Manuel Zapata Olivella regresa a África
Hace 50 años, Manuel Zapata Olivella estuvo en Dakar. Allí tuvo una conciencia clara de la importancia de la diáspora para la formación de identidades afro y se inspiró para escribir “Changó, el gran putas”.
Javier Ortiz Cassiani
Al nororiente de Dakar, sobre la Route de la Corinche, la principal vía de la ciudad que avanza bordeando el océano Atlántico, se encuentra el Mercado de Soumbédioune. El lugar está conformado por tiendas de artesanías, un enorme espacio para la venta de pescado y otro para el reposo de docenas de canoas de madera decoradas con diseños multicolores en los que priman el verde, el rojo y el amarillo. Todas tienen sus nombres dibujados cerca de la proa, tanto en babor como en estribor y una especie de registro que combina letras y números semejante a la matrícula de los automóviles que transitan por la avenida esquivando transeúntes.
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Al nororiente de Dakar, sobre la Route de la Corinche, la principal vía de la ciudad que avanza bordeando el océano Atlántico, se encuentra el Mercado de Soumbédioune. El lugar está conformado por tiendas de artesanías, un enorme espacio para la venta de pescado y otro para el reposo de docenas de canoas de madera decoradas con diseños multicolores en los que priman el verde, el rojo y el amarillo. Todas tienen sus nombres dibujados cerca de la proa, tanto en babor como en estribor y una especie de registro que combina letras y números semejante a la matrícula de los automóviles que transitan por la avenida esquivando transeúntes.
Caminé por allí y sentí el olor ácido de las sobras de pescado expuestas al sol, el tufo caliente del fango de las aguas estancadas y el aroma urticante del salitre que parece caminar en la piel y aferrarse a las fosas nasales y la garganta. Grupos de aves volaban bajo y otras se movían por el suelo lanzando ocasionales graznidos con la confianza de los pájaros domesticados por las sobras de la pesca. También había gente. Mucha gente, y yo no pude evitar la sensación de sentirme en el mercado de Bazurto en Cartagena de Indias, la ciudad puerto a la que fueron llevados en condición de esclavizados algunos de los antepasados de los que ahora se mueven por aquí bromeando, pregonando, discutiendo, aconsejando y pensando en lengua wólof.
Hace cincuenta años el escritor e intelectual colombiano Manuel Zapata Olivella llegó a Senegal buscando estos olores y sensaciones. Hacía tiempo que venía documentando la intuición y necesitaba la certeza del encuentro. La ocasión la creó Léopold Sédar Senghor –escritor y entonces presidente de Senegal– con la convocatoria al Coloquio Negritud y América Latina que se realizó del 7 al 12 de enero de 1974. Escritores, intelectuales, académicos y artistas, en la lógica de mirarse en el espejo ubicado en la otra orilla, se dieron cita en la península de Dakar.
Para conmemorar aquel reseñado encuentro, la Universidad del Valle, la Universidad de Dakar Cheik Anta Diop y la Universidad de Missouri, con el apoyo del Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes de Colombia y la Biblioteca Nacional de Colombia, organizaron el coloquio Manuel Zapata Olivella vuelve África, celebrado entre el 17 y el 23 de noviembre de 2024 en Dakar. Cada vez que pudo, Zapata Olivella valoró aquel acontecimiento. Algunos años después del evento, en sus memorias –publicadas con el título de ¡Levántate mulato! Por mi raza hablará el espíritu–, reconocería su trascendencia para la escritura de Changó, el gran putas, quizá la obra más reconocida de su prolífica producción. “La víspera de abandonar a Dakar visité la isla de Goré donde concentraban encadenados a los rebeldes wolofs, seres y dyolas del Senegal y Gambia en espera de los barcos negreros”, escribió. Con “la respiración abierta” y “el espíritu recogido”, se bebió “todas las sangres, gritos, dolores y llantos” de los que esperaban en esa pequeña isla frente a la bahía de Dakar, un viaje sin brújula y sin mapa por el Atlántico al otro lado del mundo.
