
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Hoy, lunes 9 de diciembre, se cumplen los doscientos años de la batalla de Ayacucho, la más significativa de la independencia del Perú y el sello de la gesta libertadora liderada por Simón Bolívar y miles de personas más que lucharon para que los españoles perdieran el control de estas tierras. En Ayacucho, batalla liderada por el general venezolano Antonio José de Sucre, se reunieron ejércitos de todo el continente suramericano, como un símbolo de unión que pocos meses después sería minado para siempre.
Mucho se ha hablado de esa batalla y entre lo mucho que se ha dicho está el dato, no menor, de que Manuela Sáenz combatió junto al general Sucre, Córdova, La Mar y muchos otros. Se sabe que la q,uiteña viajó con sus esclavas, Jonatás y Natán, al norte del Perú en busca del cuartel general de Bolívar en el mes de abril de 1824. Estuvieron en la Sierra durante varios meses, acompañaron de cerca la batalla de Junín, el 6 de agosto del mismo año y, al parecer, se mantuvieron hasta el mes de enero de 1825 junto al ejército libertador, antes de regresar a Lima. Por su parte, el general Bolívar no pudo estar presente en la batalla de Ayacucho, de un lado porque no recibió la autorización que Santander debía gestionar en el congreso de la Gran Colombia y, de otro, por los múltiples motines que sucedían en Lima.
Algunos biógrafos e historiadores dicen que Manuela se regresó a Lima con el general Bolívar y lo acompañó a esperar las noticias de las batallas. Otros dicen que, en Ayacucho, en la pampa de Quinua, Manuela Sáenz por fin cumplió su sueño de luchar contra los españoles y corroboran este dato con la carta que el general Sucre le envía al Libertador aduciendo que por el despliegue de la patriota debería ser ascendida a coronela del ejército libertador. No sobra decir que ella desde el año 1822, antes de conocer a Simón Bolívar, había presenciado la batalla de Pichincha, cerca de su tierra natal, donde ayudó con los heridos, alimentó a los soldados, tareas para las que se había preparado por años, con las damas de la sociedad limeña, que aprendieron múltiples oficios para servir a la causa independentista.
Esclarecer la verdad de este hecho no es el propósito de esta crónica, aunque no deja de ser emocionante para mí imaginarme a Manuela, Jonatás y Natán, personajes de la novela que estoy escribiendo, viajar por la Sierra y batallar exactamente dos siglos atrás. Más aún, es una alegría vibrante que la vida me haya dado la felicidad de viajar tras las huellas de esas mujeres exactamente en las mismas fechas.
Mi gesta mínima empezó cuando recibí, dos meses antes, una llamada de Iván Alejandro Trujillo, agregado cultural de la Embajada de Colombia en Perú, para invitarme a participar en la Feria del Libro Ricardo Palma de Lima, el 4 y 5 de diciembre. Con su llamada mi sueño de conocer las casas en que vivió Manuela en Lima y Paita se volvían una posibilidad por fin real. Muchas veces había dicho públicamente que necesitaba alguien que me ayudara a hacer ese viaje y ahora se ha hecho realidad. Valió la pena soñar en voz alta.
El sueño había iniciado cuando en el año 2003, con mi hijo Matías en brazos, me llegó la invitación a participar del proyecto de biografías para jóvenes de la editorial Panamericana. En esos días recibí un listado de posibles biografiados y encontré muy pocas mujeres allí. Me decidí por una mujer que desde niña me había impresionado: Manuela Sáenz. La investigación de esos años me permitió llegar a unas conclusiones sobre la vida de esta mujer. En primer lugar, que antes de conocer a Simón Bolívar ella ya era una heroína de la independencia. Espía, enfermera, animadora de batallones había sido condecorada por el general San Martín en el año de 1821, por su activa participación en la independencia del Perú que el argentino estaba consolidando.
Cuando en junio de 1822 Bolívar hace su entrada triunfal en Quito y se conoce con Manuelita, ese hombre se lleva la sorpresa que la mujer de los devaneos de esa noche, como las muchas que seducía en cada pueblo, era una patriota con mayúscula y conocía muy bien los intríngulis de la sociedad Limeña, conocimiento que sería esencial para el general Bolívar, si quería entrar a Lima. También poseía ella conocimientos sobre el general San Martín que fueron útiles al Libertador en el encuentro de Guayaquil que sucedería pocas semanas después.
