Luis Vidales, París y otros anexos
Vidales vivió varios carcelazos. ¿El delito? Ser subversivo: escribir poesía, decir sus verdades, despreciar a los ídolos con pies de barro o de humo, o de nada. Sin embargo, las cárceles le dejaron la sonrisa intacta. También la memoria. Por eso echa hacia atrás la mariposa del recuerdo y se ve en París en la década del veinte del siglo XX.
José Luis Garcés González
Es una tarde bogotana de 1984. ¿O 1985? No recuerdo, y, en verdad, poco importa. Veníamos de la Feria del Libro. Ya había llovido. Cuando subíamos a su apartamento, bajaba por la estrecha escalera Nijole Sivicas, la mamá de Antanas Mockus, que era escultora. Nos vio y dijo algo que no entendí. Se rio estrepitosamente.
Le sugerimos leer Cecilia Porras: precursora de la modernidad artística
El maestro Luis Vidales nos esperaba (¿nos esperaba?, no creo, lo asaltamos) en pijama, en su biblioteca, fumando primero cigarrillo y luego pipa, hablando con embrujo y desenfado, entregando parte de la historia que pocos conocen, sin escatimar respuesta, entendiendo y (practicando) que todo hombre tiene su historia, su memoria, su pasado; no importa que haya franjas oscuras o actitudes que, siendo puro extracto de la vida, algunos consideren sospechosas.
Luis Vidales era bajito, pero dinámico. Era jovial, informal, portador de un calor humano asombroso. Esa tarde estaba tomando su brandy medicinal. La conversación se dio a pedazos, entre risotadas e interrupciones. Que nadie espere coherencias. Hay saltos cronológicos y revoltillo temático. Allí estaban Joaquín Peña Gutiérrez, su amigo, y Andrés Elías Flórez, entre otros.
De pronto alguno de los allegados dice: “El maestro Vidales ha sufrido más de 40 carcelazos”. El viejo lo mira y se sonríe. El último, y quizá el más famoso, fue en el gobierno de Julio César Turbay. Lo llevaron a las caballerizas de Usaquén. ¿El delito? Ser subversivo: escribir poesía, decir sus verdades, despreciar a los ídolos con pies de barro o de humo, o de nada. Sin embargo, las cárceles le dejaron la sonrisa intacta. También la memoria. Por eso echa hacia atrás la mariposa del recuerdo y se ve en París en la década del veinte del siglo XX.
“Yo creo que tengo mucho de François Villón, también de Rimbaud”.
En junio de 1926 llegó Luis Vidales a París. Finalizaba la primavera. En marzo del mismo año el maestro había publicado Suenan timbres y había efectuado la primera revolución poética en Colombia. Con conocimiento previo de la tradición, había roto la tradición. Conocer, para después desconocer y asumir la vanguardia, fue su fórmula desde cuando su padre le enseñó a los siete años los sonetos de don Francisco de Quevedo y Villegas. Algo de lo cual algunos jóvenes aspirantes a poetas de hoy no tienen la menor noción.
Luis Vidales estuvo en Paris de 1926 a 1930.
En la capital de Francia, por culpa del amor, lo apresaron unos detectives. Lo acusaban de vivir con una menor que se había conseguido una mañana cuando se asomó a la ventana. La seducción fue algo original. Veamos. Ella lo miró y, de súbito, le preguntó si era novelista. Ella estaba buscando un novelista para enamorarse. Adoraba a los narradores. No, dijo Luis Vidales, soy poeta. Bueno, aunque no eres lo que deseo encontrar, eres un intelectual, me transo, dijo Fernanda Velarmé, y subió al apartamento. Fernanda era gordita, bajita, amorosa, generosa con los hombres, pues tenía el útero excesivamente caliente. Pese a su figura, la joven había sido reina de la muchachada de Montparnasse. Y ahora era la reina de Vidales, que en esos tiempos usaba gafas, chivera y pipa: intelectual a más no poder. Intelectual vestido de intelectual.
Se enamoraron y se pusieron a vivir. Y se amaron con intensidad, con fuego, con cuerpo y con alma. Alguien lo inculpó de estar fornicando con una menor de edad. Y el rumor llegó hasta la autoridad. Luego, la acusación policial.
