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Manuel Borrás: “Editar es una de las formas posibles de hacer pedagogía”

El editor, lector, políglota y filólogo estuvo en Colombia, en la Universidad Javeriana y en el Instituto Caro y Cuervo, en donde ofreció sendas charlas. En esta entrevista, habló del oficio noble y exigente de la edición.

Juan David Zuloaga- juandavidzuloaga@yahoo.com- @D_Zuloaga
09 de abril de 2023 - 12:01 p. m.
Según Manuel Borrás, fundador de la editorial española Pre-Textos, “un buen traductor es aquel que consigue que un libro expresado en una lengua totalmente distinta a la nuestra (español), parezca que fue escrito por alguno de los nuestros”.
Según Manuel Borrás, fundador de la editorial española Pre-Textos, “un buen traductor es aquel que consigue que un libro expresado en una lengua totalmente distinta a la nuestra (español), parezca que fue escrito por alguno de los nuestros”.
Foto: EFE - EFE
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Manuel Borrás es una de las autoridades más notables del mundo de la edición en España y en todo el ámbito hispanoamericano. Fundador de la Editorial Pre-Textos, junto con Manuel Ramírez y Silvia Pratdesaba, ha consolidado un catálogo exquisito y sutil de poesía, filosofía, ensayo y narrativa. Un catálogo que hoy cuenta con cerca de 2.000 títulos y alrededor de 500 autores publicados en casi medio siglo de trabajo.

Usted ha construido a lo largo de casi cinco décadas una de la editoriales más serias e importantes del mundo hispanoamericano. ¿Cómo lo ha logrado?

La labor realizada la tienen que juzgar los otros. Lo que sí puedo decir es que hemos sido personas muy afortunadas por poder llevar adelante este proyecto cultural, que se empezó a gestar siendo nosotros universitarios; no sé si somos los mejores editores hispanoamericanos, pero yo sí diría que en los anales de la edición en nuestra lengua somos, quizá, los editores que empezamos más jóvenes. Quise ser editor y cuando fui a pedir los permisos gubernativos ni siquiera tenía los 18 años cumplidos, o sea que hemos sido muy precoces. Lo único que puedo decir —haciendo un resumen muy grande de todos estos años— es que hemos sido personas muy dichosas con el trabajo realizado; hemos recibido muchísima compensación del esfuerzo, porque ha supuesto también un esfuerzo grande. Una empresa cultural en un medio cultural o lingüístico como el nuestro es harto difícil. Y que hayamos sobrevivido casi 50 años en esta difícil tarea me parece casi milagroso.

¿Cuál es el principal deber de un editor?

Yo creo que para editar, como para cualquier actividad en la vida, hay que contemplar cierto horizonte deontológico; es decir, tener un comportamiento, y a mí me parece que ese comportamiento tiene que responder también a una ética determinada. Cuando estamos moviéndonos en una órbita tan importante —por más que la hayan querido minimizar y vulgarizar— como es el mundo de la cultura, creo que un editor, como cualquier gestor cultural, requiere rigor, decencia y diría también —como muchas veces les digo a mis jóvenes alumnos— que esto de editar requiere muchísimo estudio. Uno no se puede dar por satisfecho con lo que ha sabido. Además, es hermosa esta profesión porque constantemente te está descubriendo algo que no conocías; a día de hoy, pasado más del mezzo del cammin, yo estoy descubriéndole siempre cosas a la edición que la hacen tan atractiva, tan estimulante. Te diría entonces que yo me conformaría con esos tres principios: conocimiento, rigor y decencia.

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Desde un comienzo hubo una apuesta por publicar autores americanos. ¿Esta decisión tuvo que ver con el “boom” de la literatura hispanoamericana que había cuando se creó la editorial o de dónde viene ese interés por lo americano?

Mi interés por lo americano viene de muy pronto, cuando yo descubro, todavía siendo un niño, de la mano de mi madre, a un poeta como Rubén Darío. Era muy joven, entonces no sabría calibrar desde la perspectiva actual qué supuso para ese chico aquella incursión americana, además por vía de la poesía. Todavía recuerdo… era tan jovencillo que no sabía ni dónde estaba ubicada Nicaragua; le pregunté a mi padre y él siempre que le hacíamos una pregunta nos explicaba y después decía que fuéramos a corroborar con la enciclopedia Espasa-Calpe que estaba en la casa. Me acuerdo todavía extendiendo un plano del istmo centroamericano y con mi dedo de niño recorriéndolo en búsqueda de Nicaragua. Fue mi primer viaje por América. Y aquel rastro que yo seguí con mi dedito creo que marcó también un futuro o un destino; a mí América siempre me pareció un enigma y me pareció además una razón de ser, utilizando un término de otro apasionado de América: el vasco Juan Larrea, que fue un exiliado español en Argentina.

