Los platos sucios se lavan en casa (Cuentos de sábado en la tarde)
Como parte de nuestra serie “Cuentos de sábado en la tarde”, presentamos el cuento “Los platos sucios se lavan en casa”.
Oscar Laverde
Cuando lavo la loza, es cuando más hablo conmigo mismo, miro como el agua se desvanece, para dejarme ver en cada vaso, en cada plato, en cada cuchillo, el reflejo de mi vida, de mi pasado inmediatamente anterior. Ahora mismo aprieto duro con el puño, el mango de una sartén, la refriego mientras vuela a mi mente lo que más fritó mi corazón. Empiezo a pensar, sin cerrar la llave, esa banda sonora de mi introspección. Comienzo a escucharme, porque ya no tengo nadie que escuche siquiera mis pensamientos.
Han pasado casi dos meses desde que se fue y se llevó a los niños. Su último grito explotó mis tímpanos, ¡tras, tras!, la puerta retumbó, mientras mis ojos ardían y reproducían su cara infinitamente, mi corazón no dejaba de brincar, es más, nunca lo ha dejado de hacer. Desde ese día sufro taquicardias al levantarme y segundos antes de conciliar el sueño. Siempre es que es duro restregar esto. Mi mente murmuraba: se marchó para siempre, mientras mis piernas la escuchaban y se desmoronaban hasta quedar de rodillas. La pesadilla de este sueño ya murió, paz en la tumba de mi alma y buen viento para aquella desgraciada.
Y aquí estoy tirando esponjilla con grasa negra, de duelo, tratando de ser fuerte y olvidar, pensando que todo acabó como un funeral, donde no queda nada más que recoger los recuerdos para esconderlos en el lugar más alto del armario o debajo de las escaleras, por si algún día el alma se llena de valor y comete la indelicadeza de escarbar lo que debió desaparecer para siempre. ¡Soltar!, debemos ¡soltar! Muchas cosas oculté, pero otras aparecieron para seguir atormentándome y hacer menos sola la soledad que se me vino encima.
Ya estamos separados. Ya no hay vuelta atrás. Solo he visto a los niños dos veces desde que ese portazo sacudió mi vida. Las cosas se han puesto difíciles, una extraña peste proveniente de un murciélago tiene al mundo confinado en sus casas, y como si fuera poco el único trabajo que me había salido me lo acabaron de cancelar, porque nadie quiere verse con nadie, todo el mundo tiene miedo de contagiarse, y a mí lo único que se me ha pegado es esta maldita soledad y esta obsesión por seguir lavando cada trasto infinitamente.
La última vez que vi a mis hijos fue hace ocho días. Me contaron que estaban aburridos donde la abuela, lloramos, querían que nos arregláramos, me lo suplicaban. Fue triste y no supe qué decirles. Mi hija menor, Rosario, tiene doce años y ama el teatro, al igual que su tía, a la cual solo ve en televisión. Ricardito, mi primogénito, es un joven juicioso, le gusta el deporte y la literatura, cumplió quince años el pasado diciembre, hace 5 meses. Ahora abro de nuevo la poma, está más dura, pero el agua sale caliente. ¡Cómo los extraño!
Ayer me enteré por una publicación en Facebook que habían volado a Madrid de la mano de su madre. Tenían mi consentimiento firmado para un intercambio estudiantil desde el pasado diciembre, cuando los cuatro amábamos la Navidad y todavía ninguno sabía, que lo que Dios había unido para siempre, iba a terminar como terminó. No lo podía creer, nadie me dijo nada, tengo ganas de pasarle a esa maldita este rebanador de papas por su garganta, pero ya está muy lejos.
Sigo refregando y descubro que no soy nada más de lo que brilla en cada vasija, en cada frasco recién enjuagado, soy un reflejo de lo que quedo de mí, un hombre solo, abandonado por la que creía que era su familia, y que para rematar acabó de perder la única esperanza de tener un ingreso para pagar el arriendo y los servicios. Todo por culpa de ella y de un asqueroso murciélago mal hervido que algún hambriento se comió.
