Los verdaderos dueños del triunfo son “los nadie”
Los auténticos dueños del triunfo del equipo de futbol, son quienes Eduardo Galeano definió como “los nadie”, considerados sin importancia cuando se toman decisiones; insignificantes en el momento de abrir los caminos del futuro, insustanciales en el conocimiento, hiervas que crecen a la orilla del camino y que pueden ser arrancados de la tierra. Muchachos como Sneider o Jeison, que acompañan a su equipo en cada juego.
Alberto Berón y Jhon Harold Giraldo
Provienen de barrios con nombres sonoros: Romelia, la Capilla, Guadualito, El Martillo, Santa Isabel o Frailes. En el lugar más visible de sus casas puede reposar el recorte de prensa con la foto de los astros del club local que lucen el uniforme amarillo y rojo, estrellas capaces de iluminar vidas, agregar pasión a la cotidianidad. Sus seguidores son trabajadores y trabajadoras, niños y jóvenes, para quienes el balompié es y será el único teatro, la exposición de arte, escuela de la existencia, utopía colectiva, archivo de la memoria.
Suelen caminar infatigables para llegar al estadio; se detienen en algún semáforo y piden apoyo para alcanzar su meta. Por cuántos años, ellos y sus mayores han realizado la misma peregrinación de atravesar la ciudad de Pereira, realizar viajes en condiciones precarias a cualquier parte del país, con la disposición intacta de acompañar en el triunfo o en la derrota -generalmente la última- a su amado equipo, elevando al cielo himnos compuestos por los poetas de su barra, saltando y cantando juntos en la “tribuna de gorriones”.
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Acompañar a su club, remite a una experiencia trasmitida de generación en generación: la misma fe y compromiso, sin importar años de ilusiones rotas o de caídas al sótano del descenso. Ser hincha es aprender a persistir en la esperanza, cuyo fuego cambia de color e intensidad, pero cuyo calor jamás se apaga, sabiendo que la eternidad se juega en noventa minutos donde himnos y gritos de apoyo no cesarán de combustionar el estadio. De allí que conquistar la primera estrella, se constituya, luego de años de espera, en una toma del cielo por asalto.
Llevaron con entrega y perseverancia las banderas; no claudicaron en temporadas continuas de derrota y solo la muerte interrumpió su disposición, como aquel hijo de la legendaria pordiosera habitante del centro histórico de la ciudad, conocida como “guspelao”, que durante los años ochenta y noventa animó y narró los partidos del Deportivo Pereira, como si estuviera de verdad en el estadio, hasta desfallecer de olvido entre la alucinación y la pobreza en algún rincón. Sobre ellos, se levanta la gran sustancia de la memoria de un equipo de fútbol.
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Pero cuando se pasa de habitar la derrota y se conquista una primera estrella, el pase de acceso a la final sube de precio, llega a techos que el humilde hincha con dificultad podrá alcanzar. En ese momento se debería estar atento, cuando las banderas del “amado y sufrido equipo” son instaladas en las ventanillas de automóviles de más de 50.000 dólares, e invitar al partido final a una chica de siliconas y juiciosa lipo-escultura, se transforma en evento de moda y prestigio entre quienes jamás han usado la camiseta amarilla y roja. Meses atrás fueron calificados de pandilleros y de vándalos, les cerraron puertas, se instalaron rejas a su paso, les adjudicaron desmanes, se satanizó su participación en el Paro Nacional del 2021 o su beligerancia activa en las llamadas “Primeras líneas”.
Finalmente, recordemos cómo el futbol permite frenar la tendencia a la guerra civil. Según Tomas Hobbes, en la cancha, mientras transcurre el cotejo, el esclavo tiene la ilusión de imponerse sobre su amo, acudiendo a Hegel, mientras las generaciones del presente redimen las derrotas del pasado, como lo consideró Benjamin. Por eso alcanzar la gloria, tiene para los hinchas, la forma de conquista de las estrellas, algo que imaginó antes que existiera el futbol, el escritor y preso político de la Revolución francesa Louis Auguste Blanquí, al representar las ilusiones de redención social de los marginados, como una eternidad para los astros. Por lo anterior es bueno invocar que en la riqueza y en la juventud sobran los admiradores, pero en el momento de la derrota, solo están presentes los verdaderos compañeros.
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Suelen caminar infatigables para llegar al estadio; se detienen en algún semáforo y piden apoyo para alcanzar su meta. Por cuántos años, ellos y sus mayores han realizado la misma peregrinación de atravesar la ciudad de Pereira, realizar viajes en condiciones precarias a cualquier parte del país, con la disposición intacta de acompañar en el triunfo o en la derrota -generalmente la última- a su amado equipo, elevando al cielo himnos compuestos por los poetas de su barra, saltando y cantando juntos en la “tribuna de gorriones”.
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Llevaron con entrega y perseverancia las banderas; no claudicaron en temporadas continuas de derrota y solo la muerte interrumpió su disposición, como aquel hijo de la legendaria pordiosera habitante del centro histórico de la ciudad, conocida como “guspelao”, que durante los años ochenta y noventa animó y narró los partidos del Deportivo Pereira, como si estuviera de verdad en el estadio, hasta desfallecer de olvido entre la alucinación y la pobreza en algún rincón. Sobre ellos, se levanta la gran sustancia de la memoria de un equipo de fútbol.
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