Otra de las tareas que se impuso la editorial fue la de rescatar la voz de tantos intelectuales españoles que, por causa de la dictadura, habían terminado en el exilio. ¿Por qué sintió esa necesidad y urgencia?

La sentí por varias razones. Mi familia no fue, precisamente, la de los derrotados. Tampoco te voy a decir que fue la de los vencedores: creo que en esa guerra nadie fue vencedor. Los que se siguen creyendo vencedores me parecen, francamente, unos salvajes. Si nos acogemos al origen de las tres familias que fundaron Pre-Textos, en la guerra civil española estuvimos en el otro bando, pero sentimos la necesidad de conciliar esas dos Españas, como hijos de la transición que fuimos. Publicamos nuestro primer libro en el 76, unos meses después de la muerte de Franco; el diario El País, que fue un poco el estandarte de la modernidad y dizque de la prensa libre, creo que salió en febrero o marzo del 76. Nosotros somos hijos de la transición española y ella —ahora muy denostada y desprestigiada tanto por la izquierda populista como por la extrema derecha, por supuesto— tuvo como misión (aunque no se acabó de concluir bien, pero desde luego hubo un esfuerzo ímprobo) reconciliar esas dos Españas: era necesarísimo para un tránsito adecuado a la democracia. Entonces nosotros como hijos de la transición y como hijos de una España que no es que fuera la vencedora, pero no se encontraba entre los derrotados, teníamos que ayudar a esos hipotéticos derrotados a incorporarlos a nuestro acervo cultural.

¿Cuál es el criterio con el que usted ha ido conformando el catálogo de la editorial?

Cuando uno empieza tiene que alimentarse de un nicho que los otros dejaron libre, pero me di cuenta de que el nicho era amplísimo; es decir, que había muchísimo por editar. Yo lo que no entiendo es ese afán de determinados editores que se definen como literarios, independientes, incluso movidos por un código ético, y lo único a lo que aspiran es a robar algo que ha tenido cierto éxito después de una lucha ímproba por proponer a un autor o unos libros… ¡Yo creo que hay tanto para publicar!, que hay tantas cosas todavía por descubrirles a los lectores de nuestra lengua, que me parece inaudito. Es decir, esa falta de imaginación, pero, además de información. O esa ignorancia o ese oportunismo. Y nosotros no. Teníamos muy claro debíamos cumplir los objetivos que mencioné, pero también queríamos establecer un ritmo de aparición de libros en el que estuvieran todos interrelacionados —aun secretamente—. Cuando iniciamos Pre-Textos no distinguíamos colecciones. Publicábamos libros de historia de la ciencia, filosofía pura y dura, poesía, relato y prosa poética como una misma disciplina. Creemos que, en el fondo, existen vasos comunicantes, por ocultos que estén, entre las distintas disciplinas. Esto no quiere decir que una cosa invada la otra: están perfectamente delimitados, pero hay una interrelación secreta; del mismo modo que la hay entre la filosofía y un relato. O puede haberla entre las ciencias, la filosofía y la poesía.

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Tuvimos que empezar a compartimentar, es decir, a entomologizar, obligados por los agentes comerciales. Decían “hay que ayudar a los libreros para que puedan clasificar”, y al final tuvimos que doblegarnos porque sabíamos que nos perjudicaba, cuando tendría que ser lo contrario. Yo entiendo que la clasificación es importante ante la afluencia de libros que salen todos los meses, pero se requeriría un medio mucho más serio que contara con una mayor inmersión por las partes; no creo que un librero tenga que haber leído la biblioteca de Alejandría, pero sí haber leído; como creo que un editor lo que tiene que hacer es leer. Yo siempre digo ‘antes que un editor, hay un lector’, y si no hay un lector, malamente. Tú sabes que Feltrinelli, el gran Feltrinelli, presumía de no haber leído un solo libro en su vida, cosa que era una boutade, pero, claro, ¿de quién estaba rodeado? De Cesare Pavese, de Natalia Ginzburg, los Levis, Primo Levi y su hermano, Vasco Pratolini… a lo mejor no leyó un libro, pero este hombre tenía un mérito inconmensurable, porque todos estos intelectuales, que son ya unos referentes de la literatura universal, no los conocía nadie en ese momento, no tenían la obra que después nosotros les hemos leído.