Muchos se preguntarán ¿Qué fue lo qué pasó? Algunos dirán: algo hizo para que lo dejaran así y se le llevaran los hijos. La ropa sucia se lava en casa, pero los platos los lavo acá, en esta historia. Porque estoy solo, porque ya no hay casa, ni nadie que me escuche, ni que me GRITE y TORTURE, porque ahora hablo y me confieso con esta maldita cuchara que se mofa mientras me salpica la cara.
El chorro del grifo está al máximo y yo me riego como el jabón. Que me pillaron coqueteando con la vecina, se llamaba Amaranta y de apellido Perea, ¡increíble! Que la señora que nos hacía el aseo, ahora me lo hace solo a mí, y ahora se acuesta en mi cama con el celador, y eso que solo viene una vez a la semana.
—Qué bonita guitarra Don Alejandro, yo también toco— me dijo el celador.
Que el cerebro está conectado con el corazón y este con la sinrazón, y que por eso es mejor sentir que pensar, que por eso doy una vuelta cada hora cuando trato de dormir, porque soy bueno de una manera que nadie conoce, que el molinillo ahora suena como Astronomy de Pink Floyd en un solo diluido de chocolate diluyéndose por el sifón, que cuando estoy con todos es cuando más solo me siento.
Sonó el teléfono y lo llené de jabón, contesté pensando en algo de compañía, quizá ese amigo que no ha vuelto llamar, un polo a tierra. Escuché la voz de Natalia París.
—Cuando se acabe esto me voy a vivir España, muchas gracias, pero estoy en una reunión, cualquier cosa yo los llamo—
Mierda me mojé todo. Sequé el celular. Era la misma mujer, pero con otra voz, igual de sensual, para mí siempre es la misma, si la misma que desde mi primer trabajo siempre me ofrece una tarjeta de crédito de cualquier banco o supermercado. Ahora tengo más tiempo para imaginarme como será ¿Quién estará detrás de ese teléfono? Opsss se me blanqueó el cerebro, pero sigo lavando la loza.
Le bajo la presión al chorro para no pegarme otra empapada y sigo con una cacerola que tiene huevo, la dejé como zapato recién embolado. Así dejaba el piso del restaurante que nos llevó a la quiebra cuando lo trapeaba. Ella y yo lo inauguramos con tanta ilusión, renunciamos a nuestros empleos buscando la tan mentada y dichosa liberación económica, pero no funcionó.
Se nos fue la vida tratando de ganarla, 7 días a la semana partiéndonos el lomo, adelantándonos al sol para poder tener el mercado a tiempo. Yo cruzando sin pena esa delgada línea entre ser propietario, mesero y domiciliario a la vez. Ya se habían ido esos tiempos dorados cuando ganaba premios, buena plata y dirigía grupos de muchachos inquietos, buscando hacer más divertida la tan vilipendiada labor publicitaria. Estos últimos tiempos perdieron el brillo, en lugar de ascensos y medallas, recibía reclamos por la tardanza del domicilio y unas cuantas monedas custodiadas hasta mi mano por las miradas humillantes de los que siempre tienen la razón.
Los últimos dos años realmente fueron opacos, pelando papas, aprendiendo a hacer lo que más sé hacer ahora: lavar loza. Entre pelar y pelear los sobreviví, las cuentas no cuadraban, los días libres se esfumaron y la monotonía me consumía, mientras ella se divertía elaborando el menú y dándole instrucciones al cocinero. Parecía que no le afectaba nada, claro como no era su plata, ni sus ahorros los que se estaban evaporándose.
Así terminaba los días acompañado, pero sintiéndome solo, no tanto como me siento ahora. Vivía exhausto, siempre queriendo llegar a la cama para olvidar el día y comenzar el martirio de la noche. Acostarse a dormir espalda con espalda, al lado de la ingrata, aquella llamada María, que cuando yo me iba con el cocinero se divertía. Soltemos, sigamos soltando lo que sentimos, que algún día la grasa y los sobrados terminarán por irse sifón abajo. Por lo menos estos dos pocillos que están en remojo no son tan retrecheros ni traicioneros como el otro par.
