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                                                                                                                                  Las muchachas de Luis Tejada

                                                                                                                                  Especial “Luis Tejada Cano: las pasiones de un cronista”. Al cumplirse cien años de su muerte, honramos al llamado “Príncipe de los cronistas”, el antioqueño Luis Tejada, que hizo de la crónica un juguete poético para desarmar a punta de paradojas, ironía, metáforas audaces y aforismos. Esta relectura desvela el universo femenino del escritor, diminuto en el conjunto de su obra, pero significativo.

                                                                                                                                  Maryluz Vallejo Mejía

                                                                                                                                  Las mujeres en la obra de Luis Tejada: Sarah Bernhardt, Tórtola Valencia, Norka Rouskaya, Gabriela Mistral y Paquita Escribano, cuyo talento y presencia dejaron una huella en la cultura y la literatura de su época.
                                                                                                                                  Foto: Leandro rodríguez
                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  Gracias por ser nuestro usuario. Apreciado lector, te invitamos a suscribirte a uno de nuestros planes para continuar disfrutando de este contenido exclusivo.El Espectador, el valor de la información.

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                                                                                                                                  Foto: Leandro rodríguez
                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  Empecemos por la venerable actriz Sarah Bernhardt, recién muerta en París cuando le dedicó una elegía; la española Alejandrina Caro, que el artista vio actuar en el Teatro Bolívar de Medellín; la también ibérica Tórtola Valencia, que se volvió loca mientras bailaba su danza preferida en un teatro de La Habana; Norka Rouskaya, bailarina clásica que se presentó en el Teatro Colón y lo llevó a exaltar la expresión más sublime del movimiento; la chilena Gabriela Mistral, a quien calificó de “el gran poeta de América” (no poetisa, que era la denominación a la usanza); la cantante española Paquita Escribano y la reina de Egipto, Cleopatra, que para él no fue una simple “hembra voluptuosa” ya que tenía el alma fría de un gran político.

                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  Pero el poeta de las cosas minúsculas y la lírica mayúscula, pertinaz observador del microcosmos femenino, cambia el tono burlesco cuando habla de una pálida muchacha, con los zapatos gastados, que vio embelesada mirando el escaparate de un almacén en la calle Real. El cronista revolucionario se conmueve ante la imposibilidad de que “esa pobre niña” pudiera comprar alguna de las prendas exhibidas. Por no mencionar la honda impresión que le causaban las mujeres mal vestidas (él, que iba descachalandrado por la vida), que no tenían cómo disimular sus miserables existencias.

                                                                                                                                  “Para que una mujer sea verdaderamente bella debe ser un poco fea”, escribió Tejada con su humor paradojal, más cercano al platonismo que al cinismo, y por ello no dudó en destronar a la Venus de Milo, cuya belleza perfecta le horrorizaba. Incluso, en un elogio que le hace al poeta José Asunción Silva insiste en que la belleza no es una cualidad eterna sino circunstancial y por ello la Venus mencionada ya no era bella, o al menos no lograba apasionar. Apelando a la paradoja, su recurso supremo, escribió en un par de crónicas que las mujeres bellas no necesariamente eran amadas mientras había feas que inspiraban grandes pasiones, y que las mujeres ingeniosas siempre tenían más amigos que amantes, porque la belleza y el ingenio no eran cualidades absolutamente indispensables para suscitar el amor. Todo para concluir que una mujer puede ser fea, pero si tiene “magnetismo sexual”, o sea, una “indefinible racha erótica” triunfará en el amor: “Experimentamos casi un choque al mirarlas a los ojos o al rozarles la piel con nuestros dedos” (frase que habrá causado sofocos entre los lectores). Y agrega con tono sentencioso: “Hasta ahora hemos medido inconscientemente el valor de la mujer por su belleza o su inteligencia, pero ya creo que deberíamos medirlo tomando más bien como base esa ‘capacidad de amar’, cualidad que se me hace a mí extraordinariamente preciosa”.