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Siempre hemos tratado de establecer nexos, cuando hemos podido. Cuando empezamos con el ánimo de recuperar parte de la memoria del exilio español —que en eso hemos sido pioneros, como en otras muchas razones editoriales—, ¿sabes qué nos pasaba?, que cuando nos acercábamos a los intelectuales —salvo con Juan Larrea— nos recibían con mucho cariño y con mucho afecto, incluso pensaban que éramos compañeros republicanos. Nos decían “sí, sí, pero cuando tengáis un catálogo yo os daré un libro”. Y nosotros les decíamos “pero si usted no nos da un libro, ¿cómo hacemos el catálogo?”. Entonces hubo una primera etapa de muchas traducciones, y sobre todo del francés; cosa que también se preguntó mucha gente: cómo Manolo Borrás, siendo un germanista, se afrancesó tanto en la primera etapa. Por una sencilla razón: los grandes editores franceses confiaron en nosotros desde el principio. Y cuando hablo de los grandes editores franceses me refiero a Seuil, Gallimard. Hbalo de Éditions de Minuit, Galilée… todos confiaron en esos jovencísimos editores que comenzaron una andadura, una aventura como la nuestra en provincia, que no fueron Madrid ni Barcelona —los dos centros tradicionales de la edición en España—; confiaron plenamente y pudimos establecer relaciones contractuales distendidas que duraron hasta la fecha. Estamos hablando del 74, que fue cuando comenzamos a contratar nuestros libros para poder salir en el 76.

Te planteas cosas, pero no dispones de eso que planteas: después nos vino esa sorpresa de que, salvo Juan Larrea (y siempre subrayo su nombre porque creo que hace honor a él allá donde esté), quien nos dio un libro precioso, Al amor de Vallejo, ningún otro escritor quiso participar en ese primer momento. El de Larrea es un libro de exégesis sobre uno de los grandes poetas de América Latina. Para mí está Rubén Darío, que fue el descubrimiento casi infantil, y después el descubrimiento de Vallejo que marcó mi juventud, eso ya fue el summum; Vallejo es como una especie de faro ineludible, indiscutible de la poesía escrita en español.

Hoy la tiranía de la novedad rige el mercado. ¿Cómo se ha enfrentado Pre-Textos a ese afán de novedades que tienen el mercado y algunos lectores?

Pre-Textos es una editorial de fondo. Gracias a esto hemos podido sortear muchas crisis que han sacudido el mundo de la edición en nuestra lengua en estos casi cincuenta años. Esta dictadura de la novedad la imponen los grandes grupos editoriales industriales, por una necesidad intrínseca: ellos tienen un capital y unos inversionistas que exigen rendimientos financieros; lo entiendo y me parece legítimo, esa es una estrategia que les corresponde a ellos, pero creo que eso ha desnaturalizado mucho el medio en el que nos encontramos. La novedad nos obliga a la velocidad y la velocidad está en estricta oposición a la naturaleza de la literatura, pues si hay algo que la define es la lentitud. Aplicar a esa lentitud el flagelo de la velocidad me parece terrible y ha hecho estragos bestiales en muchos ámbitos. Los grandes grupos editoriales han tratado de imponer una velocidad que no corresponde a este mundo. Nosotros hemos llevado un ritmo totalmente ajeno a los grandes grupos y ahí estamos, seguimos sobreviviendo y no nos hemos dejado, como se han dejado otros editores también literarios, seducir por ese ritmo un poco impertinente.

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En contra de ese afán de novedades, la Editorial Pre-Textos sigue con el empeño de publicar clásicos de la literatura y de la filosofía. ¿Cuál es el valor de los clásicos en un mundo como el nuestro?

