Los peligros del dogmatismo para la democracia colombiana
El dogmatismo atraviesa la discusión pública en Colombia. La ausencia de reflexión y autocrítica, la repetición de clichés en la argumentación y en los puntos de vista, la reiteración de los estereotipos creados por las facciones políticas, y la incapacidad para cuestionar estas prácticas, hacen de la llamada opinión pública un rehén de sus propias convicciones y prejuicios, un verdadero peligro para la democracia.
Damián Pachón Soto
El dogmatismo puede ser considerado como la doctrina que santifica las “verdades fijas”. Es la creencia subjetividad de que se tiene posesión de la verdad, la cual es única e incontrovertible. Si la verdad es la adecuación del intelecto con la cosa; o para decirlo con Xavier Zubiri, la actualización neuronal de la realidad en el cerebro, el dogmatismo la da por conquistada de manera definitiva. Por eso el dogmático carece de dudas, y abunda en convicciones; es corto de miras y amplio de prejuicios; es rico en certezas incuestionables y pobre en apertura intelectual y espiritual. La persona dogmática, al ser inmune a la incertidumbre, al privilegiar de manera absoluta sus propias seguridades, se encierra en su sistema de certezas y no se abre al otro, a la alteridad. Ese cierre a lo distinto, a otras verdades, es lo que hace autorreferente al discurso dogmático. Esa autorreferencialidad impide la confrontación con otras perspectivas, con otras ideas.
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El dogmatismo y su auto-fundamentación circular, cerrada sobre sí misma, parece inmunizarse frente a la experiencia. Quien comprende que la verdad es histórica, y que también son históricos los paradigmas que permiten ir tras su búsqueda, es plenamente consciente de que hasta las más firmes verdades pueden conmoverse, incluso las científicas. Esto lo sabía muy bien Thomas Kuhn en sus explicaciones sobre el progreso en la ciencia. Ese carácter provisional de la verdad es una herejía para el dogmático, incapaz de vivir en la perplejidad o la inseguridad que caracteriza frecuentemente nuestra existencia. El dogmático por eso se aferra a su verdad, y lo hace porque, justamente, como mostró Estanislao Zuleta, el dogmatismo que lo habita es constitutivo de su identidad, y organiza sus creencias y sus valores. Por eso, la persona dogmática no suele desnudarse de sus prejuicios, pues estos forman parte de su precomprensión del mundo, y estar sin ellos sería como despojarse de sí mismo y hundirse en un pozo de arena movediza.
El dogmatismo desemboca fácilmente en el fanatismo, que no es más que el delirio de la convicción y el culto a lo incuestionable, a lo que no puede ponerse en duda. Quien no carece de certezas y se empeña a toda costa en defender sus verdades, en últimas, quien no conoce la incertidumbre y la falibilidad de la vida, la verdad y la historia, termina absolutizando su propia perspectiva y visión de las cosas y queriendo imponérselas a los demás. Ya decía el filósofo E.M. Cioran que: “el que ama indebidamente a un dios, obliga a los otros a amarlo, en espera de exterminarlos si se rehúsan […] No se mata más que en nombre de dios o de sus sucedáneos; los excesos suscitados por la diosa razón, por la idea de nación, de clase o de raza son parientes de los de la inquisición o la reforma”.
Estas acertadas palabras de Cioran han tenido, desafortunadamente, bastante realización en la historia: el nacionalismo racista alemán, las guerras religiosas a lo largo y ancho del mundo, las guerras inter-étnicas en África, la dictadura estalinista falsamente en nombre del proletariado, etc., han hecho evidente que “toda fe ejerce una forma de terror”. La verdad petrificada por la fe, marmolizada e inmune a la crítica, no escapa a esta caracterización. Por eso, el dogmatismo que deviene en fanatismo es sólo eso: la tiranía de la verdad que fácilmente desemboca en el terror. Las experiencias políticas del siglo pasado, especialmente el nazismo y el estalinismo soviético, fueron verdaderas patologías del poder, patologías donde el dogmatismo recalcitrante y rabioso se materializó en la solución final o en las llamadas purgas.
