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Dieciséis días antes del 22 de marzo de 1931, fecha en que se redactó en la capital del Atlántico el histórico documento político denominado Plan de Barranquilla –quizás la primera piedra del largo proceso de edificación de la democracia en Venezuela– , a 130 kilómetros de allí, en el lado oriental del río Magdalena, en el pueblecito bananero de Aracataca, un niño de ojos inmenos y redondos apagó cuatro velitas de cumpleaños, en medio del alborozo de sus abuelos maternos.
El niño, por supuesto, se llamaba Gabriel José García Márquez –así había sido bautizado menos de un año antes– y era el centro de la ufanía y las carantoñas del hogar de Nicolás Márquez Mejía y Tranquilina Iguarán Cotes, bajo cuyo cuidado vivía desde su nacimiento.
Hay varias razones importantes para asociar con Aracataca, con la familia Márquez Iguarán y con Gabriel García Márquez el Plan de Barranquilla, suscrito hace exactamente 90 años por un grupo de exiliados venezolanos del régimen dictatorial de Juan Vicente Gómez, que imperó entre 1908 y 1935. Para empezar, los dos que se convertirían con el tiempo en los más prestigiosos de sus doce firmantes iniciales, Rómulo Betancourt y Raúl Leoni, solían visitar por aquella época a Aracataca. Es el propio García Márquez quien dará testimonio de ello en Vivir para contarla, su libro de memorias (2001), en el cual relata que en una de las casas de la numerosa colonia venezolana que había en el pueblo “se bañaban a baldazos en las albercas glaciales del amanecer dos estudiantes adolescentes en vacaciones: Rómulo Betancourt y Raúl Leoni”. Desde luego, García Márquez no tenía un recuerdo directo de este episodio, pues entonces era muy niño: fue el propio Raúl Leoni quien, ya con su insigne dignidad de expresidente, se lo contó en la casa del escritor Miguel Otero Silva, en Arezzo (Italia), cuando el colombiano ya gozaba a su vez de la fama otorgada por Cien años de soledad. Leoni le precisó que, desde Barranquilla, iba los domingos a Aracataca, junto con Rómulo Betancourt, y que ambos se bañaban con totumas en el río del pueblo.
Los nexos de Leoni y Betancourt con Aracataca se explican muy bien por una razón conocida: este municipio tenía ya desde comienzos del siglo XX una numerosa colonia venezolana, cuyos miembros se habían establecido allí en calidad de refugiados, pues venían huyendo precisamente de la dictadura de Juan Vicente Gómez. Todos estos expatriados tenían en Aracataca a un hombre que se encargaba de darles albergue en un caserón de madera situado donde ahora se halla la sede de la Biblioteca Municipal Remedios la Bella –según cuenta el escritor Rafael Darío Jiménez–, mientras cada uno era provisto de trabajo: el médico y boticario Alfredo Barboza, de cuyo hijo mayor fue madrina de bautizo Luisa Santiaga Márquez, madre de Gabriel García Márquez. En Vivir para contarla, el Premio Nobel dedica siete páginas a la evocación de Barboza.
Más aún, Leoni, en particular –que residió ocho años en Barranquilla, entre 1928 y 1936, y cuyo padre, Clemente, laboró en Aracataca–, llegó a tener vínculos muy cercanos con la familia Márquez Iguarán, como lo demuestra el hecho, contado por Plinio Apuleyo Mendoza, de que cuando el líder venezolano llegó a la Presidencia de su país el 13 de marzo de 1964, Luisa Santiaga Márquez le preguntó a su hijo Gabriel: “Oye, ¿no será Raulito ese señor Leoni que eligieron presidente en Venezuela?”.
En 1958, poco después de la caída de otra dictadura, la de Marcos Pérez Jiménez, Rómulo Betancourt y otro de los firmantes del Plan de Barranquilla, Jóvito Villalba, regresaron a Caracas, poniendo así término definitivo a su largo exilio. Allí, en ese momento, estaba García Márquez para contarlo. En efecto, el periodista y escritor colombiano llevaba dos meses en la capital venezolana, trabajando como redactor de planta de la revista Momento. En febrero de aquel año, cuando Pérez Jiménez ya se encontraba asilado en República Dominicana, García Márquez publicó en sus páginas el reportaje La generación de los perseguidos, en el que contaba el retorno a Venezuela de cuatro grandes dirigentes políticos exiliados, entre ellos Rómulo Betancourt y Jóvito Villalba. En el reportaje recordaba así la estadía de Betancourt en Barranquilla: “Allí, en compañía de otro grupo de exiliados —entre ellos Raúl Leoni y Valmore Rodríguez—, se defendió haciendo un poco de cada cosa, desde escribir en los periódicos hasta vender frutas de California. Los domingos organizaba manifestaciones contra Juan Vicente Gómez. Su clientela más entusiasta eran los chóferes de taxi, ociosos en el Paseo Bolívar”.
Los periódicos de Barranquilla en los que Rómulo Betancourt escribía y que García Márquez no mencionaba en su estupendo artículo eran La Prensa y La Nación; también colaboraba con La Novela Semanal, una revista fundada y dirigida por el dramaturgo Luis Enrique Osorio –padre de Sonia Osorio–, quien la editó en la ciudad caribeña por un par de años a partir de 1928.
El 13 de febrero de 1959, García Márquez fue también testigo del gran ambiente festivo que se vivió en Caracas con ocasión de la toma de posesión como presidente de la República del principal inspirador teórico y redactor del Plan de Barranquilla, Rómulo Betancourt, que había resultado vencedor en las primeras elecciones genuinamente democráticas que tenía Venezuela desde diciembre de 1947. La patria de Bolívar era de nuevo un país libre y el hijo del telegrafista de Aracataca era allí “feliz e indocumentado”. Sin embargo, por azares de su destino periodístico, se marchó a los pocos meses y se instaló de nuevo en Bogotá. Regresó a su país no solo casado “para siempre” con la bellísima Mercedes Barcha, embarazada ya de su primer hijo, sino con el argumento embrionario de una nueva novela que había concebido justamente unos días después de la caída de Pérez Jiménez, mientras cubría una importante reunión en el palacio de Miraflores, y que sólo publicaría 17 años después bajo el título de El otoño del patriarca.