El valor de los clásicos es ineludible; los leemos como si fueran nuestros contemporáneos, como si fuera alguno de los nuestros. Podemos poner un ejemplo de cualquiera de nuestros clásicos —hablo de nuestros clásicos porque un clásico tiene la virtud de que nos pertenece a todos, nos da igual de qué ámbito cultural venga—: Homero. Siempre digo que si nosotros seguimos leyendo la Ilíada o seguimos leyendo la Odisea y nos afecta en lo más profundo, seguramente un hoplita o un personaje homérico está sintiendo lo mismo que sentimos nosotros o que sentiría un muchacho en la guerra ahora de Ucrania y Rusia. Una de las virtudes de los clásicos es que creemos que hablan de lo que fueron ellos, pero realmente nos hablan de nosotros.

Buena parte de los libros que usted publica se escribieron en lenguas extranjeras. En muchas ocasiones, y de muchas maneras, usted ha reivindicado el papel de los traductores. ¿Qué es un buen traductor y qué es una buena traducción?

Un buen traductor es aquel que consigue que un libro expresado en una lengua totalmente distinta a la nuestra, incluso en una tradición cultural distinta a la nuestra, parezca escrito por alguno de los nuestros. La traducción tiene que guardar unas leyes de orden literario. No me basta con que me den una traducción filológicamente correcta, o te diría que impecablemente correcta. Muchas veces he recibido libros impecables desde la perspectiva filológica, pero inútiles literariamente hablando. Es decir, son como traducciones ortopédicas que han perdido el aura del texto desde el que se había partido y, estimándolas, he tenido que rechazarlas. Es muy importante también lo del aura, no sólo en el sentido benjaminiano, el traductor tiene la responsabilidad de captarla. He sido muy estricto en la selección de las traducciones —siempre se pasan cosas—, en eso hay que ser tremendamente exigente. Me emociona especialmente cuando veo una muy buena traducción. Hace poco pusimos a la venta una versión de los Sonetos de Orfeo, de Rainer Maria Rilke —un poeta al que amo—, de Juan Andrés García Román, que es una maravilla. Mira que ha habido traducciones de Rilke que han antecedido a la de Juan Andrés, pero creo que él ha llevado a Rilke al extremo. Ha cumplido con las leyes que te acabo de mencionar. Y eso a mí me emociona muchísimo porque sé todo lo que se pone ahí. Y después como editor que tiene que pagar esas traducciones soy el primero en reconocer que no hay precio cuando se da el milagro. Pre-Textos ha sostenido también la necesidad de que los clásicos deberían ser revisitados con nuevas traducciones cada veinticinco años. Debería haber nuevos acercamientos a los autores: la perspectiva y la sensibilidad de los individuos pueden variar cada cinco lustros. Además, contemplamos en la cubierta el nombre del traductor. Y hacemos una distinción también, sobre todo en el ámbito de la poesía, entre una traducción y una versión; hasta ese punto le damos importancia nosotros a una traducción.

Una de las líneas editoriales más importantes de Pre-Textos es la poesía...

En el origen de mi amor por la poesía está mi madre. Nos la leía en voz alta. Sin lugar a dudas fue mi introductora principal en este ámbito. Recuerdo en la voz de mi madre al romancero castellano (en la edición de Santullano que todavía conservo porque lo heredé de ella), además de los nombres que salían de su boca: Antonio Machado, Bécquer, Juan Ramón Jiménez, que era uno de sus poetas predilectos, incluso el Unamuno del Cancionero. Entonces yo he crecido con la poesía.

Y también tuve la suerte de que había en casa de mi familia una empleada, una cocinera, que era una contadora nata; contaba historias maravillosas que nos gustaban mucho a los niños. Ahora digo —y no lo digo literaturizando, sino con un agradecimiento profundo— que fui un niño criado por dos mujeres: una de ellas me dio la opción del conocimiento de la literatura por vía escrita y la otra por vía ora. ¿Cómo no iba a terminar siendo el editor que soy?

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En algunas ocasiones ha sostenido que la poesía lo ha hecho mejor persona y mejor ciudadano, ¿por qué?

En mi caso, la poesía —igual que el conocimiento de la filosofía en una etapa posterior, o incluso la novela, la gran novela del siglo XIX— ha contribuido y ha ido conformando en mí el ciudadano o el individuo que soy, tanto en el sentido ético como político, y creo que mi concepción del mundo actual viene, en buena parte, modulada por todas mis lecturas.