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El dogmático que ha devenido en fanático concibe al otro como enemigo, como alguien al que hay que obligar, y si se niega, hay que eliminar. El fanático puede asesinar en nombre de una idea, de sus convicciones. La historia está llena de este tipo de personas. El filósofo colombiano Darío Botero Uribe decía, y con razón, que: “los credos religiosos y los partidos políticos, han derramado más sangre que cualquier otra causa a través de la historia”. Y esto es claro en el fanatismo religioso y en el fanatismo político. Basta recordar la violencia bipartidista del siglo pasado en Colombia, donde liberales y conservadores se eliminaban entre sí en los campos y en los pueblos, desde luego, azuzados por los jefes de los dos partidos que atizaban la guerra desde sus oficinas de la capital.
Desgraciadamente hoy en Colombia abundan las posturas dogmáticas. La política y sus contenidos han devenido en dogmas. Hay una política cercana a las prácticas religiosas de antaño, tan proclives a la violencia. En ella, el dios de la religión se ha desplazado al caudillo, de derecha o de izquierda; los dogmas del evangelio, han transmutado en eslóganes y frases hechas para descalificar al otro, para marcarlo, para negarlo; las redes sociales han sustituido al púlpito donde los conservadores lanzaban sus improperios contra los liberales. En la actualidad, los medios contribuyen a esos excesos, pues replican las formas de macartismo, de señalamientos, reproducen los contenidos fabricados por los políticos, por los asesores de prensa, que como en otros tiempos, usan los medios como instrumentos para movilizar las pasiones y los afectos sociales. Estas prácticas enrarecen más el ambiente de discusión pública, cuando se usan las llamas “bodegas”, perfiles falsos, y los llamados haters (“odiadores”) etc., los cuales se parecen a chulavitas o a sesiones de asalto, especie de terroristas digitales cuya misión es propagar la mentira, el odio, buscando la lapidación moral (que puede impulsar la eliminación física) del adversario.
Lo que revela el dogmatismo es el fondo bestial del entusiasmo y las patologías de la fe y sus convicciones que se pueden materializar como formas de terror y como atentado contra cualquier pensamiento libre y crítico. El dogmatismo es, pues, la dictadura del prejuicio, y la negación del diálogo, la conversación, la posibilidad del consenso, y el rechazo a priori de la diversidad ideológica que alimenta la opinión pública y la vida de las sociedades. De esta manera, se pervierte el concepto de democracia, el cual históricamente, por lo menos en los tiempos modernos, tiene sustento en el individuo social racional, mesurado, reflexivo, consciente de la necesidad de la socialidad, de la autorresponsabilidad, y como pilar de la sana convivencia al interior del Estado moderno.
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El dogmatismo es enemigo de la co-existencia y de la sana convivencia entre las personas. O, mejor, el dogmatismo como sistema cerrado de ideas es contrario a la pluralidad de cosmovisiones e imaginarios sociales; imagina, por otro lado, un mundo chato, cerrado y unidimensional. Es un peligro para la democracia colombiana, pues es amigo de actitudes tan nocivas como la personalidad autoritaria, el absolutismo de las ideas y la intolerancia. El dogmatismo no admite la diferencia, la divergencia, el pluralismo y desemboca en el pensamiento único que aniquila a quien se encuentra en la otra orilla ideológica.
Hoy debemos reivindicar la crítica, la reflexión, promover la autonomía de la persona, difundir la cultura política y fortalecer los valores sociales. No hay manera de superar nuestros ciclos de violencia si no hay un cambio de perspectiva, si no evaluamos las prácticas, si no comprendemos que los políticos usan a la población como sus puntas de lanza para lograr sus particulares y mezquinos intereses. El ciudadano debe comprender que él no puede ser usado como un alfeñique en los juegos del poder de las clases gobernantes. Por eso, la reflexión y el juicio sobre la política, los programas; la comprensión de las estrategias del poder, de su relación con los medios y con la manera como movilizan sus ideas, son prerrequisitos necesarios si queremos democratizar eso que Husserl y Habermas trataron como “el mundo de la vida” o totalidad ontológica de sentido en la cual habitamos, vivimos.