En segundo lugar, entendí que los años con Bolívar fueron de mucho sufrimiento porque él nunca aceptaría del todo el amor con esa mujer ilustrada, gran espía y de alma libertaria, que dejó al marido por irse con el ejército patriota, en búsqueda también del amor de su vida. En tercer lugar, y aquí radica mi gran equivocación, o mejor falta de información, creí la versión que decía que los veintiún años que Manuela pasó en Paita, desterrada, hasta su muerte, habían sido una suerte de muerte en vida. Que la vida de Manuela se había terminado con la muerte de Simón.
Así, como otros biógrafos, narré en tres páginas los años de Manuela en Paita y me limité a repetir los cuatro encuentros memorables que los biógrafos han narrado. La visita de Ricardo Palma que la describió como una mujer hombre, la conversación con Giuseppe Garibaldi, el no tan demostrable encuentro con Herman Melville que pasó por Paita en un ballenero norteamericano y la relación con Simón Rodríguez, maestro del Libertador.
Faltaban nuevas biografías y el trabajo de historiadores e historiadoras para que mis datos cambiaran y reconociera el error. Porque la historia que hoy sabemos es bastante diferente en relación a este tercer punto. En mi caso fue la biografía escrita por Pamela Murray, Manuela Sáenz, por Bolívar por la gloria, la que me cambió el panorama. Después de esa lectura he buscado muchos otros textos recientes que dan cuenta de una vida agitada política y vitalmente de Manuela en Paita. Manuela Saénz desde su destierro en Paita trabajó como traductora de cónsules en la Paita de la época dorada de los balleneros, cuando pasaban por el puerto innumerables personalidades que terminaban necesitando de las ayudas de la espía ilustrada. Manuela acogió a muchos de los visitantes que pasaron por Paita, por ser exiliados o víctimas de las políticas de la región. También mantuvo comunicación escrita con grandes políticos de la época, como el general Juan José Flores, presidente del Ecuador en varias oportunidades. Se mantuvo en las tareas de espionaje y de interceptación de correspondencia para ayudar a causas que le parecían ser la continuidad de las políticas bolivarianas.
Los años de Paita son vitales y contradictorios con las ideas de la republicana y atea de 1822, que para 1845 se ha convertido, gracias al proyecto de Bolívar, en defensora de la mano dura para gobernar, y apoyó proyectos políticos que iban en contravía de sus ideas de juventud, cuando conoció a Bolívar y empezaron los años de decadencia. Pero todo esto no significa que su vida hubiera sido un solo vacío, como pensábamos antes. No, Manuela se mantuvo unida a la historia del continente hasta el final de sus días en que recibió por fin los recursos de su herencia y volvió, incluso, a financiar campañas políticas.
Corregir ese error sobre la vida de Manuela es lo que ha hecho posible la escritura de la novela que ahora desarrollo. Corregir las ideas sobre los años de Paita es lo que hace que valga la pena revisitar la vida de esas mujeres. Así, con ese nuevo panorama, conocer Paita y seguir los pasos de Manuela y Jonatás se volvió una necesidad para mí. Así, llevo años investigando y escribiendo la novela en que es la misma Jonatás quien mientras muere, nos cuenta los años de Paita, su larga carrera como espía y el pasado de la vida que vivieron junto a Manuela. Mientras tanto, yo esperaba el momento en que pudiera hacer el viaje a Perú.
Durante el vuelo a Lima, el 3 de diciembre, no pude dejar de imaginar esos ires y venires de Simón Bolívar y Manuelita por el territorio sobre el que yo iba volando. En dos horas y media yo recorrí los miles de kilómetros que ellos recorrieron una y otra vez a caballo. Bolívar viajando por el continente, Caracas, Bogotá, Quito, Lima, múltiples veces. También pude imaginar el viaje de Manuela por esas montañas, buscando a su amado y su cuartel móvil exactamente doscientos años atrás. Pensé también en el viaje que hicieron Manuela, Jonatás y Natán en 1827 hacia Bogotá igual que el decepcionante e imposible retorno a Quito en 1835, luego de la muerte del general Bolívar en 1830. Viaje que culminaría con su llegada a Paita, único lugar donde el miedo de los hombres por esa mujer conspiradora podía mantenerse a raya.
