Mal de males
Una enfermedad que agobia hasta al sujeto más sano, que es más temeroso que cualquier infección y que la contraen las personas que viven tanto en la riqueza como en la pobreza: la soledad.
Leo Castillo
La soledad. De alguna manera, la soledad es peor que el sida y que la vieja lepra. Los enfermos de lepra y de sida tienen parientes y amigos. Hay clubes de enfermos de sida y de lepra, siempre los hubo. Pero al enfermo de este mal no lo quieren consigo contagiados de ninguna otra enfermedad conocida. La temible soledad es una enfermedad imposible de ocultar y al afectado se lo segrega por instinto social de conservación. Espanta a niños y adultos, que corren a protegerse del contagio. El infectado de soledad sabe que lo está, puesto que su diagnóstico inapelable se manifiesta sin reparo en el susto de los otros, pero saberlo no ayuda para intentar a tiempo una cura, puesto que no se trata de algo susceptible de impedirse ni menos de ser curado. Una vez contraída, de la soledad no se libra nadie. Pero, ¿cómo se contrae, acaso, siempre por contagio?, ¿cómo determinar quién nos ha transmitido el mal? Porque se ve que nadie nace con él, ni que sea hereditario. En algunas familias numerosas llagará a presentarse un caso, a lo sumo, pues que no se trata ni remotamente de un mal común. Pero de ocurrir, ¿por qué a ese y no a otro miembro de entre tan numerosos parientes? Un padre de familia que convive formalmente con su mujer y sus tres hijos, que cumple sus obligaciones domésticas y nunca falta al trabajo, puede estar infectado de soledad. Este mal no es ni remotamente peculiar de escritores fracasados ni de enfermos mentales o de arruinados.
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La soledad. De alguna manera, la soledad es peor que el sida y que la vieja lepra. Los enfermos de lepra y de sida tienen parientes y amigos. Hay clubes de enfermos de sida y de lepra, siempre los hubo. Pero al enfermo de este mal no lo quieren consigo contagiados de ninguna otra enfermedad conocida. La temible soledad es una enfermedad imposible de ocultar y al afectado se lo segrega por instinto social de conservación. Espanta a niños y adultos, que corren a protegerse del contagio. El infectado de soledad sabe que lo está, puesto que su diagnóstico inapelable se manifiesta sin reparo en el susto de los otros, pero saberlo no ayuda para intentar a tiempo una cura, puesto que no se trata de algo susceptible de impedirse ni menos de ser curado. Una vez contraída, de la soledad no se libra nadie. Pero, ¿cómo se contrae, acaso, siempre por contagio?, ¿cómo determinar quién nos ha transmitido el mal? Porque se ve que nadie nace con él, ni que sea hereditario. En algunas familias numerosas llagará a presentarse un caso, a lo sumo, pues que no se trata ni remotamente de un mal común. Pero de ocurrir, ¿por qué a ese y no a otro miembro de entre tan numerosos parientes? Un padre de familia que convive formalmente con su mujer y sus tres hijos, que cumple sus obligaciones domésticas y nunca falta al trabajo, puede estar infectado de soledad. Este mal no es ni remotamente peculiar de escritores fracasados ni de enfermos mentales o de arruinados.
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Nunca depende de oficio, ruina, ambiciones dadas al traste, ni es un desbarajuste de las facultades mentales. Entre la gente pobre, estadísticamente, habrá tantos solitarios como en el estrato más alto. Pareciera que tener dinero o fama blindara a las personas contra este mal, pero no es así. También es cierto que hay impostores, gente que se ufana de estar enferma sin estarlo. El infectado jamás lo pregona. Si pudiera hacerlo, no sería un solitario, pues hay un invencible pudor, una vergüenza como sobrenatural que paraliza la lengua de los solitarios a la hora de dolerse de su destino maldito entre los hombres. Es preciso dejar claro aquí que la fama y la soledad pueden presentarse como dos achaques aquejando a un mismo individuo. Lo que no puede ocurrir es ser una figura pública y al tiempo un solitario. Un psicópata y violador serial de niños como Garavito ha de ser forzosamente un solitario y, naturalmente, es famosísimo, pero no es bajo ningún concepto esa cosa lamentable de un hombre público. Diógenes el Cínico es un hombre público, pero es todo menos un solitario. Es un protagonista de la vida activa de la polis, mientras que Luis Alfredo Garavito jamás tuvo comercio normal con sus semejantes, si es que hay el parentesco suficiente entre él y la gente corriente como para meterles en el mismo saco. Y aquí llegamos a otro rasgo. Al solitario no lo conoce ni su propia madre, que lo ha parido y lo ve crecer como una criatura malograda y, si no siniestra, inspiradora de una dolorosa lástima. Y el nivel de lástima que puede soportar un ser humano tiene un límite más allá del cual nadie está humanamente dispuesto a arriesgarse.
