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Juana Ramírez de Asbaje sufrió el abandono de su padre y llegó al palacio siendo una adolescente. Algunos familiares, con los que vivía, se querían desembarazar de ella desde que su madre la dejó en custodia para armar vida con otro hombre.
Leonor Carreto, virreina de Nueva España, la admitió para su servicio y se encariñó con ella por su viveza e inteligencia. La joven asistía a las fiestas del palacio y a sus ritos, y gozaba de sus privilegios.
A los veinte años entró al convento de San Jerónimo. Allí, cuenta Octavio Paz en Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, compuso versos que no hablan de su entrega a Dios sino del mundo de los hombres, lo que escandalizó a Francisco de Aguiar y Seijas, arzobispo de México.
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Su confesor, el jesuita Antonio Núñez de Miranda, le aconsejó repetidas veces dedicarse más a la Iglesia que a los versos profanos. Ella no atendió su llamado y siguió escribiendo, para fortuna de la poesía, versos mundanos de este tenor.
“Hombres necios que acusáis / a la mujer sin razón, / sin ver que sois la ocasión / de lo mismo que culpáis: / si con ansia sin igual / solicitáis su desdén, / ¿por qué queréis que obren bien / si las incitáis al mal?”.
El padre Antonio, que trabajaba como censor del Santo Oficio, le prohibió seguir escribiendo, a lo que sor Juana respondió con ese tono que la hizo merecedora de un título que le dio la historia: pionera del feminismo en América.
“Los privados y particulares estudios ¿quién los ha prohibido a las mujeres? ¿No tienen alma racional como los hombres?”.
En la Carta a sor Filotea, considerada el primer escrito feminista del nuevo mundo, sor Juana defiende el derecho de la mujer a la educación y al conocimiento. Cuenta en esas líneas que buscó el convento para poder leer y escribir en silencio. Revela, sin embargo, que los obstáculos saltaban a la vista. “Como los ratos que destino a mi estudio son los que sobran de lo regular de la comunidad, esos mismos les sobran a las otras para venirme a estorbar”.
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La famosa carta terminó enredándole la vida con la jerarquía de la Iglesia, porque allí dejó en claro que su decisión de entrar al convento no correspondía a una vocación religiosa: “Para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir”.
Los últimos dos años de su vida, sor Juana vivió lejos de la escritura y aceptó que durante sus veinticinco años en el convento había permanecido fuera de la religión y ocupada en escritos mundanos.
Octavio Paz es concluyente. “El convento no era escala hacia Dios sino refugio de una mujer que estaba sola en el mundo”.