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Después de ser interrogado en la prefectura y amenazado con ser puesto en la frontera, todo se arregló cuando Luis Vidales les dijo que entonces se iría a Alemania a escribir sobre la cultura alemana. Que idolatraba a Goethe y a Schiller. Así tocó el viejo rencor de los franceses hacia los teutones. Estaban en esas cuando entró Fernanda y dijo que no la jodieran, que ella no era ninguna chicuela, y que si vivía con Luis Vidales era por su gusto y que no se metieran en su vida privada. Los policías, que eran franceses, bajaron la cabeza. Sin darles un bofetón, la mujer los había golpeado en el rostro de la vergüenza. Los dos amantes salieron cogidos de la mano y fueron a la casa, ya se supone a qué. En sus cuerpos tomaron el desquite por el atrevimiento policial.
En otra ocasión, dentro de su currículo amatorio, que en esos años no era escaso, Vidales demoró un mes tratando de penetrar a una chica “mema”. Utilizaba todas las posturas, y nada. Usaba vaselina, y nada. Le enseñó relajación oriental, y nada. La vagina, hermética, se resistía a sus acosos. A los treinta días desistió y la mandó a su casa. Alta, linda, de un perfil avasallador, pelo oscuro, la moza le enviaba cartas, pero Luis Vidales no contestaba. Al final, en la misiva de despedida la chica le mandó a pedir los pantaloncitos “que había dejado en la mesa de noche”. Esta mujer, cuenta Vidales, vivió después con el maestro Rozo Contreras, quien sí pudo estar sexualmente con ella. “Varias veces le pregunté cuál fue el secreto para penetrarla, pero el talentoso músico nunca me lo quiso revelar”, aseguraba el poeta.
Como era obligatorio, Vidales conoció a los surrealistas. La primera vez que lo vio, Luis Aragón, se montó por las verjas a un edificio de tres pisos del barrio Latino. Lo hizo para llamar la atención y hacer el espectáculo. Era medio día. Ya arriba, amenazó con tirarse. Abajo, algunas transeúntes se agarraban nerviosas los cabellos. Llegó la policía y le instó a desistir de su propósito. Aragón no les paró bolas. Cuando le dio la gana se bajó, estiró la mano y pidió plata. Luis Vidales le dio aplausos. Lo mismo hicieron sus acompañantes. No obstante, sus amigos en París, además de los pintores y caricaturistas, fueron los colombianos Jorge Eliécer Gaitán, Juan Lozano y Alejandro Vallejo. Y sus acreedores poéticos: Rimbaud, Villon y Rabelais, por los cuales profesó una admiración sin límites.
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Cuenta el maestro que cuando murió el escritor Anatole France, enemigo de los surrealistas, estos fueron en la noche al lugar donde velaban el cadáver y le abofetearon el rostro con toallas mojadas. Para golpear más, escribieron un manifiesto titulado: “No habéis abofeteado un cadáver”. En la comisión punitiva estaban Bretón, Aragón y de Chirico, entre otros.
“No hay que preguntarse: ¿dónde está la poesía? Sino: ¿dónde no está la poesía?”
Muchas personas interrogaban a Luis Vidales: cómo explicar que siendo estadístico también fuera poeta. No entendían esa contradicción. No creían factible que las dos disciplinas tuvieran relaciones o cercanías. La respuesta del hijo de Calarcá era la siguiente: “Cuando uno consigue una chica todo el mundo comenta y dice que se levantó su número, hasta en eso opera la estadística. ¿Complacidos?” Y para ensanchar el asombro debe recordarse que Vidales publicó, además de Suenan timbres, La obreríada, y Los poemas del abominable hombre del barrio de Las Nieves, los siguientes volúmenes: La historia de la Estadística en Colombia, Tratado de estética, La circunstancia social en el Arte, y La insurrección desplomada, el 9 de abril, su teoría y su praxis.
Estando en París, tradujo a Rilke y esa poesía fue publicada en El Tiempo, al lado de una traducción de Gabriela Mistral. “La diferencia podía notarse”, dice el maestro, y se empina otro brandy solo, pues nosotros estábamos por otro lado de lo espirituoso y no queríamos disminuirle su medicina.
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Vale decir que para imprimir Suenan timbres se requirieron $ 5.000, que llegaron por el camino de una herencia de una tía de un amigo solvente. El contrato para publicarlo se estableció a finales de 1925. Cuando en una de sus giras revolucionarias para apoyar a los obreros del petróleo, Vidales preguntó en la Librería Mogollón, de Barrancabermeja, cuántos libros suyos habían vendido, alarmados y estupefactos nada le respondieron, pues no entendían los dueños del negocio que un autor fuera a cobrar el importe de sus libros. Colombia no llegaba a la mitad del siglo XX. No sé si se ha avanzado algo en ese aspecto.