Contra la voluntad de ella vendí el restaurante, prácticamente lo regalé, pero no había de otra, solo generaba gastos y no dejaba ni un solo peso. Un sinsentido para tanto esfuerzo. Claro, ella tenía sus razones para no venderlo, solo que yo no las veía. Tan rico cuando el marido pone el negocio y ella pone lo otro, pero para otro. Así fue, la pasión entró en cuarentena y el amor en los tiempos del restaurante se enfrió tanto como el agua que baja por este tenedor. Quisiera dejarlo tan limpio para ensuciarlo de nuevo con la sangre de sus malditos cuerpos. Traidores de m… Ay jueputa me corté.
Ya vendido el restaurante los rumores seguían cocinándose
—Viejo Alejo a su mujer la veo a toda hora con el cocinero—
—Alejandro me pareció verla al fondo del parque con el man ese que le trabajaba—
—Mijo, ¿por qué María tiene que pasársela con ese cocinero? Es su esposa, debe respetarlo—
Lo demás lo supondrán: los reclamos, las mentiras, la traición, los insultos, chismes y más chismes, hasta que me escupió la verdad en la cara, pegó el portazo y se llevó a los niños.
Esta última semana ha sido larga. Estaba ilusionado con lo del trabajo, la llamé por WhatsApp a España, ya tenía argumentos económicos para hacerlo, le dije que volviera con los niños, que podíamos dejar lo malo atrás, que mis padres me habían enseñado que cuando un plato se rompe se remienda y queda más fuerte. Ella me dijo que los suyos le habían enseñado que cuando un plato se rompe se bota a la basura. Claro, no sabía que su Anthony Bourdain ya le había llegado, tampoco me imaginaba que ayer me iban a cancelar lo del diplomado que querían que dictara.
Todo se juntó, y aunque solo ha pasado un día desde que mi mal nombrada familia se me voló en un nada humanitario vuelo a Madrid, esa llamada me lo confirmó todo.
—Sí, acá estamos donde mi prima, me consiguió trabajo en un restaurante colombiano muy cerca a la puerta del sol y al kilómetro cero—
—Silencio total—
—Prefiero decírtelo yo y que no te enteres por otras personas, él también está acá—
Colgué, pero como no le dije que me quedé sin diplomado, ya me ha escrito tres veces en las últimas dos horas para pedirme plata, dizque para los muchachos. Yo sé que también es para mantenerlo a él, pero como no tengo, mejor ni respondo. Ahora me duelen tanto mis hijos, me duelen más que está cortada, que también arde y que convierte en espuma roja el agua del jabón.
Esta peste nueva dizque viene de la China, no parece, pues dicen que va a durar mucho. No tiene obsolescencia programada como todos los productos made in de allá. Según dicen los teóricos de los antiguos astronautas, es un virus diseñado por una civilización que vive debajo de la tierra y se prepara para brotar de nuevo y recuperar lo que antes era suyo. Amanecerá y veremos.
El jabón cae con el agua y me deja ver que la vajilla en la que antes almorzábamos los cuatro también es de China. Espero que este plato no se me rompa como ya le paso a nuestro amor.
Si hubiera sabido desde antes que su corazón y sus lágrimas eran porquería almibarada nunca hubiera inflado el pecho, ni habría hecho por amor este doctorado en lavar loza. Porque por más que lo intenta, el diablo no puede dejar de serlo, por eso escribe ahora desde Madrid disfrazando su perfil de María, llenando de amargura mi soledad.
Aunque lo quisiera, no tengo nada para enviarles, y sí lo quiero porque los amo, tampoco tengo como pagar la hipoteca del apartamento, ni los recibos, ni las otras deudas que dejó el restaurante. Solo tengo las fuerzas de Míster Músculo para seguir lavando una y otra vez los mismos vasos, a ver si logró desengrasar mis penas y dejar limpios todos estos malditos recuerdos del ayer y de los minutos que acaban de pasar. Este es mi presente y quizá deba limpiarlo de una maldita vez.