Nosotros tuvimos la desgracia de sufrir la muerte de dos hermanos, entonces para mí la literatura, en vez de esa idea hispana terrible de que lo único que hace es ensimismar y distraer y separarte del mundo, fue un vínculo, una unión con el mundo. Primero fue un modo de sublimar mi soledad. En cierto sentido también de ayudarme, de disipar la presencia de dos fantasmas que estaban rondando en mi familia. Para mí, leer era como viajar. Recuerdo cuando empecé a leer a los novelistas realistas franceses y españoles: Émile Zola o incluso Blasco Ibáñez, entre muchos otros. Para mí, la lectura de esos autores era como un punto de fuga constante; aparte de que me trasladaba a otras situaciones, a otros ámbitos que yo no había conocido. Me permitía establecer unos diálogos con gente con la que jamás hubiera podido dialogar si no hubiera sido a través de los libros. De manera que los libros me incorporaban al mundo. Es algo que tendríamos que saber enseñar a los niños: en todo libro se esconde un secreto y en todo libro hay una apertura por la que tú puedes entrar y salir investido de muchas maneras. Un libro también —yo tengo evidencias a lo largo de mi carrera profesional— puede salvar una vida. Tengo testimonios. Uno lo viví en México con Darío Jaramillo Agudelo, fue impresionante. Pero también soy consciente de que un libro puede condenar a un individuo. Y sé que ese mismo libro que salva a un individuo puede condenar a otro, pero lo que es indiscutible es que los libros nos hablan. ¿Cómo nos hablan? Acabo de publicar un libro precioso de una poeta española que se llama Ada Salas y se titula Arqueologías. Y lo que ha conseguido Ada —contarnos una historia poéticamente— a mí me parece admirable, porque hasta las cosas más inermes están contándote una historia. La clave es la educación de la sensibilidad. Por eso digo que los libros me han hecho mejor ciudadano: han facilitado en mí una capacidad de escucha del mundo, de mi exterior, que quizás no me hubiera dado ninguna otra herramienta. Claro, en colaboración con la educación que recibes de tu familia y de tus maestros.

¿Qué es la poesía?

La poesía, como la pintura, está arraigada en la vida y la realidad. Hablemos del hombre primitivo que necesitó comunicar a alguien una realidad concreta como puede ser la de un animal, un animal incluso que mató, pero que le sirvió de alimento. Ese hombre tuvo la necesidad de plasmarlo en algún sitio. La poesía se alimenta de la realidad y tiene como origen la realidad y como destino la realidad, pero en el proceso que se da desde el origen al destino, uno se apercibe también de que la realidad es mucho más rica de lo que nos han dicho: tiene una dimensión mucho mayor que la que los realistas pretendieron hacernos ver. Es mucho más rica que esa parte que ha elegido el artista, muchísimo más rica. Está diciéndonos muchísimas cosas y para eso tenemos un instrumento de desentrañamiento que es el lenguaje, que son las palabras.

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Otra línea fundamental de la editorial es la filosofía y, en concreto, la filosofía política. Pre-Textos ha publicado figuras señeras de la filosofía política contemporánea. El catálogo incluye nombres tan destacados como Vladimir Jankélévitch, Walter Benjamin, Giorgio Agamben, Gilles Deleuze, Peter Sloterdijk… ¿De dónde viene su interés por la filosofía?

Mi interés por la filosofía está ligado directamente a mi interés y a mi degustación de la poesía. En mi vida estuvo primero la poesía y después la filosofía. En un momento determinado pensé que la poesía no llegaba a cumplir con muchas de mis inquietudes o con muchas de las explicaciones que yo necesitaba en mi proceso de aprendizaje, y la filosofía fue una apertura. Digo que la poesía y la filosofía van de la mano en mi vida porque fue importante una lectura como Lucrecio; la lectura de clásicos hispanoárabes, que habían sido imbuidos de la filosofía platónica; la lectura y las traducciones que hice de algunos poetas con inquietudes de orden filosófico como Agustín García Calvo, un gran maestro. Otra pensadora del hecho poético era María Zambrano, con la que tuve además relación personal y epistolar.