El famoso Rendón le hizo cuatro caricaturas, Luis Vidales conservó tres. Con Rendón peleaban, pero se querían mucho. El carácter de los dos era antagónico. En un rapto de enemistad, Rendón le hizo a Luis Vidales una caricatura donde el poeta se parecía a un sapo, que ya es clásica. Luis Vidales, para responderle con altura, le puso a la caricatura un verso de Whitman: “El sapo es una obra maestra de Dios”.
Cuando salió Suenan timbres, Carlos E. Restrepo, prohombre de la época, dijo en el Senado que eso no era poesía ni era prosa, sino “germanía”. Esto contribuyó a la propaganda del libro y la gente lo compraba para ver qué era eso de “germanía”. Sin embargo, Vidales, para molestarlo, le mandó su poemario con una dedicatoria burlona: “A don Antonio José Restrepo, hombre público de la lejana república de Colombia, e insigne candidato para cadáver, con el ruego de que lo lea cuando vuelva a nacer”.
De Suenan timbres, por la primera edición, no recibió un solo peso. Por la segunda, le entregaron $10.000 en Colcultura. Al mismo Luis Vidales le tocó comprar sus propios libros. Esto lo hizo con el Tratado de estética y La insurrección desplomada, que hoy no se encuentran. ¿Alguien los tiene?
Ese abril de 1984, ¿o 1985?, los súbitos visitantes salimos a la noche. Nos tocó la escalera del descenso, que era un laberinto tocado de sombras. Vidales se quedó solo en su pieza estrecha; pequeño, de gafas, de bigote encanecido, vestido con pulóver azul, ahora de retorno a la cabecera de la cama, fumando y bebiendo su brandy terapéutico. Recuerdo que era domingo, había llovido y las calles de ese barrio bogotano estaban casi solas. Uno o dos fantasmas, con los cuellos levantados y el tranco largo, apresuraban el paso sin mirar a nadie. Es posible que fueran personajes de su libro Poemas del abominable hombre del barrio de Las Nieves. El 14 de junio de 1990, cuando se acabó la botella que le había recomendado su médico personal y se agotó la carnadura de su pipa, Luis Vidales se incorporó al gran batallón de los poetas muertos. Este año de peste se cumplieron tres décadas.
Es una tarde bogotana de 1984. ¿O 1985? No recuerdo, y, en verdad, poco importa. Veníamos de la Feria del Libro. Ya había llovido. Cuando subíamos a su apartamento, bajaba por la estrecha escalera Nijole Sivicas, la mamá de Antanas Mockus, que era escultora. Nos vio y dijo algo que no entendí. Se rio estrepitosamente.
Le sugerimos leer Cecilia Porras: precursora de la modernidad artística
El maestro Luis Vidales nos esperaba (¿nos esperaba?, no creo, lo asaltamos) en pijama, en su biblioteca, fumando primero cigarrillo y luego pipa, hablando con embrujo y desenfado, entregando parte de la historia que pocos conocen, sin escatimar respuesta, entendiendo y (practicando) que todo hombre tiene su historia, su memoria, su pasado; no importa que haya franjas oscuras o actitudes que, siendo puro extracto de la vida, algunos consideren sospechosas.
Luis Vidales era bajito, pero dinámico. Era jovial, informal, portador de un calor humano asombroso. Esa tarde estaba tomando su brandy medicinal. La conversación se dio a pedazos, entre risotadas e interrupciones. Que nadie espere coherencias. Hay saltos cronológicos y revoltillo temático. Allí estaban Joaquín Peña Gutiérrez, su amigo, y Andrés Elías Flórez, entre otros.
De pronto alguno de los allegados dice: “El maestro Vidales ha sufrido más de 40 carcelazos”. El viejo lo mira y se sonríe. El último, y quizá el más famoso, fue en el gobierno de Julio César Turbay. Lo llevaron a las caballerizas de Usaquén. ¿El delito? Ser subversivo: escribir poesía, decir sus verdades, despreciar a los ídolos con pies de barro o de humo, o de nada. Sin embargo, las cárceles le dejaron la sonrisa intacta. También la memoria. Por eso echa hacia atrás la mariposa del recuerdo y se ve en París en la década del veinte del siglo XX.
“Yo creo que tengo mucho de François Villón, también de Rimbaud”.