No voy a caer en la bebida, ni pienso tomar cloro para huirle al virus, tampoco voy a meditar para llenarme de optimismo, al diablo con la mentalidad tipo coaching, mi único desahogo está en este plateado y oxidado lavaplatos, y la solución a mis males quizá la encuentre en una olleta, en una sartén o qué sé yo.
Ya aprendí a hablar solo, estoy librando la batalla más cruenta contra la desidia, la procrastinación y el aburrimiento. ¿Qué les voy a dejar a mis hijos? Me acuesto de nuevo en la cama, pero me paro de un brinco. La pensadera me duele menos cuando la esponjilla arruga mis dedos y me deja en blanco. Sobre ese lienzo solo veo un enorme titular que ahora se repite una y otra vez ¿Qué les vas a dejar Alejandro? ¿Qué les vas a dejar Alejandro?
¿Qué les vas a dejar Alejandro?
Algo tengo que dejarles, que tal María los abandone y se largue con ese cocinero a vivir lo que siempre quiso, una vida sin responsabilidades llena de aventuras e incertidumbre. Así piensa ella, no me explico para qué me propuso matrimonio y para qué me insistió tener hijos, si eso no está en su ADN de bruja hippie. Ella somete, pero no se somete a nada que la comprometa. Tengo miedo por el futuro de mis hijos, mucho más miedo del que me produce romper esta refractaria de vidrio enjabonada.
Aún conservo los cubiertos que me regalaron mis viejos cuando niño, pensaba dejárselos a mis hijos, pero creo que es mejor tomar de una vez la fatal decisión de limpiarme de la faz de la tierra, así ellos podrán reclamar el seguro de vida que compré en Navidad. Solo espero que su madre no les vaya a quitar lo único que puedo dejarles. No creo, tampoco es tan mala como el diablo que finge ser.
Ya estoy preparado, reviso de arriba para abajo y de abajo para arriba, no pasa nada con mi vida, quizá en el cielo encuentre mi dulce compañía. No creo que allá laven la loza con tanta rabia y dolor como lo hago yo. Aquí estoy confundido, contemplando el paso que debo dar, como lo hacen las ollas limpias cuando miran con nostalgia los sobrados del pasado.
Agarro con fuerza el cuchillo del pan y pienso que quizá yo también soy un sobrado. Al diablo con el diablo, y a mí que me taje cuál pan francés este mugriento cuchillo de sierra. Lo aprieto muy fuerte sobre mi abdomen, va pa adentro y al fondo, para que los dientes rasguen bien lo que tienen que trepanar.
Y así acabé con mi existencia, con la esperanza cifrada en un vil seguro de vida. Pensé que iba derecho para el cielo, pero la cruel cobardía de borrar con mi sangre las penas, fue todo un error. Llegue, pero al infierno, y asome mi cabeza en medio de una piscina de sobras de comida, todos los que estaban a mi alrededor se relamían con pedazos de cáscaras, frijoles podridos y toda clase de lavazas sobre sus comisuras, todos los cuerpos incluyendo el mío flotaban en medio del hedor y de la podredumbre.
—¿Qué es esto? ¿Dónde estoy? —
Un hombre rubio de barba larga reconoció mi acento y me contestó.
—¿Usted también es colombiano? Estamos en el infierno amigo, más bien cuénteme ¿Qué hizo tan malo para merecer esta maldita agonía? —
Fui breve, no le iba a contar tanto de mi vida como les conté a ustedes, solo repliqué
—Con la crisis económica del coronavirus me suicidé para que mis hijos cobrarán el seguro de vida y aquí vine a parar. ¿Y a usted qué lo trajo a este baño de maldad? —
—Trabajé como abogado de varias aseguradoras y por supuesto engañé a muchas personas vendiéndoles seguros como el que le vendieron a usted. ¿Hace cuánto se lo vendieron? —
—Lo compré unos seis meses antes de clavarme la puñalada que me tiene a su lado. —
—Bueno, supongo que sabe que en nuestro antiguo país los seguros no cubren el suicidio, sino hasta después de dos años de haberlo adquirido. —
Una ola de pega de arroz me atragantó terminando de enmudecerme. En medio de los sobrados que siempre limpie termine ahogado. Me convertí en el primer hombre en morir después de estar muerto.
