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Lugarcomún (Cuentos de sábado en la tarde)

Estoy aquí tratando de inventarme un sentimiento para conmoverte, pero no encuentro ánimo para la manipulación. Una vez, nos cruzamos, yo bajando y tú subiendo, y nos dijimos algo parecido a un saludo. Otra vez, estábamos sentados juntos mirando hacia adelante y nos tocábamos las manos como se tocan las cosas entre ellas.

Cristian Meneses
11 de julio de 2020 - 10:38 p. m.
“Cositas eléctricas como los caramelos que revientan en la boca”.
“Cositas eléctricas como los caramelos que revientan en la boca”.
Foto: Cristian Meneses
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Esas dos veces, que fueron el final y el inicio, tiñeron lo de la mitad. Entonces los recuerdos que me quedan son así, lugarescomunes. Piensa, por ejemplo, que todo lo que recuerdas de tu infancia es un bucle de saludoscómoestás y respuestas bienytúgracias. Que el grito de dolor de algún raspón en medio de un juego en la calle haya sido dictado por las reglas del nomeimportanada y que ese grito sucedió porque la gente grita cuando se raspa, no por el dolor. Ya sé que no puede ser así, pero y ¿qué hago? Así recuerdo lo que pasó entre nosotros. Un beso en un ascensor, un toque en el cuello, un mensaje, una teta, un paquete de sal, lavandina, un zangoloteo amoroso, un cartón de huevos, un encuentro, tarugos, la receta de la berenjena a la hornalla, un regalo, un viaje en un tren a zona oeste. ¿Ves?

Para mí sería importante saber qué piensas de mí. No me importas tú, pero si tu pensamiento. Es latencia, interferencia, cositas eléctricas como los caramelos que revientan en la boca. Creo que te digo esto porque no vamos a volver a hablar. Soy como un mal actor que anticipa toda la obra, todos los textos, todas las situaciones y reacciona sin ritmo. Y eso para el actor puede que esté bien, en últimas solamente le sucede en el escenario. Pero si, además, le sucediera mientras camina a su casa después de la función sería devastador, como las plagas en los cultivos, como la costumbre de la violencia, como la televisión, como yo en ese lapso entre el final y el inicio. Pobre exnovio que pasó levitando, sin rozar ningún detalle de cariño o amor, por nuestra relación, eso estarás pensando. Y yo quisiera decir que esto es propio de nuestra generación, y así sumo a todos los muchachos en esta voz del importaculismo, pero no puedo, porque es efectista y porque no soy filosofo.

No me estoy defendiendo, quiero atacarme y tambalear en el primer round, pero estoy atrás, en la última fila dándole la espalda al cuadrilátero y mirando la pared con humedad. Y no tengo idea de dónde estás tú ni de si la humedad es por una filtración. Y cuando, por un ruido extraño, doy la vuelta para ver, me aparecen historias de instagram sin sentido. Tus historias y las de otros. Hay unas con fotos del cuadrilátero y de cómo le están dando una paliza a la persona que está ahí y pienso que yo ya lo sabía y que es una obviedad cargada de redundancia tener que mirar eso en el celular. De vuelta hacia la pared pienso en la palabra perogrullada mientras descascaro la pintura costra por costra. Una vez dije perogrullada y me preguntaste que qué era y yo te respondí y me sentí superior. Así de triste era la cosa. Y estuve toda una semana pensando en una nueva palabra para decirla casualmente y que tú preguntaras y yo respondiera. Una fue galimatías, y forcé todo para que tú dijeras un galimatías y yo te lo nombrara, pero nunca pasó porque eres muy elocuente. Entonces me tocó usar la opción de la modestia y fabricar un galimatías espontáneo para después reconocerlo mientras hablaba. Y me fui elevando de a poquitos y dejé de tocar y de rozar las cosas. Luego yo bajaba y tú subías y el holabiengracias y el final.

Por un periodo me indignó eso. Pensaba que lo peor era ver que me trataras con cortesía de pasillo. Ya no éramos novios, pero igual, qué hice yo para merecer cortesía. Esas sonrisas de pasillo, junto con la publicidad y los maniquíes son el cascaron vacío de mi moral, que va de aquí para allá, a veces consciente y preocupada por la vida y el futuro, y a veces derrochadora, taxónoma de las diferencias insalvables de las personas y aprovechadora. Se va ajustando, calculadora. Pero esa es mi moral, no la tuya. Si acaso, debía ser yo el de la cortesía, el de la pregunta de rutina y el de los ojos hundidos e indescifrables. Así que aprendiste de mí. Por qué… Qué te hice yo para que pasara esto. Las horasdías que pasaron entre la certeza de que nuestra relación ya se había acabado y el final las viví con miedo de encontrarte. No calculé las probabilidades porque la matemática se me diluía en los nervios, pero eran altas, tenían que ser altas. Dos personas en un mismo edificio que visitan casi diariamente deben cruzarse en algún momento. Pavor de que ese momento iba a ser ahora (el ahora del pasado). Subía y ya lo presentía. Bajaba y también. Lo mejor era que no podía anticiparlo. Esa tembladera era alentadora, era una incógnita, era el accidente en el que ya no creía. Pero mi mamácostumbre se fue asomando a acunar a su bebémiedoso. Tanto arrullo se volvió olvido y perdí el temor. Y así bajaba un día, y tú subiste, era tarde, y apareció tu cara sin gesto, tu cuerpo blanco, tu pelo liso y quieto, y tu pecho paciente tramitó el momento.

De ahí en adelante te odié. Quería otra oportunidad contigo, otro principio de relación lleno de excitación, fascinación, aprendizaje. Sí, iba a soportar eso. Lo iba a atravesar como la persona más sana del mundo para llegar a la mitad de la relación y dejar que todo se pudriera. Que eso que me excitaba siguiera su curso directo hacia el fastidio. Que te dieras cuenta, sin que te lo dijera, de que mi fascinación por ti era condescendencia. Que el aprendizaje era utilidad. Yo iba a ser el catalizador y me iba revolcar en ti lo que fuera necesario hasta que me dijeras que me odiabas sin ningún tipo de cortesía en la cara. Esa iba a ser mi victoria, mi guerra, mi suciedad. Eso iba a ser algo. Y lo construí en mi fantasía nocturna, situación, diálogo, didascalia, alma de supervillano. Hasta que, descuartizándote, dejé de odiarte. No odiaba tus orejas, chau, no las quiero más en mi imaginación; no odiaba tus dientes, chau, no son importantes para la atmosfera de esta escena; no odiaba otra parte, chau, es mucho texto, al fin y al cabo. Hacia el final ya no era odio si quiera, era desdén. Me dejaste de importar y comencé a anticipar todo, y de la obra quedó un romance que le gusta a la gente cuando la ve. La publiqué en facebook y tuve algunos megusta.

Qué me importa. Voy a comprar unas cosas en el supermercado. Lavandina, una berenjena, un paquete de sal, un juguetito de un tren que sale de la estación y en la mitad del recorrido le avisan que las empresas ferroviarias se privatizaron y quebraron y que el hierro del riel se fundió y la madera del durmiente se quemó y la planicie se hundió, un cartón de huevos y unos tarugos. Cuando vuelva, releo esto que te estoy escribiendo, ¿sí? Si es necesario le hago cambios y lo dejo sin terminar en el vagón de lujo del tren de juguete. Lo pongo encima de una repisa que me obligue a verlo todos los días para que, a plena vista de mi rutina, se me olvide.

Por Cristian Meneses

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