El solitario es también el mayor de los egoístas, alguien en quien el yo ha alcanzado un tamaño tan desmesurado, o mejor, una densidad tan pesada, que su existencia se convierte en agujero negro y todos saben que un agujero negro no emite la más leve luz, el más insignificante destello. De aquí el pavor que infunde la sola presencia del solitario en donde quiera tiene la mala onda de evidenciarse. Porque dejarse percibir es no menos doloroso para el solitario que para su observador. La soledad se experimenta en todo su espanto solo cuando es descubierta por los otros. El protagonista de La náusea, Antoine Roquentin, es un hombre solo, un apestado, a pesar de ser un intelectual, y solitario lo es Harpagon, el avaro de Molière. Sartre no es un hombre solo, sin embargo. A Sartre le importan demasiado los otros. Al solitario Bartleby, la inesperada criatura de Melville, incluso al propio Roquentin, Sartre les inspiraría una invencible repugnancia. El solitario llena todos los requisitos del misántropo natural, con el que la filosofía de Cioran guarda una apreciable conformidad, lo que puede inducirnos a suponer un solitario en el filósofo, estropeado por los reclamos de su consagración. Porque no basta el aislamiento físico. De ser ello, no tendría el menor inconveniente en incluir entre los solitarios a J. D. Salinger, para quien la “soledad” no es más que una estrategia publicitaria, innecesaria para el autor de cuentos tan extraordinarios. En cambio, de personajes, no es tanto como un auténtico infectado el Merseult de Camus, en quien lo que se presenta no es más que una desinteligencia entre él y las convenciones sociales, un desencuentro que no se origina en la profundidad problemática e irresoluble de un alma. Por ello, el K. de El proceso kafkiano, víctima del mismo equívoco, tampoco es un infectado del mal de que me ocupo, ni lo es el voluntarioso protagonista de El castillo, al que simplemente le obstruyen la integración al sistema, cosa que él, ciertamente, pretende.
La drogadicción puede ser un síntoma ostensible de cierto solitario, pero sería una insensatez reseñar como un apestado de soledad a todos los drogadictos. Es lo que ocurre con los obesos extremos, los patológicos. Si bien su droga es la comida, esto es cierto, algunos obesos no son solitarios. Los hay payasos, auténticos payasos que hacen ostentación de su desparramada adiposidad como drogadictos exhibicionistas, bufones célebres o celebrados por la sociedad. Esta conducta produce arcadas a los solitarios, que se retiran como ofendidos ante el espectáculo. Lo menos que desea en este mundo el solitario es que alguien se divierta a costa suya. Ningún mal improvisa solitarios, porque la soledad, como dicen de la experiencia o del talento, no se improvisa. Nada puedo añadir a esto, limitándome a citarlo más bien a tenor de conseja. Sé, en cambio, que la soledad es un destino, algo así como una vocación, un llamado irresistible de la obscuridad al alma de un hombre. Ocurrido el llamado, ya nadie puede retener para la humanidad al solitario, cuya existencia colapsa como lo haría una estrella, instantes previos, pródiga en claridad alegre y vital. El solitario está como encogido a una presión increíble en sí mismo y su piel es tan fría que casi no se diferencia en esto de un muerto. ¿Qué digo, no estoy hablando acaso de uno que hemos perdido, que nos ha dejado y que no es otra cosa que el cadáver de una vida?
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Entre los solitarios priman los débiles, esta es la regla, ciertamente. Pero la regla de que toda regla tiene su excepción se cumple igual aquí. Hay solitarios empujados a la acción por funestas circunstancias, a veces por presión del medio o por una sensible equivocación. Esto deberá evitarse a toda costa. En mi patria tenemos el caso de un solitario arrojado como una fiera al circo romano de la vida pública. No lo nombro aquí por razones obvias. No alcanza uno a imaginarse a este hombre haciendo arrumacos y cosquillas a su mujer, leyéndole poemas de Neruda o cantándoles villancicos a sus nietos en Navidad (“El camino que lleva a Belén / baja hasta el valle que la nieve cubrió”, etc.) La más optimista imaginación solamente lo concibe retrasando la hora de meterse a la cama: “¿Ya se habrá rendido por fin esa mujer? A veces no se me toma la pastilla. Me asomaré a ver si ya está roncando, pero si no, aquí me duermo en mi poltrona.”) La mayor desgracia que puede ocurrirle a un país estribará en el grave error de querer sacar a rastras a un solitario de su soledad, entregarle el poder y con ello entregarse a él. El Fürer es otro perro dogo (dux) de este género.