María, ¿Ahora para que infierno me mandarás?
Cuando lavo la loza, es cuando más hablo conmigo mismo, miro como el agua se desvanece, para dejarme ver en cada vaso, en cada plato, en cada cuchillo, el reflejo de mi vida, de mi pasado inmediatamente anterior. Ahora mismo aprieto duro con el puño, el mango de una sartén, la refriego mientras vuela a mi mente lo que más fritó mi corazón. Empiezo a pensar, sin cerrar la llave, esa banda sonora de mi introspección. Comienzo a escucharme, porque ya no tengo nadie que escuche siquiera mis pensamientos.
Han pasado casi dos meses desde que se fue y se llevó a los niños. Su último grito explotó mis tímpanos, ¡tras, tras!, la puerta retumbó, mientras mis ojos ardían y reproducían su cara infinitamente, mi corazón no dejaba de brincar, es más, nunca lo ha dejado de hacer. Desde ese día sufro taquicardias al levantarme y segundos antes de conciliar el sueño. Siempre es que es duro restregar esto. Mi mente murmuraba: se marchó para siempre, mientras mis piernas la escuchaban y se desmoronaban hasta quedar de rodillas. La pesadilla de este sueño ya murió, paz en la tumba de mi alma y buen viento para aquella desgraciada.
Y aquí estoy tirando esponjilla con grasa negra, de duelo, tratando de ser fuerte y olvidar, pensando que todo acabó como un funeral, donde no queda nada más que recoger los recuerdos para esconderlos en el lugar más alto del armario o debajo de las escaleras, por si algún día el alma se llena de valor y comete la indelicadeza de escarbar lo que debió desaparecer para siempre. ¡Soltar!, debemos ¡soltar! Muchas cosas oculté, pero otras aparecieron para seguir atormentándome y hacer menos sola la soledad que se me vino encima.
Ya estamos separados. Ya no hay vuelta atrás. Solo he visto a los niños dos veces desde que ese portazo sacudió mi vida. Las cosas se han puesto difíciles, una extraña peste proveniente de un murciélago tiene al mundo confinado en sus casas, y como si fuera poco el único trabajo que me había salido me lo acabaron de cancelar, porque nadie quiere verse con nadie, todo el mundo tiene miedo de contagiarse, y a mí lo único que se me ha pegado es esta maldita soledad y esta obsesión por seguir lavando cada trasto infinitamente.
La última vez que vi a mis hijos fue hace ocho días. Me contaron que estaban aburridos donde la abuela, lloramos, querían que nos arregláramos, me lo suplicaban. Fue triste y no supe qué decirles. Mi hija menor, Rosario, tiene doce años y ama el teatro, al igual que su tía, a la cual solo ve en televisión. Ricardito, mi primogénito, es un joven juicioso, le gusta el deporte y la literatura, cumplió quince años el pasado diciembre, hace 5 meses. Ahora abro de nuevo la poma, está más dura, pero el agua sale caliente. ¡Cómo los extraño!
Ayer me enteré por una publicación en Facebook que habían volado a Madrid de la mano de su madre. Tenían mi consentimiento firmado para un intercambio estudiantil desde el pasado diciembre, cuando los cuatro amábamos la Navidad y todavía ninguno sabía, que lo que Dios había unido para siempre, iba a terminar como terminó. No lo podía creer, nadie me dijo nada, tengo ganas de pasarle a esa maldita este rebanador de papas por su garganta, pero ya está muy lejos.
Sigo refregando y descubro que no soy nada más de lo que brilla en cada vasija, en cada frasco recién enjuagado, soy un reflejo de lo que quedo de mí, un hombre solo, abandonado por la que creía que era su familia, y que para rematar acabó de perder la única esperanza de tener un ingreso para pagar el arriendo y los servicios. Todo por culpa de ella y de un asqueroso murciélago mal hervido que algún hambriento se comió.
