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Una luz cenital amarilla le ilumina el rostro. “Señor juez: soy Lucero Carmona, una de las madres de Soacha y madre de Ómar Leonardo Triana Cardona, mi único hijo de 26 años, asesinado por el Ejército Nacional en la vereda Monteloro, de Barbosa, Antioquia, el 15 de agosto de 2007”.
Viste de negro y zapatillas coloridas. Está maquillada, aunque triste. En el regazo carga la camisa blanca preferida de su “niño”, al que le refundieron la vida militares ávidos de trofeos de guerra mientras él buscaba sustento para ayudar a su madre cantante de mariachi. Lucerito —como le dicen en la trasescena— habló con él cuatro días antes de que fuera baleado y reportado como baja en combate, acusado de traficar armas y narcóticos de la guerrilla de las Farc .“¡Mentira! Él era artesano, escribía poemas y le gustaba traducir inglés”. Se aferra a la camisa, la huele, la desdobla, la abraza; se abriga y juega con ella.
El espíritu de Ómar completa un testimonio dramático que es alternado con apartes del mito griego de Antígona, la hija de Edipo desde la que se construye la tragedia con el cadáver insepulto de su hermano Polinices, obra de Sófocles que se habría representado por primera vez en la Acrópolis, plaza Syntagma, hace 2.456 años. El escritor mexicano Carlos Fuentes dijo que le había cambiado la forma de ver la vida. Lo dicen también lectores de Transmilenio gracias al programa “Libro al viento”, de la Alcaldía de Bogotá.
En las tablas esta madre no denuncia como lo hace todos los días en foros, escuelas, colegios, universidades, junto a otras deshijadas de Soacha, desde que comprobó que Ómar fue uno de los “mal llamados falsos positivos” del gobierno de Álvaro Uribe. Ahora es una de las actrices de Antígonas, tribunal de mujeres, la obra que hoy se presenta en La Candelaria como parte del Festival de Teatro Alternativo.
No sabía que podía denunciar a través del arte, que podía transmitir a la gente otros sentimientos que antes se guardaba o no exploraba, que la agobiaban: el dolor que no tiene nombre, rabia, amor filial, intimidad familiar, ternura. Por eso cierra su parlamento cantando "Osito de felpa". Todos los despertó la memoria de su hijo, los días en el ambiente teatral del centro de Bogotá y los ensayos desde noviembre pasado, luego de que el director del grupo Tramaluna, Carlos Satizábal, dramaturgo de la Universidad Nacional y Premio Nacional de Poesía 2012, viera en ellas y en su proceso de duelo la encarnación de un mito fundacional de la cultura occidental, en la línea de lo que hizo James Joyce al llevar a Odiseo a las calles de Dublín para representarlo a comienzos del siglo XX en los zapatos de Leopoldo Bloom, protagonista de Ulises.
A Lucerito se sumaron otras madres de Soacha: María Ubilerma Sanabria y Luz Marina Bernal. Fanny Palacios, campesina a la que militares de la XIII Brigada militar le asesinaron a la familia completa. Orseni Montañez, a quien la mano negra del Estado le asesinó a su esposo, uno de los 6.528 crímenes impunes del genocidio de la Unión Patriótica. Mayra López, una exlíder estudiantil de Sucre perseguida por organismos de inteligencia estatal y encarcelada un año injustamente por rebelión. Ella las pone a tono con los decibeles que reclama la puesta en escena: “Yo le canto a la tristeza y tú no estás”. Las demás la siguen: “Bonita, bonita”. Y ella les pide más intensidad, como si estuvieran buscando las tumbas sin nombre donde encontraron los restos de sus hijos. “Para que no te demores en encontrarme”.
Dos actrices profesionales, Ángela Triana y Lina Támara, son las encargadas de fundir lo mitológico con el realismo de las víctimas. Todas con telones blancos de fondo sobre los que se proyectan imágenes de pirámides mayas, que representan aridez, resequedad, falta de agua y sed. Las aportó Karen Roa, artista audiovisual y actriz. También se reflejan facsímiles de expedientes de impunidad, imágenes de sepelios, rostros de sacrificados.