En junio de 1926 llegó Luis Vidales a París. Finalizaba la primavera. En marzo del mismo año el maestro había publicado Suenan timbres y había efectuado la primera revolución poética en Colombia. Con conocimiento previo de la tradición, había roto la tradición. Conocer, para después desconocer y asumir la vanguardia, fue su fórmula desde cuando su padre le enseñó a los siete años los sonetos de don Francisco de Quevedo y Villegas. Algo de lo cual algunos jóvenes aspirantes a poetas de hoy no tienen la menor noción.
Luis Vidales estuvo en Paris de 1926 a 1930.
En la capital de Francia, por culpa del amor, lo apresaron unos detectives. Lo acusaban de vivir con una menor que se había conseguido una mañana cuando se asomó a la ventana. La seducción fue algo original. Veamos. Ella lo miró y, de súbito, le preguntó si era novelista. Ella estaba buscando un novelista para enamorarse. Adoraba a los narradores. No, dijo Luis Vidales, soy poeta. Bueno, aunque no eres lo que deseo encontrar, eres un intelectual, me transo, dijo Fernanda Velarmé, y subió al apartamento. Fernanda era gordita, bajita, amorosa, generosa con los hombres, pues tenía el útero excesivamente caliente. Pese a su figura, la joven había sido reina de la muchachada de Montparnasse. Y ahora era la reina de Vidales, que en esos tiempos usaba gafas, chivera y pipa: intelectual a más no poder. Intelectual vestido de intelectual.
Se enamoraron y se pusieron a vivir. Y se amaron con intensidad, con fuego, con cuerpo y con alma. Alguien lo inculpó de estar fornicando con una menor de edad. Y el rumor llegó hasta la autoridad. Luego, la acusación policial.
Le sugerimos leer Las otras Américas de la historia
Después de ser interrogado en la prefectura y amenazado con ser puesto en la frontera, todo se arregló cuando Luis Vidales les dijo que entonces se iría a Alemania a escribir sobre la cultura alemana. Que idolatraba a Goethe y a Schiller. Así tocó el viejo rencor de los franceses hacia los teutones. Estaban en esas cuando entró Fernanda y dijo que no la jodieran, que ella no era ninguna chicuela, y que si vivía con Luis Vidales era por su gusto y que no se metieran en su vida privada. Los policías, que eran franceses, bajaron la cabeza. Sin darles un bofetón, la mujer los había golpeado en el rostro de la vergüenza. Los dos amantes salieron cogidos de la mano y fueron a la casa, ya se supone a qué. En sus cuerpos tomaron el desquite por el atrevimiento policial.
En otra ocasión, dentro de su currículo amatorio, que en esos años no era escaso, Vidales demoró un mes tratando de penetrar a una chica “mema”. Utilizaba todas las posturas, y nada. Usaba vaselina, y nada. Le enseñó relajación oriental, y nada. La vagina, hermética, se resistía a sus acosos. A los treinta días desistió y la mandó a su casa. Alta, linda, de un perfil avasallador, pelo oscuro, la moza le enviaba cartas, pero Luis Vidales no contestaba. Al final, en la misiva de despedida la chica le mandó a pedir los pantaloncitos “que había dejado en la mesa de noche”. Esta mujer, cuenta Vidales, vivió después con el maestro Rozo Contreras, quien sí pudo estar sexualmente con ella. “Varias veces le pregunté cuál fue el secreto para penetrarla, pero el talentoso músico nunca me lo quiso revelar”, aseguraba el poeta.
Como era obligatorio, Vidales conoció a los surrealistas. La primera vez que lo vio, Luis Aragón, se montó por las verjas a un edificio de tres pisos del barrio Latino. Lo hizo para llamar la atención y hacer el espectáculo. Era medio día. Ya arriba, amenazó con tirarse. Abajo, algunas transeúntes se agarraban nerviosas los cabellos. Llegó la policía y le instó a desistir de su propósito. Aragón no les paró bolas. Cuando le dio la gana se bajó, estiró la mano y pidió plata. Luis Vidales le dio aplausos. Lo mismo hicieron sus acompañantes. No obstante, sus amigos en París, además de los pintores y caricaturistas, fueron los colombianos Jorge Eliécer Gaitán, Juan Lozano y Alejandro Vallejo. Y sus acreedores poéticos: Rimbaud, Villon y Rabelais, por los cuales profesó una admiración sin límites.