En La rebelión de los genes daría más detalles de su manera particular de conmemoración de la diáspora y la búsqueda de las claves para narrar en forma de novela la tragedia y la epopeya. Durante la visita a la isla, pidió a Senghor que lo dejara pasar una noche allí:
Llevo varios años escribiendo una novela sobre la epopeya de la negritud en América, la que se inicia precisamente aquí, en esta “Casa de los muertos”. Quisiera pasar la noche desnudo sobre las piedras lacerantes, hundirme en las úlceras y los llantos de mis ancestros durante la larga espera de los barcos para ser conducidos a Cartagena de Indias donde nací y donde preservamos su aliento y su memoria.
La intuición, el aliento, la memoria eran la clave en la indagación por lo que había en el otro canto de la cabuya, pero si algo tenía Manuel era capacidad e inteligencia para no dejarse reducir por una visión de folletín. Supo desde el principio que el espejo no devolvía una imagen calcada, que la negredumbre de América no era una reproducción de África y que en esa conciencia estaba el reconocimiento a la capacidad de recuperación de la humanidad negada por la infame trata esclavista, de eso, precisamente, se trata Changó, el gran putas, de la búsqueda de la redención en mementos de destierro. Esta convocatoria que le hacía África, representado en el coloquio organizado por Senghor, era una manera de retomar los ideales comunes, pero “nutridos y enriquecidos con el mestizaje de nuestras [propias] luchas por la libertad”.
África también se lo hizo saber. En ese viaje por Senegal y Gambia, visitó el alcázar del soberano de una comunidad serere y en la retórica del saludo, ayudado por un traductor, se dirigió a este diciéndole que le “honraba saludar al hermano por cuya sangra corría la de mis antepasados”. Contrariado, el rey serere se puso de pie y lo señaló con el dedo índice como para dejar las cosas completamente claras con la corporalidad y las palabras que el traductor hizo saber a Zapata: “El rey le responde que usted y él no pueden ser hermanos: en sus ascendientes reales jamás ha existido alguien esclavo”.
Lo interesante de todo esto es que en el mismo momento que nos mostraba la importancia de la diáspora africana para la definición cultural de la nación colombiana, Manuel nos fue haciendo conscientes de la necesidad de que no se asumiera a África como una entelequia, una especie de ficción homogénea, un fósil suspendido y resumido en los tiempos de la esclavización. Nos puso en las manos las primeras herramientas para que fuéramos capaces de entender la riqueza de su diversidad y evitáramos la condescendencia reduccionista.
Con esas herramientas estamos lidiando por estos días en Dakar; maravillados con los intelectuales, académicos, profesores y estudiantes africanos que leen a Manuel Zapata Olivella con juicio admirable, y que, a medida que entienden las particularidades de la diáspora africana en Colombia, se redescubren en la comprensión de que se trata de procesos culturales de ida y vuelta cuyos análisis solo tienen sentido político ajustados a las demandas y necesidades de los nuevos tiempos.
Algo también nos enseñó Manuel Zapata Olivella, que los intercambios académicos y culturales debían ser fundamentales para construir lo que yo he llamado una especie de diplomacia de sensibilidad en la que los estados desarticulan de alguna la mezquindad de las fronteras políticas administrativas y ceden parte de su soberanía para construir acuerdos más ligados a la realidad de las fronteras y la memoria histórica.
Mañana –cuatro días después de la conmemoración de los 20 años de la partida de Manuel– visitaré la isla de Goré. Gracias a lo que él hizo hace cincuenta años, no necesitaré pedirle al presidente de Senegal, ni a ninguna autoridad que me deje dormir una “noche, sobre la roca, humedecida por la lluvia del mar”, bajo la pálida luz de una “alta y enrejada claraboya”, para entender la dimensión de la trata esclavista y la importancia de sus descendientes en la definición de la nación colombiana.
El camino ha sido trazado, nos corresponde saber andarlo. Manuel fue un sembrador disciplinado, en homenaje a su memoria quizá a nosotros simplemente nos toque estar a la altura del goce de la siembra conseguida.