Luis Vidales y las cinco estaciones de la tierra
El pasado 14 de junio se cumplieron 30 años de la muerte del poeta colombiano. Su obra “Suenan timbres” y su legado como fundador del Partido Comunista Colombiano en 1929 fueron elementos que marcaron una ruptura de su tiempo.
Andrés Osorio Guillott
“¡Carajo! ¡Todo el mundo a quitarse el sombrero porque acaba de nacer un poeta de verdad!”, dijo Luis Tejada, cronista y fundador del primer grupo marxista en Colombia, al auditorio presente en el café Windsor una noche de la década de 1920, anunciando que con los versos aparentemente estrafalarios de Luis Vidales surgía un vanguardista de la poesía en el país.
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“¡Carajo! ¡Todo el mundo a quitarse el sombrero porque acaba de nacer un poeta de verdad!”, dijo Luis Tejada, cronista y fundador del primer grupo marxista en Colombia, al auditorio presente en el café Windsor una noche de la década de 1920, anunciando que con los versos aparentemente estrafalarios de Luis Vidales surgía un vanguardista de la poesía en el país.
La anécdota, que está incluida en el prólogo escrito por José Luis Díaz Granados en la antología poética Suenan timbres de la Colección Visor de Poesía, marca el camino para hablar de un poeta que habría que rescatar de los rincones de las bibliotecas de vez en cuando para no olvidar que su obra traspasó la hoja en blanco y transgredió el orden de una sociedad que desde esos inicios del siglo XX y que hasta ahora ha estado gobernada por leyes anacrónicas, por preceptos conservadores que nos han detenido, paradójicamente, en un tiempo que avanza sin cesar.
De Calarcá, Quindio, de la tierra del café y las palmas de cera a las que les escribió un poema que terminaría por hacer una de las pocas injusticias poéticas que rodean la vida de Vidales. De esos versos que dicen “A la palma del Quindío / Le conté mi sueño un día, / Era la palma, era, / Era la palma de cera, / La palmera,La palma del sueño mío. / Cohete que sube al cielo y estalla en el estrellío / Y cuando pasan los vientos / La palma se vuelve al río… / Oíd el río del aire, / El río…, la palma del niño mío. / Aquí la palpo guardada / Aquí en el pecho, / Al lado izquierdo del alma / En donde llevo el Quindío”, resultó un homenaje que el Estado quiso hacerle al plasmar su oda en el billete de cien mil que se imprimió hace un par de años, surgiendo así un acto en contravía del comunismo que defendió y del capitalismo que aborreció y que, también desde su poesía, fue sentenciado cuando escribió en Quemándonos la sangre “EH! Amigos!, hola! hermanos! / Grande la orquesta está sonando por el mundo. / Yo saco una ametralladora de pareja. / ¡Viva el baile! ¡Viva el baile! / El capitalismo muere en nuestra danza”.
De 1926 a 1929 surgieron los acontecimientos que dictaminaron el delirio de su poesía y el camino a la izquierda. Con la publicación de Suenan timbres, Vidales provocó una especie de hecatombe entre los académicos y poetas de la época que solían deambular por las calles de la Bogotá de antaño en medio de una soledad que se asentaba cada vez más entre los ciudadanos.
Su vanguardia, que bebía de Whitman y de Rubén Darío, fue señalada, como pasa cada vez que alguien se atreve a salirse de lo ortodoxo y establecido, como “una pieza escandalosa y exótica”, dice Díaz Granados en el prólogo de la antología poética ya citada. Distanciarse de la métrica y de la estética convencional de la poesía del siglo XIX fue visto como un gesto que relevaba las voces del siglo pasado con las nuevas formas y voces que surgían de un siglo XX que se tornó existencialista por sus guerras y revolucionario por las rebeliones que brotaron de un malestar y un cansancio provocado por gobiernos de vieja envergadura, por zares o presidentes que llevaban décadas y siglos en el poder.
Luego del convulsionado debut en las letras, Vidales partió a París para estudiar Economía y Sociología. Y allá, donde las luces no solo son metáforas de revelaciones que bordean el Río Sena , el poeta colombiano pasó de vivir un episodio desértico en su creación a ver cómo florecían versos y también nuevas luchas y convicciones, pues además de mezclarse entre intelectuales como Max Jacob o Pablo Picasso, logró acercarse a los conocimientos sobre historia del arte y sobre marxismo. De ambos, y de un inevitable encuentro con la poesía francesa, surgió otro amanecer en su escritura y en su visión de un mundo que no era tan lejano, que empezaba a escribir otra historia con tinta roja y que logró expandir sus ideales a otras fronteras que despertaron de grandes letargos y provocaron esa palabra ya tergiversada en este tiempo y que no es otra que la revolución.
Tras renunciar al cargo de canciller en el Consulado de Génova, Italia, en 1928, debido a la masacre de las bananeras, Vidales retornó al país para vivir una etapa que más que poética en el papel se hizo poética en la acción. Se dedicó de lleno a la política desde que hizo parte del grupo que fundó el Partido Comunista Colombiano en 1930. Por su proselitismo y su convicción con el sector de la izquierda en Colombia terminó preso alrededor de 39 veces en 40 años. Su activismo en todo el territorio nacional y su poesía, tan arraigada a los ideales obreros y a la defensa de las minorías, fue motivo de persecución, de otro de tantos episodios que derrumban desde la primera palabra aquella frase que pretende hacer creer a los demás que “Colombia tiene la democracia más antigua de América Latina”.
Pablo Neruda, un poeta del mismo talante de Vidales, fue su amigo y también su compañero en la década de 1950 cuando el colombiano tuvo que huir para salvaguardar su existencia. Ambos hicieron que la poesía fuera su ideología y su trinchera. De sus versos surgieron himnos que hicieron resistencia en las causas sociales y en las rebeliones que empezaron en las ciudades y terminaron en los montes de Latinoamérica. Desde el Cono Sur y también desde Europa -Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre exigieron su liberación en 1979-, llegaron ecos que respaldaban los esfuerzos que hacía Luis Vidales por proteger a los desfavorecidos, a los infortunados a los que les cayó el inclemente olvido de un Estado que olvidó que su soberanía no solo se defiende en los límites de su territorio y en las ciudades capitales.
“Es necesario decir que Luis Vidales fue entre sus contemporáneos el único que escribió a la altura de su tiempo”, dijo Eduardo Carranza; José Luis Díaz Granados, que recopiló toda la poesía del poeta calarqueño (Suenan timbres (1926), La obreríada (1978), Poemas del abominable hombre del barrio de Las Nieves (1985), El libro de los fantasmas (1985) y Poemas sueltos entre 1931 y 1986), escribió que “Luis Vidales -el hombre y su obra- , equivale a una docena de poetas, ya que amó por igual la estadística y los equívocos, la Edad Media y la Revolución de Octubre, a Carlos Marx y a Lenin, a los relatos sobre remotas galaxias y al cine de Charlot, a su generación de Los Nuevos y a los centauros de las batallas bolivianas, al hombre que pintó las cuevas de Altamira y al lejano y misterioso vuelo del cielo de Calarcá junto a ese algo que se construye y se desploma".
Ayer se cumplieron 30 años sin la presencia física de Vidales. Permitir que habite en la memoria es hacerle justicia a la poesía, a una poesía que se hizo para unir las manos que mencionó Gonzalo Arango, para no olvidar, como dijo el calarqueño en el poema La costurera que “Cinco son las estaciones de la tierra: / Verano, invierno, otoño, primavera y revolución”.