La cara de Ómar se refleja en el blanco de su camisa. Suenan los balazos. El público empieza a entender que eso de “los falsos positivos” no es un mito colombiano. Se oyen suspiros y sollozos. Es sobrecogedora la verdad de la actuación que reclama Stanislavski a los dramaturgos. Fruto de la semilla que sembró en 2009 Patricia Ariza desde la Corporación Colombiana de Teatro cuando reunió en la Plaza de Bolívar a 300 víctimas de la violencia en un performance para mostrar que a través del arte se denuncia, se hace memoria y se camina hacia la paz. Luego lo ratificó en el teatro Jorge Eliécer Gaitán con Huellas, mi cuerpo es mi casa, donde desplazados por la violencia hicieron catarsis escénica, otra forma de visibilización social. “El arte es el contrapeso de la barbarie”, le dijo a El Espectador la artista Doris Salcedo mientras trabajaba en Plegaria muda, su condena a los “falsos positivos”.
Lo simbólico empodera a las Antígonas. Cada una desfila por el escenario con un objeto a través del cual encuentran la seguridad corporal y mental que hace meses era intermitente. Redimensionan el sufrimiento al ritmo de la música de Nicolás Uribe, a quien le bastó acompañarlas en un ensayo para dedicarse a componer los acordes del tribunal de mujeres.
Al comienzo parecía complejo acercar a un grupo de damnificadas a un mito, pero de eso se encargó la fuerza de la poesía lírica y la paciencia del director y el acompañamiento de Dora Lucy Arias, abogada del Colectivo José Alvear Restrepo, víctima de las ‘chuzadas’ y la persecución del DAS a la oposición política al uribismo, y Judy Caldas, otra abogada experta en derecho internacional humanitario.
Así surgieron los primeros borradores y la necesidad de intercalar la voz de las Antígonas de la guerra colombiana. “Fue más oírlas y entenderlas, porque a veces se han derrumbado en los ensayos. Fue más sensibilidad que ponernos a darles clases de actuación”, dice el director. Cada elemento hace de Antígonas una obra imperativa en estos días de teatro, una propuesta estética hecha realidad gracias también a que ganó la Beca Arte y Memoria del Laboratorio de Creación.
¿Qué lograron ellas? ¿Qué pretendía el proyecto? “Transformaron el dolor en fuerza y rebeldía. Y en esa transformación se ha vuelto esencial el relato. Ellas son el mito de Antígona vivo, la construcción poética a partir de una realidad y del testimonio. Buscan la restitución simbólica de sus irreparables vidas perdidas. Y de sus nombres —dice el director—. Restituirles en el lenguaje, en la imaginación y en la vida colectiva es esencial para que haya justicia y verdad. La acción poética teatral es un primer gesto público de restitución”. La obra se cierra con el desahogo magistral de Lina Támara, dejando rosas amarillas y limpiando el piso de todo tipo de violencia pasada o presente con un manojo de hierbas dulces. El espectador sale en medio del aroma de ruda, lluvia de plata, albahaca, manzanilla; conmovido y agradecido de poder acercarse al alma del que ya es un colectivo femenino que detrás de telones reconstruye tejidos sociales y delante remueve conciencias. Una comunión de emociones, confesiones, lágrimas y risas que trasciende desde los ejercicios de estiramiento y relajación; al repasar los movimientos coreográficos, creación del ecuatoriano Wilson Pico y de la colombiana Francesca Pinzón; cuando empiezan a calentar gargantas y el coro se toma el tribunal siguiendo las cuerdas bucales de Mayra, la compositora y cantaora de las sabanas de Sucre, que enaltece la gran tragedia de Sófocles incluso con la fuerza del bullerengue: “La muerte me vino a buscar y yo le dije: ¡Carajo! ¡Respeta!”. Y las otras sobrevivientes responden: “Nunca más, nunca jamás”.
npadilla@elespectador.com