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“Sólo esta noche,
aunque sea sólo por esta noche,
una tregua sin bandera,
que no sangre ni desangre,
con la paz de tu voz y mi tonada”
(Tregua. p. 23).
¿De dónde vienen los poetas? ¿Quiénes son estas personas que escriben versos cortos y sinceros, en ocasiones, desgarradores? ¿Por qué parece que cantan y casi nadie escucha sus voces? Yo quiero saber de dónde vienen los poetas que bajo la mesa se acurrucan para unir dos o tres palabras, elaborar una imagen con las manos y susurrar al oído de los otros: “Esto no se canta, compadre, se declama”.
La poesía de Fermina Ponce es eso, precisamente, declamación pura. Tres pasajes son suficientes para que el lector se adentre en estos versos que al interior de Mar de (L)una se construyen. Tormenta, Noche y Luz, como tres gotas de agua sobre la ventana en la que nuestro reflejo se distorsiona, se hace más ancho, más borroso, un tanto más perdido. El reflejo de una mujer que llora en silencio y le habla a ese silencio tan suyo y tan ajeno, le pregunta cosas, le pide consejos, le confiesa secretos. Uno como lector se ve a sí mismo en esos trazos, en esas líneas. En mi caso, yo me digo, a partir de los títulos de estos poemas:
“Estás perdiendo, si ante un golpe no buscas tregua; si de repente, lunática es la vida, tan difusa que parece un crimen vivirla. No preguntes por el infinito, tremenda injusticia es sabernos con fecha de caducidad y no poder hacer nada para remediarlo. El silencio, tan frío, nos mata de a poquitos, a ti y a mí, mientras en el cielo se alza sin vergüenza una tremenda, tan bella, (L)una de sangre. ¿Te la sabes, no? No es tan complicado mirarse al espejo, probarse un vestido de remiendos y quejarse ante la desolación repentina. Quiero decir que la vida es como el velo que lleva la novia sobre el rostro, tan fino y tan incierto, ¿quién irá debajo? ¿Es una mujer que se anima a pensar su vida en compañía de un amante? O, por el contrario, ¿se trata de alguien que ha decidido guardarse en sí misma por el resto de sus días? Señora muerte, por favor, no me salgas con sorpresas, si me vas a cortar las alas, avísame, pues. Mándame una señal, déjala suspendida en el aire, que levite un ratito, ponle color azul, sí, así, como si fuera un poema. Déjame ver a lo lejos cuán rota va quedando la esperanza en la franja de Gaza; a Uno no le queda ya tiempo de preguntarse si en otro lugar, mientras aquí calienta el sol, estarán bien o mal, cómo vivirán; te pido no me dejes ir sin antes gritar por las que han sido silenciadas, como la mamá de Lucinda, o la tía de Marianela, ¿para qué nombrar más?, dos ya es un número muy grande: ¡Basta ya, ni una menos! Merecen seguir, por ellas respiramos. De eso, muchos no se han dado cuenta. Pocos, muy pocos sabemos reconocernos en el otro, en el brillo de sus ojos, en los hilos de plata que se tejen en las pupilas que nos miran sin mirarnos. Ay, muerte frívola y pendenciera, no te me hagas la lista, eres como el vientecito que se siente al asomar la cabeza por la ventana del auto, acaricias a la vez que abofeteas. ¿Alguna vez me dejarás libre de responsabilidad? ¿Pondremos fin al contrato que, sin que lo supiera bien, me hiciste firmar? Quiero caminar junto al mar y decirle a una mujer, quien sea, que lo bello de esta vida no son las sutilezas, sino los momentos en que nos ponemos a observar, haciéndonos más pequeñitos, como los niños que fuimos, en medio de un Mare tranquilitates, en donde uno y uno son dos, y el resultado de la raíz cuadrada de 22 nos tiene sin cuidado, aquello que la inmensidad nos ha permitido apreciar, ese poema que no muchos han podido leer, ese que escribes tú, que escribo yo, el que recitamos sin saber, con exactitud, quiénes somos y para dónde vamos”.
A fuerza de palabras surge este libro de poemas, este delgado ejemplar ilustrado por un gringo enamorado de las formas, prologado por un lector inagotable como lo es Juan Gustavo Cobo Borda y comentado por otro amante de la poesía, José Luís Díaz-Granados. Aquí, la voz de Fermina Ponce se alza para estremecer al lector, lo logró conmigo, para decirle que se ha parido a sí misma, sin saberlo, y que ha vivido su vida dos veces, sin quererlo.