Los paisajes del fotógrafo Daniel Álvarez
Daniel Álvarez se dedica al paisaje. Sus últimas fotografías, que ahora vende por medio de Instagram, resultaron de un viaje de más de 3.500 kilómetros que hizo impulsado por la incertidumbre y sus pasiones. Su moto y su cámara en medio de los paisajes naturales de Colombia son lo que para él definirán su futuro próximo.
Laura Camila Arévalo Domínguez
¿Y si se me daña la moto? No sé nada de mecánica y me podría caer o se me podría romper alguna válvula o me podría ir por algún risco. ¿Quién me ayuda? A 4.000 metros sobre el nivel del mar no hay señal. ¿Cómo le aviso a mi familia? Por mucho que calcule, también me podría quedar sin gasolina o me podría pinchar. ¿Qué tal que se me resbale la moto en algún barranco o que alguna mula me atropelle? Voy solo, así que sería fácil que alguien me robe, me secuestre o me mate. ¿Y si me la roban? ¡Los equipos! Qué hago si me roban los equipos.
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¿Y si se me daña la moto? No sé nada de mecánica y me podría caer o se me podría romper alguna válvula o me podría ir por algún risco. ¿Quién me ayuda? A 4.000 metros sobre el nivel del mar no hay señal. ¿Cómo le aviso a mi familia? Por mucho que calcule, también me podría quedar sin gasolina o me podría pinchar. ¿Qué tal que se me resbale la moto en algún barranco o que alguna mula me atropelle? Voy solo, así que sería fácil que alguien me robe, me secuestre o me mate. ¿Y si me la roban? ¡Los equipos! Qué hago si me roban los equipos.
Daniel Álvarez, que fue fotógrafo de la revista Cromos desde 2015 hasta marzo de 2020, quedaba paralizado cuando pensaba en todo lo malo que podría ocurrir si decidía irse a viajar solo en su moto y con su cámara. En junio de este año, la cifra de su cuenta de ahorros no fue buena. La plata se estaba acabando y no había señales de ningún trabajo próximo. Quería irse de viaje pero el virus, la cuarentena, la plata, la inseguridad, el clima, la mecánica, la familia, la muerte, etc. Tenía mil razones para seguir rumiando miedos y así lo hizo durante unos días. No pasaron muchos: un lunes decidió que la siguiente semana estaría montado en su moto rumbo al Nevado del Ruiz, la razón que lo empujó a moverse para conseguir una foto soñada.
Álvarez ya había vendido fotos que tenía de sus viajes con la revista. Lo hizo por Instagram (@daniel.alvarez9) y los resultados fueron buenos, así que esta nueva travesía la haría invirtiendo un dinero que se comprometió a recuperar con las ventas de las nuevas imágenes.
Decidió que su primera parada sería en Manizales. El Cañón del río Azufrado sería la primera toma de ese primer viaje lleno de primeras veces. Recorrió toda la falda del Nevado del Ruíz, un camino en el que, por fortuna, paró a hablar con las personas que le contaron que ese lugar había sido arrasado por el barro que acabó con Armero hace 35 años. La ruta que habría cruzado en dos horas, la culminó en cuatro: las constantes paradas a buscar una foto que tenía en su cabeza desde hacía varios meses y el suelo que contenía una historia que lo llenaba de curiosidad, lo retrasaron. “Cada paisaje me iba pagando el viaje emocionalmente”, cuenta, pero la nieve seguía escondida, así que su descenso se dividió entre el orgullo y la frustración. En Manizales descansó dos días y en el momento de irse el Nevado se destapó. Ahí vio nieve.
Antes de regresar a Bogotá, Álvarez decidió llamar a una amiga que vivía en Medellín y le preguntó si podía llegar a su casa. Sus paradas se fueron alargando hasta Montería, Lorica, Puerto Colombia, Ocaña y Barbosa. Durante el viaje hacía paradas y tomaba fotos que no tenía planeadas, pero también encontró sitios que le regalaron las imágenes que ya estaban en su memoria: en alguna carretera tuvo que parar porque se estaba durmiendo. Se detuvo en frente de un árbol que había buscado por meses en Bogotá, pero que no había encontrado. Ahí tomó una de sus fotos que ya había prefabricado a punta de anhelos.