Muchos se preguntarán ¿Qué fue lo qué pasó? Algunos dirán: algo hizo para que lo dejaran así y se le llevaran los hijos. La ropa sucia se lava en casa, pero los platos los lavo acá, en esta historia. Porque estoy solo, porque ya no hay casa, ni nadie que me escuche, ni que me GRITE y TORTURE, porque ahora hablo y me confieso con esta maldita cuchara que se mofa mientras me salpica la cara.
El chorro del grifo está al máximo y yo me riego como el jabón. Que me pillaron coqueteando con la vecina, se llamaba Amaranta y de apellido Perea, ¡increíble! Que la señora que nos hacía el aseo, ahora me lo hace solo a mí, y ahora se acuesta en mi cama con el celador, y eso que solo viene una vez a la semana.
—Qué bonita guitarra Don Alejandro, yo también toco— me dijo el celador.
Que el cerebro está conectado con el corazón y este con la sinrazón, y que por eso es mejor sentir que pensar, que por eso doy una vuelta cada hora cuando trato de dormir, porque soy bueno de una manera que nadie conoce, que el molinillo ahora suena como Astronomy de Pink Floyd en un solo diluido de chocolate diluyéndose por el sifón, que cuando estoy con todos es cuando más solo me siento.
Sonó el teléfono y lo llené de jabón, contesté pensando en algo de compañía, quizá ese amigo que no ha vuelto llamar, un polo a tierra. Escuché la voz de Natalia París.
—Cuando se acabe esto me voy a vivir España, muchas gracias, pero estoy en una reunión, cualquier cosa yo los llamo—
Mierda me mojé todo. Sequé el celular. Era la misma mujer, pero con otra voz, igual de sensual, para mí siempre es la misma, si la misma que desde mi primer trabajo siempre me ofrece una tarjeta de crédito de cualquier banco o supermercado. Ahora tengo más tiempo para imaginarme como será ¿Quién estará detrás de ese teléfono? Opsss se me blanqueó el cerebro, pero sigo lavando la loza.
Le bajo la presión al chorro para no pegarme otra empapada y sigo con una cacerola que tiene huevo, la dejé como zapato recién embolado. Así dejaba el piso del restaurante que nos llevó a la quiebra cuando lo trapeaba. Ella y yo lo inauguramos con tanta ilusión, renunciamos a nuestros empleos buscando la tan mentada y dichosa liberación económica, pero no funcionó.
Se nos fue la vida tratando de ganarla, 7 días a la semana partiéndonos el lomo, adelantándonos al sol para poder tener el mercado a tiempo. Yo cruzando sin pena esa delgada línea entre ser propietario, mesero y domiciliario a la vez. Ya se habían ido esos tiempos dorados cuando ganaba premios, buena plata y dirigía grupos de muchachos inquietos, buscando hacer más divertida la tan vilipendiada labor publicitaria. Estos últimos tiempos perdieron el brillo, en lugar de ascensos y medallas, recibía reclamos por la tardanza del domicilio y unas cuantas monedas custodiadas hasta mi mano por las miradas humillantes de los que siempre tienen la razón.
Los últimos dos años realmente fueron opacos, pelando papas, aprendiendo a hacer lo que más sé hacer ahora: lavar loza. Entre pelar y pelear los sobreviví, las cuentas no cuadraban, los días libres se esfumaron y la monotonía me consumía, mientras ella se divertía elaborando el menú y dándole instrucciones al cocinero. Parecía que no le afectaba nada, claro como no era su plata, ni sus ahorros los que se estaban evaporándose.
Así terminaba los días acompañado, pero sintiéndome solo, no tanto como me siento ahora. Vivía exhausto, siempre queriendo llegar a la cama para olvidar el día y comenzar el martirio de la noche. Acostarse a dormir espalda con espalda, al lado de la ingrata, aquella llamada María, que cuando yo me iba con el cocinero se divertía. Soltemos, sigamos soltando lo que sentimos, que algún día la grasa y los sobrados terminarán por irse sifón abajo. Por lo menos estos dos pocillos que están en remojo no son tan retrecheros ni traicioneros como el otro par.