Si le interesa leer más de Cultura, le sugerimos: Un libro para conversar de equidad racial
Cuenta el maestro que cuando murió el escritor Anatole France, enemigo de los surrealistas, estos fueron en la noche al lugar donde velaban el cadáver y le abofetearon el rostro con toallas mojadas. Para golpear más, escribieron un manifiesto titulado: “No habéis abofeteado un cadáver”. En la comisión punitiva estaban Bretón, Aragón y de Chirico, entre otros.
“No hay que preguntarse: ¿dónde está la poesía? Sino: ¿dónde no está la poesía?”
Muchas personas interrogaban a Luis Vidales: cómo explicar que siendo estadístico también fuera poeta. No entendían esa contradicción. No creían factible que las dos disciplinas tuvieran relaciones o cercanías. La respuesta del hijo de Calarcá era la siguiente: “Cuando uno consigue una chica todo el mundo comenta y dice que se levantó su número, hasta en eso opera la estadística. ¿Complacidos?” Y para ensanchar el asombro debe recordarse que Vidales publicó, además de Suenan timbres, La obreríada, y Los poemas del abominable hombre del barrio de Las Nieves, los siguientes volúmenes: La historia de la Estadística en Colombia, Tratado de estética, La circunstancia social en el Arte, y La insurrección desplomada, el 9 de abril, su teoría y su praxis.
Estando en París, tradujo a Rilke y esa poesía fue publicada en El Tiempo, al lado de una traducción de Gabriela Mistral. “La diferencia podía notarse”, dice el maestro, y se empina otro brandy solo, pues nosotros estábamos por otro lado de lo espirituoso y no queríamos disminuirle su medicina.
Le sugerimos leer Alicia Alonso: el lucero de la técnica cubana
Vale decir que para imprimir Suenan timbres se requirieron $ 5.000, que llegaron por el camino de una herencia de una tía de un amigo solvente. El contrato para publicarlo se estableció a finales de 1925. Cuando en una de sus giras revolucionarias para apoyar a los obreros del petróleo, Vidales preguntó en la Librería Mogollón, de Barrancabermeja, cuántos libros suyos habían vendido, alarmados y estupefactos nada le respondieron, pues no entendían los dueños del negocio que un autor fuera a cobrar el importe de sus libros. Colombia no llegaba a la mitad del siglo XX. No sé si se ha avanzado algo en ese aspecto.
El famoso Rendón le hizo cuatro caricaturas, Luis Vidales conservó tres. Con Rendón peleaban, pero se querían mucho. El carácter de los dos era antagónico. En un rapto de enemistad, Rendón le hizo a Luis Vidales una caricatura donde el poeta se parecía a un sapo, que ya es clásica. Luis Vidales, para responderle con altura, le puso a la caricatura un verso de Whitman: “El sapo es una obra maestra de Dios”.
Cuando salió Suenan timbres, Carlos E. Restrepo, prohombre de la época, dijo en el Senado que eso no era poesía ni era prosa, sino “germanía”. Esto contribuyó a la propaganda del libro y la gente lo compraba para ver qué era eso de “germanía”. Sin embargo, Vidales, para molestarlo, le mandó su poemario con una dedicatoria burlona: “A don Antonio José Restrepo, hombre público de la lejana república de Colombia, e insigne candidato para cadáver, con el ruego de que lo lea cuando vuelva a nacer”.
De Suenan timbres, por la primera edición, no recibió un solo peso. Por la segunda, le entregaron $10.000 en Colcultura. Al mismo Luis Vidales le tocó comprar sus propios libros. Esto lo hizo con el Tratado de estética y La insurrección desplomada, que hoy no se encuentran. ¿Alguien los tiene?
Ese abril de 1984, ¿o 1985?, los súbitos visitantes salimos a la noche. Nos tocó la escalera del descenso, que era un laberinto tocado de sombras. Vidales se quedó solo en su pieza estrecha; pequeño, de gafas, de bigote encanecido, vestido con pulóver azul, ahora de retorno a la cabecera de la cama, fumando y bebiendo su brandy terapéutico. Recuerdo que era domingo, había llovido y las calles de ese barrio bogotano estaban casi solas. Uno o dos fantasmas, con los cuellos levantados y el tranco largo, apresuraban el paso sin mirar a nadie. Es posible que fueran personajes de su libro Poemas del abominable hombre del barrio de Las Nieves. El 14 de junio de 1990, cuando se acabó la botella que le había recomendado su médico personal y se agotó la carnadura de su pipa, Luis Vidales se incorporó al gran batallón de los poetas muertos. Este año de peste se cumplieron tres décadas.