Durante los primeros días del viaje, unos soldados le mencionaron municipios en los que no debía parar. No podía detenerse ni mucho menos sacar la cámara. Después de la advertencia atravesó un puente y leyó un grafiti que decía “Autodefensas Gaitanistas”. “Si hubiese ido con alguien hablarlo habría sido lo normal, lo esperado. Me habría dado algo de calma, pero solo ni siquiera dudé en detenerme. Me sentí muy vulnerable en ese momento”, cuenta Álvarez, que tiene 28 años y estudió en la universidad Unitec.
Cuando regresó a Bogotá, entendió que pasar tan cerca de esas mulas lo hubiese podido matar muy fácilmente. Que la moto no tenía chasis ni carrocería para protegerlo. Que tenía razón cuando pensaba en las posibilidades fatales de sus decisiones. Entendió que sus miedos no eran paranoia, que no estaban infundados. Pero también concluyó que a pesar de todas esas posibilidades, nada malo pasó y decidió creer que ese porcentaje de éxito era mucho mayor. Álvarez desechó la impotencia que nace del miedo.
“No pensé que el paisaje me fuese a dar un respiro en el alma”, dice. Después de darle el sí a sus intuiciones, entendió que ya no quería hacer retratos ni lidiar con egos ni procesos. Se divertía más desarrollando sistemas para no desfallecer conduciendo por carretera: su meta era viajar ocho horas diarias, así que se desafiaba a manejar tres seguidas y descansar 20 minutos, después volvía a comenzar.
Llamaba a su casa cada tres horas para mermar la preocupación de su madre, que sin importar los riesgos siempre le dice: “Haga lo que quiera, pero hágalo bien”. Eso lo impulsó.
¿Qué es lo que tanto le gusta de la moto?
La sensación de libertad que me regala: los cambios de clima, de olor, de sensaciones. No hay comparación con el carro. Yo me enamoré de lo que siento viajando en ella y de eso creo que ya no me podré despegar nunca. No lo podría abandonar.
¿Qué representan sus fotos?
Las fotos son la representación de mis sentimientos. Busco que la luz entre por un lado determinado, las toco y las edito. Ahí está lo que siento, no es una foto documental. El arte no tendría que tener que explicarse. No tendría que tener un texto con el porqué de las cosas. El paisaje no necesita de ninguna explicación y eso me fascina. Ahí está todo. Qué más podrías explicar con una imagen de esas.
Hablemos de lo que lo sedujo del paisaje…
Me enseñó que no puedes controlarlo todo. Cuando le haces un retrato a alguien o cuando haces publicidad, das indicaciones, mueves luces o cambias vestuario. Con el paisaje dependes de los tiempos del universo. Yo no podría haber hecho la foto que quise del río Azufrado si hubiese llegado a las 8 de la mañana. La foto era en el preciso momento en el que llegué.
El viaje y tomar las fotos durante sus recorridos deben diferenciarse mucho del momento en el que llega a la ciudad a intentar venderlas. Se lo menciono por el desafío de vender fotografía en Colombia…
Cuando llegué sentí frustración y alegría porque al viaje no llevé el computador, así que no sabía si las fotos estaban realmente bien. Con algunas sentí que pude haber hecho algo mejor, pero con otras la satisfacción fue total. También fue un choque con el sistema. Viajando tuve una sensación medio hippie de que nada me hacía falta si estaba haciendo lo que hacía, de que ni siquiera el dinero era necesario. Después llegué a darme cuenta de que tenía que recuperar lo invertido y de que ponerles un precio sería difícil en un país que no está acostumbrado a comprar fotografía. La gente se pregunta para qué comprar una foto. No le ven valor.
¿Qué respondería usted a esa pregunta? A la que sugirió que se hace la gente cuando les ofrecen fotografía…
Que no solo les estoy vendiendo una foto, sino una obra. Es todo lo que está detrás de esa imagen, que además de ser un emprendimiento igual de válido al de uno de sillas de madera, accesorios o comida, es una imagen cargada de historia, esfuerzo, viajes, sensaciones, conocimiento, experiencia, etc. La obra se concluye cuando el comprador la obtiene, así que es un proceso continuo muy valioso.