Para mi viaje todas las puertas se fueron abriendo gracias a los buenos oficios de la embajada de Colombia. En Lima pude visitar, en medio de una lánguida celebración del bicentenario de Ayacucho, la casa de La Magdalena, donde pasaba sus días Bolívar en Lima, en el actual barrio de Pueblo Libre. Caminé por los jardines, donde las leyendas de la historia los pintan a ellos dos, Simón y Manuela, visitando el huerto y sembrando árboles y plantas florales. Me acompañó en esa visita a Pueblo Libre, Victoria Villanueva, escritora y activista feminista, un octogenaria vital y lúcida, con quien hacemos parte de una recién iniciada red de investigadores e investigadoras de Manuela Sáenz, red iniciada por Liliana Cortés, profesora de la Universidad América en Bogotá. También se abrieron las puertas de la casa donde se dice que vivió Manuela, casa que le otorgó el general cuando ella se separó definitivamente de su marido, el médico James Thorne. Allí nos atendió el dueño de la casa, el señor Zumaita, que con mucha emoción nos contó las historia que ha venido recogiendo en años de mantener en pie esa casa que parece el sentido mismo de su vida.
Mientras caminaba por esas dos casas limeñas me preguntaba donde habría estado dos siglos antes Manuela. Estaba en este lugar, renegando por las culpas de Santander de no haber autorizado a Bolívar a participar de las batallas restantes o estaría más bien con el general Sucre en las montañas peruanas, preparándose para entrar en los campos de Marte. Claro, a mí me gustaría más pensar que estaba con el ejército antes de la batalla final, quizás peleándose con Córdova, o conversando de estrategias militares con los demás coroneles y generales. En Lima participé en la Feria del Libero Ricardo Palma con una charla sobre Las lectoras del Quijote y un homenaje a Gabriel García Márquez a los diez años de su muerte, aunque mi mente no dejaba de pensar en la vida de las mujeres que yo añoro conocer.
El 6 de diciembre en la madrugada volé a Piura, donde me recogió un conductor que me llevó por el desierto hasta llegar a Paita. Un puerto situado en las laderas de unas montañas de arena que dan la impresión de que pueden desaparecer de un soplido. Hice el viaje a Paita para encontrar claridades de los años de la vida de Manuela allí, y lo que en realidad surgieron fueron nuevas dudas y preguntas que alimentan mi investigación. Y aunque no regresé con certezas, vuelvo con dudas que ahora están llenas de espacios, colmadas de la luz blanquecina y arrolladora de Paita. La visión de las muchas embarcaciones marcadas con el pueblo que yo había soñado conocer: Paita. Pude ver cómo las aguas turbulentas del Pacífico entran en la ensenada de Paita tranquilas, como un espejo de agua. Vi la luna de Paita que según sus habitantes hace perder a los enamorados.
Por Paita me guio Luis Fiestas, un funcionario de la Municipalidad. Cuando hablé con él por teléfono me contó que la casa de su infancia, donde aún vive su madre, queda al lado de la casa de Manuelita. Pero lo que no me dijo en la llamada, fue que me iba a llevar la sorpresa de que él mismo me mostraría la otra casa, la que crea las dudas. Frente a una casa de dos pisos, a punto de caerse, me mostró la que se piensa que es realmente la casa de la Saénz. Me explicó que por la forma de la construcción se cree que es una casa más antigua que la que sale hoy en día en las páginas que hablan de la vida de la Libertadora. Además, insistía Luis, esta, y me señalaba la casa esquinera de dos pisos, es la que cumple con la descripción que hace Ricardo Palma después del encuentro con Manuela.
Junto a la casa hay una plaza donde tienen el busto de Bolívar, que como sucede junto a la casa de Lima, dicen que mira siempre a su Manuela. Más arriba, la otra casa, que pese a todo no alcanza a tener el aire de misterio de la de abajo y que pese a la alegría de llegar hasta allí que me embarcaba, quedó en mi imaginación como la segunda opción. Horas más tarde, la madre de Luis, doña Betty, vecina de la segunda casa, en compañía de dos profesores, investigadores sobre la quiteña, me explicarían que la casa de abajo debe ser la auténtica, porque en la de arriba Manuela no podría haber tenido la fonda, el negocio del que ellas vivieron esos años, ni tampoco podría haber sufrido el accidente de cadera que la postró. Por todo lo que les oí, en la presentación completa sobre Manuela Sáenz que me hicieron, puede verse que las políticas de la memoria en Paita han borrado y vuelto a escribir mucho sobre Manuelita.