                                                                                                                                  En su minuciosa exploración filosófica de temas fútiles, escribió sobre “El descote”. Según su apotegma, cuando este se normalizara mataría la curiosidad en los hombres porque “una mujer inquieta más y es tanto más sensual, cuando más vestida vaya. ¿No habéis sentido nunca el influjo turbador de esas mujeres herméticas, que llevan un velo espeso sobre la faz y las misteriosas manos enguantadas?”. Para mayor sorpresa, Tejada se refirió al arte de arreglarse las uñas de los pies y de las manos, válido para los dos géneros, pero recomendaba en particular a las féminas mantenerlas cuidadas y traslúcidas para atraer la felicidad. Con la misma vehemencia condenaba a las mujeres que cometían el crimen de “cortarse el cabello alrededor de la nuca” (desconociendo que se imponía el corte a lo garçon).

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  En esa misma vena psicológica, Tejada renegó en “Los retratos” de las fotografías que congelaban la gracia, el espíritu y la belleza de las mujeres amadas. Y va esta oda exaltada: “Ah, el movimiento tiene en ciertas mujeres un sentido místico y recóndito, un no sé qué trascendente que las incorpora más visiblemente que a todos los otros seres al ritmo del mundo, que hace sensibles en ellas de un modo singular la armonía inefable del Universo”.

                                                                                                                                  Ese movimiento volvió a ser tema en “La bailarina”: “la muchacha fea, con una feúra verdadera y doliente, que le granjeaba el desprecio de los hombres”, pero una vez subida en las tablas del café parecía arrancada de un cuadro alucinante de Degas, “porque el movimiento vivifica y hermosea la materia”.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  Hay que abonarle a Tejada, el descreído del amor, el largo viaje que se echó a caballo desde la capital hasta Pereira para casarse, el 6 de septiembre de 1922, en la Catedral de Nuestra Señora de la Pobreza, para más inri, y llevar a su mujer a vivir a una pensión misérrima en el centro de Bogotá, epicentro de la bohemia. Él, que había renegado del vínculo conyugal en varias crónicas y se mofó de su ídolo Anatole France y de su amigo José Mar porque habían contraído matrimonio —como se contrae un virus—, mudó de parecer para convertirse en el marido más devoto. Por su parte, Julieta, además de ser musa, se volvió su secretaria, la que copiaba los textos al dictado porque a él le daba pereza sentarse a escribir y despegar la mano de su pipa. Parecida a la pipa adherida a la boca de Luis Vidales, carnal de Tejada desde que se cruzaron en la calle y el cronista supo que el poeta era primo hermano de su esposa.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  Julieta, a quien Tejada admiró por su talento y su fuerza, y en quien debió intuir esa “indefinible racha erótica” ya descrita —sin desconocer que era una mujer bella—, derrumbó sus prejuicios machistas. Poseía, además, ese atributo de la “mujer ideal” definido por el escritor: el sentido de lo imprevisto. Y para haberse casado con un bohemio y calavera como él, debió ser un alma verdaderamente intrépida, según dice el biógrafo John Galán Casanova. Su amor sobrevivió a no pocas pruebas en el breve tiempo que vivieron juntos. Primero, la pobreza franciscana, que los llevó a colgarse varios meses con el arriendo y no tener dinero para la comida y el tabaco, pero ellos distraían sus afugias conversando. Y segundo, la pérdida de su primogénito, que esperaban con emoción pero nació muerto. Meses después, Tejada falleció en Girardot, a los 26 años, de tuberculosis, y de poesía (“como la poeta Marie Barkischeff”, al decir de Eduardo Caballero Calderón) y Julieta reviviría el luto. Agonizante, la eterna viuda le dijo a Adel López Gómez, amigo de la entraña, que esos dos años con Luis Tejada fueron los más venturosos de su vida. A su muerte, ocurrida en 1946 en Cartago, podrían haberle puesto este epitafio tejadiano: “Quedé empezada”.

                                                                                                                                  *La versión original de este artículo se publicó en la Agenda Cultural de la Universidad de Antioquia, n.° 321, julio de 2024.

                                                                                                                                  Por Maryluz Vallejo Mejía

                                                                                                                                  Ver todas las noticias
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