Contra la voluntad de ella vendí el restaurante, prácticamente lo regalé, pero no había de otra, solo generaba gastos y no dejaba ni un solo peso. Un sinsentido para tanto esfuerzo. Claro, ella tenía sus razones para no venderlo, solo que yo no las veía. Tan rico cuando el marido pone el negocio y ella pone lo otro, pero para otro. Así fue, la pasión entró en cuarentena y el amor en los tiempos del restaurante se enfrió tanto como el agua que baja por este tenedor. Quisiera dejarlo tan limpio para ensuciarlo de nuevo con la sangre de sus malditos cuerpos. Traidores de m… Ay jueputa me corté.
Ya vendido el restaurante los rumores seguían cocinándose
—Viejo Alejo a su mujer la veo a toda hora con el cocinero—
—Alejandro me pareció verla al fondo del parque con el man ese que le trabajaba—
—Mijo, ¿por qué María tiene que pasársela con ese cocinero? Es su esposa, debe respetarlo—
Lo demás lo supondrán: los reclamos, las mentiras, la traición, los insultos, chismes y más chismes, hasta que me escupió la verdad en la cara, pegó el portazo y se llevó a los niños.
Esta última semana ha sido larga. Estaba ilusionado con lo del trabajo, la llamé por WhatsApp a España, ya tenía argumentos económicos para hacerlo, le dije que volviera con los niños, que podíamos dejar lo malo atrás, que mis padres me habían enseñado que cuando un plato se rompe se remienda y queda más fuerte. Ella me dijo que los suyos le habían enseñado que cuando un plato se rompe se bota a la basura. Claro, no sabía que su Anthony Bourdain ya le había llegado, tampoco me imaginaba que ayer me iban a cancelar lo del diplomado que querían que dictara.
Todo se juntó, y aunque solo ha pasado un día desde que mi mal nombrada familia se me voló en un nada humanitario vuelo a Madrid, esa llamada me lo confirmó todo.
—Sí, acá estamos donde mi prima, me consiguió trabajo en un restaurante colombiano muy cerca a la puerta del sol y al kilómetro cero—
—Silencio total—
—Prefiero decírtelo yo y que no te enteres por otras personas, él también está acá—
Colgué, pero como no le dije que me quedé sin diplomado, ya me ha escrito tres veces en las últimas dos horas para pedirme plata, dizque para los muchachos. Yo sé que también es para mantenerlo a él, pero como no tengo, mejor ni respondo. Ahora me duelen tanto mis hijos, me duelen más que está cortada, que también arde y que convierte en espuma roja el agua del jabón.
Esta peste nueva dizque viene de la China, no parece, pues dicen que va a durar mucho. No tiene obsolescencia programada como todos los productos made in de allá. Según dicen los teóricos de los antiguos astronautas, es un virus diseñado por una civilización que vive debajo de la tierra y se prepara para brotar de nuevo y recuperar lo que antes era suyo. Amanecerá y veremos.
El jabón cae con el agua y me deja ver que la vajilla en la que antes almorzábamos los cuatro también es de China. Espero que este plato no se me rompa como ya le paso a nuestro amor.
Si hubiera sabido desde antes que su corazón y sus lágrimas eran porquería almibarada nunca hubiera inflado el pecho, ni habría hecho por amor este doctorado en lavar loza. Porque por más que lo intenta, el diablo no puede dejar de serlo, por eso escribe ahora desde Madrid disfrazando su perfil de María, llenando de amargura mi soledad.
Aunque lo quisiera, no tengo nada para enviarles, y sí lo quiero porque los amo, tampoco tengo como pagar la hipoteca del apartamento, ni los recibos, ni las otras deudas que dejó el restaurante. Solo tengo las fuerzas de Míster Músculo para seguir lavando una y otra vez los mismos vasos, a ver si logró desengrasar mis penas y dejar limpios todos estos malditos recuerdos del ayer y de los minutos que acaban de pasar. Este es mi presente y quizá deba limpiarlo de una maldita vez.
No voy a caer en la bebida, ni pienso tomar cloro para huirle al virus, tampoco voy a meditar para llenarme de optimismo, al diablo con la mentalidad tipo coaching, mi único desahogo está en este plateado y oxidado lavaplatos, y la solución a mis males quizá la encuentre en una olleta, en una sartén o qué sé yo.
