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Los “para siempre” de Raúl Zurita

El poeta chileno es uno de los invitados al Hay Festival de Cartagena, que terminará mañana.

Andrés Osorio Guillott
29 de enero de 2022 - 02:00 a. m.
Raúl Zurita afirma que nunca ha tenido una rutina para escribir poesía. / EFE
Raúl Zurita afirma que nunca ha tenido una rutina para escribir poesía. / EFE
Foto: EFE - Luca Piergiovanni
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Para siempre la poesía. Ese quizás es uno de los primeros “para siempre” de Raúl Zurita. “La poesía es la más alta creación humana, su fundamento es la celebración de la vida, pero ha tenido demasiadas veces que relatar la desgracia. (…) A la poesía le concierne íntimamente ese fracaso, el estado de una sociedad no puede medirse por lo bien que están los que están bien; felices los felices, dice Borges en la sentencia final de su Fragmentos de un evangelio apócrifo, sino por lo mal que están los que están mal, y los que están mal están muy mal. La poesía debe bajar con ellos, debe descender junto a lo más dañado, a lo más tumefacto y herido para emprender desde allí, desde esas fosas de lo humano como quería el pequeño Rimbaud, el arduo camino a una nueva alegría, a una nueva esperanza, a un nuevo sueño”, dijo en su discurso de agradecimiento tras recibir el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda.

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Raúl Zurita está en Cartagena, bajo ese cielo sin nubes que quizá lo invita de nuevo a plasmar un poema sobre esa “gran página para escribir para siempre”, tal como lo hizo en Nueva York en 1982, años después de haber sobrevivido a la dictadura chilena, la que lo llevó a la penuria, a escribir que “La vida es muy hermosa, incluso ahora”, convirtiendo ese verso en una especie de sentencia, pues puede que quizá siempre resulte difícil asumir las dificultades del mundo, pero ellas tendrían que ser siempre más pequeñas que el bien preciado de la existencia y nuestro paso por la tierra.

Desde Cartagena habló para El Espectador unos cuantos minutos, esos mismos que esconden pequeños resquicios de inmortalidad. “La eternidad es la eternidad. Los para siempre son los contados segundos que tenemos en este mundo. Cuando decimos un amor para siempre, es también la máxima dicha. En esos minutos, en esos segundos, cuando estás tan conectado a otro y sabes que vas a morir, eres consciente de que ese instante no morirá contigo”.

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Hablamos de los “para siempre” tal vez por una especie de fijación mezclada con temor por la muerte, y previa a la muerte en muchos casos está la vejez, esa vejez que Zurita afirma vivir con “dolor, con esperanza, con pasión, con una pasión irremediable”, como quien reconoce que si no pudieron los asesinatos y los días de tortura, no será la vejez, sus nostalgias y sus silencios los que le arrebaten su amor por la vida, por ese amor desaparecido al que le cantó y que le dedicó a los muertos y los desaparecidos de las dictaduras de Argentina, Chile y Uruguay.

El dolor no es impedimento. El dolor y sus cicatrices se transforman en corrientes de aire que levantan, que reconfortan, aun cuando puedan seguir hurgando en la memoria y en el corazón. Pero el dolor para Zurita también “es lo indecible. Ese dolor tan grande que ni siquiera puedes decirlo. El dolor es más grande que la palabra dolor. El amor también es más grande que la palabra amor. Ese dolor absoluto de la pérdida, de la orfandad, ese dolor que nombras y los sentidos amortiguan es la base de todos los poemas”.

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La eternidad, Dios y la perfección no nos pertenecen, tampoco a la poesía. Y contrario a los imaginarios, a Zurita los versos que le recuerdan sus vivencias lo han hecho alejarse de las altas pretensiones, de soñar con la trascendencia, aun cuando ya la haya obtenido con su obra. “La poesía no se refiere a la eternidad, sino a las cosas eternas que hay en nosotros. No habla de Dios, sino de los humanos que pueden mirar a Dios”.

Y aquí, como en otras entrevistas recientes, Zurita ha hablado de Dios de manera más recurrente, pues teme que ahora más que nunca estemos asistiendo a la muerte del mismo, esa que vaticinó Fiodor Dostoievski en su literatura y que mencionó tiempo después Friedrich Nietzsche. Y es que asistir a la muerte de Dios en este tiempo no es solamente no sentir la necesidad de su misericordia y salvación, sino vivir en carne propia el dolor de la orfandad, de una soledad rampante producto de la pandemia, esa que lo ha llevado a confirmar la fragilidad de la naturaleza humana, a preguntarse si no es esta época de aislamientos y muertes en solitario el final más triste de nuestra condición: “La pandemia es la soledad infinita. Es el vacío interior de una muerte sin ilusiones. Incluso la muerte sola no nos permite la ilusión. La pandemia es la virtud y el horror de recordarnos nuestra precariedad y pequeñez”.

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