Es la democratización de la vida cotidiana, y el cuestionamiento de las macro-estructuras institucionalizadas del poder, más la acción colectiva y creativa, alumbradas por una utopía común que le dé dirección a esa praxis, las que pueden cualificar el espacio democrático en Colombia.
El dogmatismo puede ser considerado como la doctrina que santifica las “verdades fijas”. Es la creencia subjetividad de que se tiene posesión de la verdad, la cual es única e incontrovertible. Si la verdad es la adecuación del intelecto con la cosa; o para decirlo con Xavier Zubiri, la actualización neuronal de la realidad en el cerebro, el dogmatismo la da por conquistada de manera definitiva. Por eso el dogmático carece de dudas, y abunda en convicciones; es corto de miras y amplio de prejuicios; es rico en certezas incuestionables y pobre en apertura intelectual y espiritual. La persona dogmática, al ser inmune a la incertidumbre, al privilegiar de manera absoluta sus propias seguridades, se encierra en su sistema de certezas y no se abre al otro, a la alteridad. Ese cierre a lo distinto, a otras verdades, es lo que hace autorreferente al discurso dogmático. Esa autorreferencialidad impide la confrontación con otras perspectivas, con otras ideas.
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El dogmatismo y su auto-fundamentación circular, cerrada sobre sí misma, parece inmunizarse frente a la experiencia. Quien comprende que la verdad es histórica, y que también son históricos los paradigmas que permiten ir tras su búsqueda, es plenamente consciente de que hasta las más firmes verdades pueden conmoverse, incluso las científicas. Esto lo sabía muy bien Thomas Kuhn en sus explicaciones sobre el progreso en la ciencia. Ese carácter provisional de la verdad es una herejía para el dogmático, incapaz de vivir en la perplejidad o la inseguridad que caracteriza frecuentemente nuestra existencia. El dogmático por eso se aferra a su verdad, y lo hace porque, justamente, como mostró Estanislao Zuleta, el dogmatismo que lo habita es constitutivo de su identidad, y organiza sus creencias y sus valores. Por eso, la persona dogmática no suele desnudarse de sus prejuicios, pues estos forman parte de su precomprensión del mundo, y estar sin ellos sería como despojarse de sí mismo y hundirse en un pozo de arena movediza.
El dogmatismo desemboca fácilmente en el fanatismo, que no es más que el delirio de la convicción y el culto a lo incuestionable, a lo que no puede ponerse en duda. Quien no carece de certezas y se empeña a toda costa en defender sus verdades, en últimas, quien no conoce la incertidumbre y la falibilidad de la vida, la verdad y la historia, termina absolutizando su propia perspectiva y visión de las cosas y queriendo imponérselas a los demás. Ya decía el filósofo E.M. Cioran que: “el que ama indebidamente a un dios, obliga a los otros a amarlo, en espera de exterminarlos si se rehúsan […] No se mata más que en nombre de dios o de sus sucedáneos; los excesos suscitados por la diosa razón, por la idea de nación, de clase o de raza son parientes de los de la inquisición o la reforma”.
Estas acertadas palabras de Cioran han tenido, desafortunadamente, bastante realización en la historia: el nacionalismo racista alemán, las guerras religiosas a lo largo y ancho del mundo, las guerras inter-étnicas en África, la dictadura estalinista falsamente en nombre del proletariado, etc., han hecho evidente que “toda fe ejerce una forma de terror”. La verdad petrificada por la fe, marmolizada e inmune a la crítica, no escapa a esta caracterización. Por eso, el dogmatismo que deviene en fanatismo es sólo eso: la tiranía de la verdad que fácilmente desemboca en el terror. Las experiencias políticas del siglo pasado, especialmente el nazismo y el estalinismo soviético, fueron verdaderas patologías del poder, patologías donde el dogmatismo recalcitrante y rabioso se materializó en la solución final o en las llamadas purgas.