En esa discusión de si la filosofía es útil a la poesía o no —hay muchos que dicen que no sólo es inútil, sino que la inutiliza— yo creo que no es ni una cosa ni otra. La filosofía tiene que estar en el margen de la poesía, pero puede iluminar un poema hasta un punto insospechado. Imbuir al poema de mucha filosofía, sin embargo, es peligroso. De hecho, puede ser nefasto. Hay un poeta español de la generación del 27 que siempre se ha considerado de segundo orden, pero que fue un hombre con inquietud filosófica muy grande, desde la perspectiva de su poesía: Emilio Prados, otro de los intelectuales exiliados. Para mí, la lectura de Emilio Prados —recuperé varios de sus libros, entre ellos Circuncisión del sueño, cuyo prólogo escribió María Zambrano, quien lo había tratado mucho— fue filosófica. ¿Por qué incorporé a María Zambrano (filósofa) a que nos introdujera a un libro de Emilio Prados? Porque creo que hay una comunión entre esos autores.

La filosofía me ha dado los instrumentos para poder leer mejor la poesía. Me ha ayudado a entender que en un poema existe una dimensión distinta.

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¿Cómo formar buenos lectores en un tiempo en el que reinan la dispersión y la rapidez?, todo lo contrario de lo que necesita una lectura juiciosa.

reo que hay una ley inexorable: no obligar a leer, no ofender a la gente que no lee, no tratar de precipitar la lectura, ni en nuestros hijos ni en nadie. Eso sí, tratar de educar los sentidos, e incluso, tratar de estimular la imaginación de las personas para que puedan ser sensibles a la lectura, que vivan y sepan convivir con esos objetos que son los libros y que los vean como una posible salida. Así cuando un niño se sienta aburrido en su casa, incluso triste, harto de sus padres… un libro podría servir como una puerta de salida. Editar es una de las formas posibles de hacer pedagogía, y a mí me gusta mucho acudir a los coloquios en los que se piensa cómo podríamos estimular a los niños y a los más jóvenes a la lectura. Siempre digo que hay que aplicar lo que los antiguos griegos entendían por el maestro: debe ser un seductor. El origen de la palabra es “aquel que acompaña”. Yo te diría que el seductor es aquel que es capaz —eso lo decían los griegos antiguos— de crear un estado de perplejidad en los otros, de tal modo que se le puede inocular un conocimiento determinado que tú tienes y el otro carece. Y para eso se necesitan seductores. Ocurre que la seducción —tal como se entiende en términos clásicos— entra totalmente en contradicción con la institución, con la academia. Un seductor, por ejemplo en nuestro ámbito universitario, es casi un transgresor. Hoy parece ser que el lema es “no seduzcan ustedes”. Se dio el caso de que una librería muy buena en mi país prohibía a los empleados hacer la más mínima sugerencia…, cuando yo creo que el librero además debería ser prescriptor. Pues no, el que seduce está estigmatizado. Entonces estamos, en cierto modo, robándole la pedagogía; un factor importantísimo.

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Además —aunque eso ha ido evolucionando— la escuela normal, que era donde se estudiaba para ser maestro, solía ser el recogedor de muchas carreras. Me parece un contrasentido exigir menos a los educadores de tus hijos. Al educador tendrías que exigirle que fuera un ser superior. Todos hemos sentido la llamada de un maestro. Yo he tenido mis amigos y maestros. Y han sido para mí individuos muy superiores, ¿por qué? Porque me han ofrecido un conocimiento que después me han inoculado. Yo lo sedimenté, lo administré y lo he dado también a los otros.

Las ediciones de Pre-Textos son muy cuidadas y muy bellas. ¿Qué papel juega la belleza en el mundo del libro y en el mundo de la vida?

Yo creo que es fundamental. La belleza también se manifiesta de modos muy distintos. No la veo simplemente desde el orden clásico, el orden helénico. A veces también se escapa y tenemos que saber atraparla para darle utilidad en nuestras vidas. Creo que hay una belleza exterior a las cosas que nos distrae, nos ensimisma, nos embelesa. Pero hay una belleza intrínseca que tenemos que saber descubrir nosotros. Para mí siempre ha sido un reto, incluso ha servido más de acicate, más de estímulo, tratar de indagar en esa belleza escondida. La evidente me encanta: estoy viendo ahora una escultura preciosa, pero la belleza interna o intrínseca hay que desentrañarla. Tener esa capacidad, conseguir la victoria de su desentrañamiento, no solamente nos mejora, sino que perfecciona la mirada. Es decir, me hace ver mejor y apreciar mejor esa belleza exterior.

Por Juan David Zuloaga- juandavidzuloaga@yahoo.com- @D_Zuloaga

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