos, en un Mundial o en un torneo de la FIFA o de la UEFA, pero sí soñábamos todos los días con hacer parte de los equipos de la cuadra, del barrio, de los torneos de las ligas regionales como buenos “piratas” porque jugábamos por los pasajes o por una camiseta, razones suficientes para mantener el espíritu deportivo por encima de cualquier otro interés. Personalmente, recuerdo que mi primer equipo fue Tupamaros, un equipo de Campoamor conformado por habitantes de la carrera 54. (Aún tengo el carné, teníamos entre 7 y 8 años). No me pregunté por qué se llamaba así, pero intuía que era el nombre de un grupo musical que sonaba por esa época y ponía a bailar a todos los colombianos.
Después jugué en Palmeiras y tampoco sabía la razón del nombre porque lo importante era jugar y ya. Cuando fui a la Universidad jugábamos cada viernes de 12 a 2 en torneos que se organizaban por Bienestar Universitario y allí jugué en Los cilantros, Cinco pal peso, Con esto hay, Las lechugas y Pielroja sin filtro.
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Todo esto suena extraño, curioso y hasta ridículo, pero los cuentos de la literatura argentina, chilena, uruguaya y colombiana, por supuesto, se caracterizan por eso: nombres de la vida cotidiana, nombres que se parecen al lenguaje barrial, a la anécdota que surge inmediatamente de las conversaciones del y sobre el fútbol. Hagan el listado de los nombres en los que jugaron y se van a encontrar con unos muy extraños, otros muy humanos y otros exageradamente estrafalarios, pero eran nombres bien pensados, ideados a la medida de cada torneo y se parecían al dueño del equipo, al que ponía la plata para pagar el arbitraje y quien, además, compraba el balón y llevaba el agua milagrosa para los intermedios. Eran tiempos en los que no importaba nada más que jugar, jugar por el disfrute estético y físico de agotar la vida en un balón, en un pase, en una victoria gloriosa que uno mismo se encargaba de narrar para otros: no había más que el goce por el goce de ver gritar a la mamá porque se ponía fría la sopa o porque no nos cepillábamos los dientes a la hora que ella determinaba. No conocíamos el vocabulario determinista de: capitales, marketing, publicidad, contratación, Super Liga, sponsor, ojeadores, representantes, escuelas de fútbol, entre otras. El único eufemismo que reconocíamos era el de la pela por entrar tarde a la casa, tomarse la comida fría y cepillarse los dientes, a pesar de todas las repulsas.
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Posteriormente, jugué en equipos como Estrella Roja, Las hilachas, Estropajo, Estampillas de la Virgen, Sagrado 19 de diciembre y Los cuchitos de la UPB.
Así se nos fue la vida: de equipo en equipo con la intención de agotarla como si se tratara de una agonía hacia la máxima alegría: meter un gol. Ya viejo entendí por qué mi primer equipo se llamaba Tupamaros: lo supe en una película que se llama La noche de 12 años. Hay que verla.