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El dogmático que ha devenido en fanático concibe al otro como enemigo, como alguien al que hay que obligar, y si se niega, hay que eliminar. El fanático puede asesinar en nombre de una idea, de sus convicciones. La historia está llena de este tipo de personas. El filósofo colombiano Darío Botero Uribe decía, y con razón, que: “los credos religiosos y los partidos políticos, han derramado más sangre que cualquier otra causa a través de la historia”. Y esto es claro en el fanatismo religioso y en el fanatismo político. Basta recordar la violencia bipartidista del siglo pasado en Colombia, donde liberales y conservadores se eliminaban entre sí en los campos y en los pueblos, desde luego, azuzados por los jefes de los dos partidos que atizaban la guerra desde sus oficinas de la capital.
Desgraciadamente hoy en Colombia abundan las posturas dogmáticas. La política y sus contenidos han devenido en dogmas. Hay una política cercana a las prácticas religiosas de antaño, tan proclives a la violencia. En ella, el dios de la religión se ha desplazado al caudillo, de derecha o de izquierda; los dogmas del evangelio, han transmutado en eslóganes y frases hechas para descalificar al otro, para marcarlo, para negarlo; las redes sociales han sustituido al púlpito donde los conservadores lanzaban sus improperios contra los liberales. En la actualidad, los medios contribuyen a esos excesos, pues replican las formas de macartismo, de señalamientos, reproducen los contenidos fabricados por los políticos, por los asesores de prensa, que como en otros tiempos, usan los medios como instrumentos para movilizar las pasiones y los afectos sociales. Estas prácticas enrarecen más el ambiente de discusión pública, cuando se usan las llamas “bodegas”, perfiles falsos, y los llamados haters (“odiadores”) etc., los cuales se parecen a chulavitas o a sesiones de asalto, especie de terroristas digitales cuya misión es propagar la mentira, el odio, buscando la lapidación moral (que puede impulsar la eliminación física) del adversario.
Lo que revela el dogmatismo es el fondo bestial del entusiasmo y las patologías de la fe y sus convicciones que se pueden materializar como formas de terror y como atentado contra cualquier pensamiento libre y crítico. El dogmatismo es, pues, la dictadura del prejuicio, y la negación del diálogo, la conversación, la posibilidad del consenso, y el rechazo a priori de la diversidad ideológica que alimenta la opinión pública y la vida de las sociedades. De esta manera, se pervierte el concepto de democracia, el cual históricamente, por lo menos en los tiempos modernos, tiene sustento en el individuo social racional, mesurado, reflexivo, consciente de la necesidad de la socialidad, de la autorresponsabilidad, y como pilar de la sana convivencia al interior del Estado moderno.
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El dogmatismo es enemigo de la co-existencia y de la sana convivencia entre las personas. O, mejor, el dogmatismo como sistema cerrado de ideas es contrario a la pluralidad de cosmovisiones e imaginarios sociales; imagina, por otro lado, un mundo chato, cerrado y unidimensional. Es un peligro para la democracia colombiana, pues es amigo de actitudes tan nocivas como la personalidad autoritaria, el absolutismo de las ideas y la intolerancia. El dogmatismo no admite la diferencia, la divergencia, el pluralismo y desemboca en el pensamiento único que aniquila a quien se encuentra en la otra orilla ideológica.
Hoy debemos reivindicar la crítica, la reflexión, promover la autonomía de la persona, difundir la cultura política y fortalecer los valores sociales. No hay manera de superar nuestros ciclos de violencia si no hay un cambio de perspectiva, si no evaluamos las prácticas, si no comprendemos que los políticos usan a la población como sus puntas de lanza para lograr sus particulares y mezquinos intereses. El ciudadano debe comprender que él no puede ser usado como un alfeñique en los juegos del poder de las clases gobernantes. Por eso, la reflexión y el juicio sobre la política, los programas; la comprensión de las estrategias del poder, de su relación con los medios y con la manera como movilizan sus ideas, son prerrequisitos necesarios si queremos democratizar eso que Husserl y Habermas trataron como “el mundo de la vida” o totalidad ontológica de sentido en la cual habitamos, vivimos.
Es la democratización de la vida cotidiana, y el cuestionamiento de las macro-estructuras institucionalizadas del poder, más la acción colectiva y creativa, alumbradas por una utopía común que le dé dirección a esa praxis, las que pueden cualificar el espacio democrático en Colombia.