Ya aprendí a hablar solo, estoy librando la batalla más cruenta contra la desidia, la procrastinación y el aburrimiento. ¿Qué les voy a dejar a mis hijos? Me acuesto de nuevo en la cama, pero me paro de un brinco. La pensadera me duele menos cuando la esponjilla arruga mis dedos y me deja en blanco. Sobre ese lienzo solo veo un enorme titular que ahora se repite una y otra vez ¿Qué les vas a dejar Alejandro? ¿Qué les vas a dejar Alejandro?
¿Qué les vas a dejar Alejandro?
Algo tengo que dejarles, que tal María los abandone y se largue con ese cocinero a vivir lo que siempre quiso, una vida sin responsabilidades llena de aventuras e incertidumbre. Así piensa ella, no me explico para qué me propuso matrimonio y para qué me insistió tener hijos, si eso no está en su ADN de bruja hippie. Ella somete, pero no se somete a nada que la comprometa. Tengo miedo por el futuro de mis hijos, mucho más miedo del que me produce romper esta refractaria de vidrio enjabonada.
Aún conservo los cubiertos que me regalaron mis viejos cuando niño, pensaba dejárselos a mis hijos, pero creo que es mejor tomar de una vez la fatal decisión de limpiarme de la faz de la tierra, así ellos podrán reclamar el seguro de vida que compré en Navidad. Solo espero que su madre no les vaya a quitar lo único que puedo dejarles. No creo, tampoco es tan mala como el diablo que finge ser.
Ya estoy preparado, reviso de arriba para abajo y de abajo para arriba, no pasa nada con mi vida, quizá en el cielo encuentre mi dulce compañía. No creo que allá laven la loza con tanta rabia y dolor como lo hago yo. Aquí estoy confundido, contemplando el paso que debo dar, como lo hacen las ollas limpias cuando miran con nostalgia los sobrados del pasado.
Agarro con fuerza el cuchillo del pan y pienso que quizá yo también soy un sobrado. Al diablo con el diablo, y a mí que me taje cuál pan francés este mugriento cuchillo de sierra. Lo aprieto muy fuerte sobre mi abdomen, va pa adentro y al fondo, para que los dientes rasguen bien lo que tienen que trepanar.
Y así acabé con mi existencia, con la esperanza cifrada en un vil seguro de vida. Pensé que iba derecho para el cielo, pero la cruel cobardía de borrar con mi sangre las penas, fue todo un error. Llegue, pero al infierno, y asome mi cabeza en medio de una piscina de sobras de comida, todos los que estaban a mi alrededor se relamían con pedazos de cáscaras, frijoles podridos y toda clase de lavazas sobre sus comisuras, todos los cuerpos incluyendo el mío flotaban en medio del hedor y de la podredumbre.
—¿Qué es esto? ¿Dónde estoy? —
Un hombre rubio de barba larga reconoció mi acento y me contestó.
—¿Usted también es colombiano? Estamos en el infierno amigo, más bien cuénteme ¿Qué hizo tan malo para merecer esta maldita agonía? —
Fui breve, no le iba a contar tanto de mi vida como les conté a ustedes, solo repliqué
—Con la crisis económica del coronavirus me suicidé para que mis hijos cobrarán el seguro de vida y aquí vine a parar. ¿Y a usted qué lo trajo a este baño de maldad? —
—Trabajé como abogado de varias aseguradoras y por supuesto engañé a muchas personas vendiéndoles seguros como el que le vendieron a usted. ¿Hace cuánto se lo vendieron? —
—Lo compré unos seis meses antes de clavarme la puñalada que me tiene a su lado. —
—Bueno, supongo que sabe que en nuestro antiguo país los seguros no cubren el suicidio, sino hasta después de dos años de haberlo adquirido. —
Una ola de pega de arroz me atragantó terminando de enmudecerme. En medio de los sobrados que siempre limpie termine ahogado. Me convertí en el primer hombre en morir después de estar muerto.
María, ¿Ahora para que infierno me mandarás?