Como todo estaba de mi lado, o mejor del lado de la literatura, Luis me acompañó al cementerio. Al llegar nos dijeron que el cementerio antiguo estaba clausurado, que ya no se podía visitar, pero a él lo dejaron pasar. Encontramos allí una imagen de desolación, el tiempo hecho desierto, la luz fulgurante quemando el pasado. También el mundo de los muertos pertenece más a la ficción, en esta Latinoamérica nuestra, y me sentí en Comala, en un cementerio árido y lleno de voces. Al fondo hay un mausoleo rústico con el nombre de Manuela, que sin embargo está allí sin que se sepa que los restos están en ese lugar. Se han hecho algunos esfuerzos por encontrar los restos, pero no ha sido posible. Horas más tarde mis anfitriones me dijeron que desde finales del siglo XIX muchas personas le llevaban flores a Manuelita, porque ella fue la madrina del pueblo, y por eso según ellos la tumba queda más cerca de la entrada que en el lugar donde está el mausoleo. No se sabe si Manuela fue enterrada en fosa común, como se había dicho por haber muerto en la epidemia de difteria del año 1856, o si está en otro lugar del cementerio. Doña Betty insistía que ella de niña vio la tumba, que la tenían con una cruz con las iniciales M.S.A, para que los detractores de Manuela no la buscaran, porque según la matrona, Manuelita debía esconderse porque más de uno en este continente la odiaba, al igual que Simón Rodríguez tuvo que cambiarse el nombre en sus últimos años de vida. Doña Betty agregaba también que además de madrina, Manuela, había sido profesora de los niños y niñas del puerto y por eso la gente la quería mucho.
En la noche, cuando se cumplía el único día que me ha dado la vida en ese puerto, Francisco Rodríguez, bisnieto de doña Betty, me juró que él, recién graduado de comunicación social, seguiría la búsqueda de la vida de Manuela y seguro sería capaz, en unos años, de contestar todas mis preguntas. Yo por mi parte, me fui a dormir feliz, porque las dudas que habían surgido en ese día me daban la sensación profunda de que no me equivocaba en escribir una vez más sobre Manuela y Jonatás, porque la hondura de esas mujeres es un motor para las luchas que las mujeres estamos librando hace décadas. Me iba con la certeza de que, en ese puerto, Manuela había vivido, había construido su propio emporio pobre y feliz, porque por fin vivió sin depender del padre o de Thorne o del general, por fin vivió para ella misma. Salí de Paita con el alma llena de voces y tiempos que poco a poco iré descifrando y convirtiendo en nuevas escenas de mi novela y con una pregunta que me retumbaba. ¿Cómo puede un solo día de la vida convocar tantas memorias y tiempos?
En la pampa de Quinua se celebrará hoy la gran Batalla de Ayacucho, creo que las mujeres celebramos a Manuela, aunque la historia de su vida esté tan borroneada, porque en la vida de ella, en sus luchas y propósitos, algo de nuestro presente tiene un sentido mejor.
* Alejandra Jaramillo Morales es una escritora bogotana, autora de las novelas La ciudad sitiada (2006), Acaso la muerte (2010), Magnolias para una infiel (2017), Mandala (2017), un proyecto de escritura digital, y Las lectoras del quijote (2022), su primera incursión en la novela histórica. Publicó los libros de cuentos Variaciones sobre un tema inasible (2009), Sin remitente (2012) y Las grietas (2017), ganador del Concurso Nacional de la Cámara de Comercio de Medellín y nominado al Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez 2018. Escribe novelas para adolescentes (sello Loqueleo): Martina y la carta del monje Yukio (2015), El canto del manatí (2019) y Los mundos distópicos de Camilo Chang (en impresión, 2022). Entre sus libros de crítica están Nación y melancolía: narrativas de la violencia en Colombia (2006) y Disidencias, ensayos para una arqueología del conocimiento en la literatura latinoamericana del siglo XX (2013). Es docente de la Universidad Nacional de Colombia. (Recomendamos: Lea un capítulo de la más reciente novela de Alejandra Jaramillo).